Arturo Alejandro Muñoz
La derecha –aunque muchos la consideremos históricamente extemporánea, siempre ha sabido sacar maquila de las situaciones en las que se derraman escandaleras públicas. Cuando ella entra en problemas serios, se divide… pero lo hace con sapiencia, con un objetivo claro y una programación efectiva. Si la derecha se separa no significa que se atomice dispuesta a enfrentar el requiescat in pace partidista. Lo hace para repartir sus huevos en varias canastas, lo cual le permite en el futuro mediato regresar a la unidad e instalarse con renovados bríos en el escenario político.
Muy por el contrario, la izquierda –cuando se divide (y siempre se divide)- demuestra de inmediato cuál ha sido su carencia principal, ya histórica: liderazgo único. Cuesta muchísimo encontrar un líder aceptado por todos los cuadros izquierdistas, ya que en ellos predominan diversas tendencias que, en algunos casos, llegan a ser contrapuestas. Es que en la izquierda todos y cada uno de sus integrantes creen ser dueños de la verdad, del amor del pueblo y del programa de gobierno que el país requiere.
La gran diferencia entre izquierda y derecha –en los hechos concretos- es que esta última nunca ha sufrido divisiones serias y definitivas para acordar los objetivos a perseguir. En cambio, la izquierda, siempre fragmentada en varios grupos, observa que estos logran concordar en lo que no quieren, pero llegado el momento de definir lo que sí quieren y cómo conseguirlo, comienza el desbande hasta formar un archipiélago de referentes, grupos, movimientos y partidos. La vieja frase romana, “divide et imperam”, ha sido una de las armas que el conservadurismo viene usando desde antaño para subyugar a todo aquello que huela a socialismo, e incluso a ‘progresismo’.
Es un hecho irrefutable que a la derecha económica y a su hermana gemela (la derecha política), les gustan los monopolios y las colusiones. Los hechos están a la vista y son de conocimiento público, ya que en estos últimos seis lustros las distintas administraciones duopólicas han dado muestra inequívoca de ello, constituyéndose en una constante que a pocas personas les llama la atención, mientras que al resto –a la mayoría- pareciera no molestarle en demasía constatar que en muchas actividades la competencia no existe. Una de esas actividades es la política como acción cívica, respecto de la cual debe considerarse a la labor partidista y gubernativa como actores principalísimos.
Y si hablamos de monopolios, debemos recordar el que posee la derecha desde los tiempos de la independencia, desde los años en que se enfrentaban pelucones y pipiolos. Eso de que “se enfrentaban” es un decir, pues ambos bandos pertenecían a la misma estirpe. La diferencia residía en cuánto más o cuánto menos apretaban el cuello del resto de los chilenos.
El problema, entonces, estimado lector, es que la derecha se conoce muy bien a sí misma y también a la izquierda, mientras que esta es semi analfabeta en ambos casos, ya que tiene poca o nula conciencia de sus fallas y aún no internaliza adecuadamente que la derecha es inmutable, pues, aunque pasen años y décadas, será siempre la misma… la Historia lo confirma.
En Chile, la derecha es actualmente propietaria de la prensa, de la salud, de la educación, de la economía, de la banca, del comercio nacional e internacional, de la tierra, de la legislatura, del agro, de la actividad fabril, de los bosques, del mar, de las pesqueras, de los minerales, de las sanitarias, de las carreteras, del transporte, de los puertos, de las fuerzas armadas, de la justicia, de la policía, de la previsión social, del tribunal constitucional, de las iglesias, de los cementerios, de las islas, de los glaciares, de ríos y lagos… ¡pero, no está satisfecha! ¡Quiere más!
¡Quiere ser dueña absoluta y única de la verdad! Obviamente, de SU verdad, que intenta consolidar sin oposición ni críticas. Es eso exactamente lo que quiere, el poder total. Ello no ha cambiado un ápice desde 1818 a la fecha.