Lawrence S Wittner *
A l´econtre, 13-7-2023
Viento Sur, 28-7-2023
Basada en la biografía titulada American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer (Ed. A. Alfred Knopf, 2005), escrita por Kai Bird y por el difunto Martin Sherwin –biografía galardonada con el Premio Pulitzer–, la película narra el ascenso y caída del joven J. Robert Oppenheimer, reclutado por el gobierno de EE UU durante la segunda guerra mundial para dirigir la construcción y los ensayos de la primera bomba atómica del mundo en Los Álamos, en Nuevo México. Sus logros en este terreno permitieron que poco después el presidente Harry S. Truman (1945-1953) ordenara utilizar las bombas nucleares para destruir Hiroshima [6 de agosto de 1945] y Nagasaki [9 de agosto de 1945].
En el transcurso de los años de posguerra, Oppenheimer, ampliamente celebrado como “el padre de la bomba atómica”, adquirió una influencia extraordinaria para un científico en las filas del gobierno estadounidense, sobre todo en su calidad de presidente del comité consultivo general de la nueva Comisión de la Energía Atómica (Atomic Energy Commission, AEC).
Sin embargo, su influencia menguó a medida que se acentuó su ambivalencia con respecto al armamento nuclear. En el otoño de 1945, durante una reunión en la Casa Blanca con Truman, Oppenheimer dijo: “Señor presidente, tengo la sensación de que mis manos están manchadas de sangre.” Furioso, Truman declaró más tarde al secretario de Estado adjunto, Dean Acheson [enero de 1949-enero de 1953] que Oppenheimer se había convertido en “un llorón” y que no quería “ver nunca más a ese hijo de puta en este despacho”.
Oppenheimer también estaba preocupado por la carrera de armamentos nucleares que comenzaba y, al igual que numerosos científicos de la especialidad, era partidario de un control internacional de la energía atómica. En efecto, a finales del año 1949, la totalidad del comité consultivo general de la AEC se pronunció en contra del desarrollo de la bomba H por EE UU, si bien el presidente, haciendo caso omiso de esta recomendación, aprobó el desarrollo de la nueva arma y la incorporó al arsenal nuclear estadounidense en plena expansión.
En estas circunstancias, personalidades claramente menos escrupulosas con respecto a las armas nucleares tomaron medidas para apartar a Oppenheimer del poder. En diciembre de 1953, poco después de asumir la presidencia de la AEC, Lewis Strauss, un ferviente defensor del refuerzo del arsenal nuclear de EE UU, ordenó la suspensión de la acreditación de seguridad de Oppenheimer. Con ánimo de defenderse de las implicaciones de deslealtad, Oppenheimer recurrió la decisión y, durante las comparecencias posteriores ante el Consejo de Seguridad del Personal de la AEC, tuvo que hacer frente a preguntas agobiantes, no solo en relación con sus críticas con respecto al armamento nuclear, sino también con sus relaciones, décadas atrás, con personas que habían militado en el Partido Comunista.
Finalmente, la AEC decidió que Oppenheimer representaba un riesgo para la seguridad, una decisión oficial que –añadida a su humillación pública– supuso su expulsión del servicio público y asestó un golpe fatal a su fulgurante carrera.
Está claro que el desarrollo del armamento nuclear ha tenido consecuencias mucho más importantes que la caída de Oppenheimer. Además de matar a más de 200.000 personas y herir a muchas más en Japón, el advenimiento de estas armas ha llevado a países del mundo entero a lanzarse a una feroz carrera de armamentos atómicos. En la década de 1980, al calor de los conflictos entre las grandes potencias, se fabricaron 70.000 bombas nucleares, con el potencial de destruir prácticamente toda vida en el planeta.
Por fortuna se produjo una vasta campaña ciudadana para oponerse a esta carrera hacia el apocalipsis nuclear. Consiguió presionar a los gobiernos reticentes para que firmaran toda una serie de tratados de control de las armas nucleares y de desarme, además de tomar medidas unilaterales con el fin de reducir los peligros nucleares. De este modo, en 2023 el número de armas nucleares ha descendido a 12.500.
No obstante, estos últimos años, ante la fuerte disminución de la movilización ciudadana y el aumento de los conflictos internacionales, el potencial nuclear se ha reavivado notablemente. Las nueve potencias nucleares (Rusia, EE UU, China, Reino Unido, Francia, Israel, India, Pakistán y Corea del Norte) se esfuerzan actualmente por modernizar sus arsenales nucleares construyendo nuevas instalaciones de producción y mejorando sus armas nucleares.
En 2022, esos gobiernos han invertido cerca de 83.000 millones de dólares en este refuerzo nuclear. Las amenazas públicas de desencadenar una guerra nuclear, como la de Donald Trump, Kim Jong-un y Vladímir Putin, se repiten con mayor frecuencia. Las agujas del reloj del apocalipsis, ideado en 1946 por el Bulletin of the Atomic Scientists, se sitúan ahora a medianoche menos 100 segundos [90 en enero de 2023], el valor más peligroso de su historia.
No es extraño que las potencias nucleares no se muestren muy interesadas en que haya nuevas iniciativas a favor del control de armas nucleares y de desarme. Los dos países que poseen alrededor del 90 % de las armas nucleares del mundo –Rusia (país que posee más que ninguno otro) y EE UU (que le sigue de cerca)– se han retirado de casi todos los acuerdos de este tipo que habían suscrito entre ellos.
Aunque el gobierno de EE UU ha propuesto a Rusia prorrogar el tratado New Start (que limita el número de armas nucleares estratégicas), Putin respondió al parecer, en junio de 2023, que Rusia no participará en negociaciones sobre desarme nuclear con Occidente, añadiendo: “Poseemos más armas de este tipo que los países de la OTAN. Lo saben y siempre tratan de convencernos de negociar su reducción. Que se lo hagan mirar… como dice nuestro pueblo.”
El gobierno chino, cuyo arsenal nuclear, pese a haber crecido notablemente, se sitúa en tercera posición –y todavía bastante lejos–, ha declarado que no ve ninguna razón para participar en conversaciones sobre el control de armas nucleares.
A fin de evitar una catástrofe nuclear inminente, las naciones no nucleares han defendido el tratado de prohibición de las armas nucleares (Treaty on the Prohibition of Nuclear Weapons, TPNW). Adoptado por una mayoría aplastante de países en una conferencia de Naciones Unidas en julio de 2017, el tratado prohíbe desarrollar, ensayar, producir, adquirir, poseer, almacenar y amenazar con utilizar armas nucleares.
El tratado entró en vigor en enero de 2021 y, pese a que todas las potencias nucleares se han opuesto, lo han suscrito 92 países y ratificado 68 de ellos. Brasil e Indonesia lo ratificarán seguramente dentro de poco. Los sondeos demuestran que el TPNW goza de un importante apoyo popular en numerosos países, inclusive en EE UU y otros países de la OTAN. Queda por tanto un rayo de esperanza de que todavía se pueda evitar la tragedia nuclear que hundió a Robert Oppenheimer y que desde hace tiempo amenaza la supervivencia de la civilización mundial.
* Lawrence S. Wittner es profesor emérito de Historia en SUNY/Albany.
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Oppenheimer o el silencio del fuego
Como toda película del ámbito nuclear, la creación de Christopher Nolan se debate entre el humanismo del tema y el antihumanismo de la forma.
Agustín Acevedo Kanopa
La Diaria, 28-7-2023
Podría decirse que el gran drama de las bombas atómicas en el cine es que todo lo que se puede filmar siempre queda pequeño, banal y ridículo al lado de ellas, sobre todo si llega a ser material fílmico real de las explosiones. Cualquier drama amoroso, cualquier autodescubrimiento, cualquier planteamiento filosófico o cualquier subtrama se empequeñece frente a la magnitud de ese hongo nuclear, porque es de esas pocas imágenes que trascienden la metáfora, que significan algo en sí mismas, independientemente de su explicación o juego semiótico.
De algún modo, la bomba atómica fue la condensación trágica de muchos trabajos teóricos desarrollados a lo largo de varios siglos de matemática, física y química, pero llevada a su dimensión más literal y traumática.
Esta es la cruz que debe cargar desde el inicio una película como Oppenheimer: para saber del drama prometeico de los hombres cuando osan jugar a ser Dios no se precisa un montón de físicos, ingenieros, milicos y políticos hablando y hablando sobre los límites morales y éticos de estas invenciones, sino que tan sólo basta ver las filmaciones documentales de las bombas. Ni siquiera es necesario el drama humano: uno se queda tan inerme ante las explosiones de Hiroshima y Nagasaki como ante los test nucleares hipercontrolados en el atolón oceánico de Bikini porque hay algo terrorífico que va más allá de la cantidad de víctimas, y que tiene que ver con la imagen en sí del despliegue de tanta furia invocada a través de una rasgadura del telón de fondo de la naturaleza.
Esa es la verdadera brújula moral y estética que cualquier película sobre el poderío nuclear tiene que atravesar: más allá de las florituras, todo termina decantando en una pulseada entre el humanismo del tema y el antihumanismo de la forma. Esta puja es mucho más compleja e interesante que una simple reseña cinematográfica, ante la que se me podría increpar (con toda la razón del mundo) que en realidad lo que volvió aterradoras a la Little Boy y la Fat Man arrojadas en 1945 fue, más que las imágenes aéreas de sus estallidos, el cúmulo de posteriores informes y testimonios de sus supervivientes.
La pulseada de Nolan
Más allá de estas disquisiciones, hay que señalar –y es acá donde nos metemos con Oppenheimer, la película– que esta también fue la histórica tirantez que ha envuelto la filmografía de Nolan. El cine del inglés siempre penduló entre su anhelo de filmar cosas que sobrepasan lo empírico y cognoscible, y al mismo tiempo utilizar estas representaciones como plataforma para disquisiciones filosóficas humanistas.
Es una extraña contradicción, en la que por un lado logra dar forma a cosas imposibles de filmar pero también de imaginar (atravesar un agujero de gusano cósmico o plegar una ciudad en distintos planos como si fuera un cubo de rubik a escala urbana), con la contrapartida de explicarnos la grandiosidad subyacente de lo que acabamos de presenciar.
Esta ambivalencia es la que le permite, por momentos, combinar fascinantes representaciones de planetas que desde Kubrick no habían sido tan finamente llevados a la pantalla con filosofía new age hiperterraja de la línea de “el amor va más allá del espacio y tiempo” (Interstellar, 2014). O incluso lograr que el culminante enfrentamiento entre un superhéroe y su villano trafique en su interior el clásico debate seudopolítico de si vale sacrificar la vida de muchos por la vida de una sola persona (The Dark Knight, 2008).
Hay films en los que este equilibrio entre filosofía y pura y fascinada demiurgia se logra (Memento, 2000), pero lo que pervive es la sensación de que las imágenes que Nolan invoca suelen ser mucho más interesantes que lo que él tiene para decir de ellas. No es casualidad, entonces, que su película más lograda (aunque no tan popular) hasta la fecha sea Dunkirk (2017), una obra que intenta retratar la guerra en su dinámica total, más allá de psicologismos, razonamientos o metáforas. Una especie de maquinaria de supervivencia donde la coralidad da lugar a un borramiento real de las personalidades y los protagonismos, como pudo haber sido la guerra misma en todo su caos o esplendor.
Oppenheimer, sin ser su peor película –incluso sin ser una mala película o ni siquiera una mediocre–, sí es la más verbosa y desenfadadamente moral de toda su filmografía. Es una obra que está todo el tiempo remarcando lo gigantesco que es su tema, su protagonista y ella misma también, pero que en el fondo no es nada más (ni nada menos) que un montón de gente dándole vueltas, una y otra vez, al mito de Prometeo.
Cadena o mandala
Nolan desarticula la vida del creador de la bomba atómica en tres tiempos, que adquieren un formato y cromatismo diferentes, y sabe bien del poder de llevar a su más terrible literalidad algo que era meramente metafórico. Esta idea de lo metafórico y lo literal también se plasma en el film, ya que los momentos más grandes de Oppenheimer se dan cuando intenta llevar a la pantalla la materialidad casi imposible de ese mundo paralelo pero existente de las partículas subatómicas.
Se trata de escenas en las que se busca representar la velocidad desgarradora de los electrones circulando en enloquecidos trazos alrededor de la mente de Oppenheimer cuando entra a tomar noción de la dimensión de sus descubrimientos teóricos. O de aquella en que trata de mostrar la grandiosidad de la primera bomba testeada en el Proyecto Trinity, en la que el director no se circunscribe a la clásica imagen del hongo atómico sino que opta por una especie de zoom sobre la belleza avasallante de esa explosión que parece tragarse y parirse a sí misma una y otra vez.
En esta línea, más allá de las imágenes, lo más sobresaliente del film es su edición de sonido: todo lo que escuchamos (incluso el soundtrack fuertemente tonal de Ludwig Göransson) parece más bien una expresión del mundo interior de Julius Robert Oppenheimer que de lo que ocurre a su alrededor. Así, el silencio inesperado en que caen las imágenes al momento de la eventual detonación de la primera bomba no obedece tanto a un efecto sonoro real, sino a la soledad muda y apoteósica de un teórico enfrentándose de forma definitiva a su destino.
Lo mismo puede decirse alrededor de la escasa profundidad de campo que borronea todo alrededor del rostro y los ojos gélidos de Cillian Murphy –quien encarna a Robert Oppenheimer– cuando la cámara lo capta en esos cercanísimos primeros planos frontales: su presencia como una estrella muerta que genera una curvatura de todo lo que yace a su alrededor.
Dramas grandes e intrigas pequeñas
El problema, como viene ocurriendo con un montón de films (especialmente las biopics), llega cuando irrumpe el tema de las escalas. Si bien las intrigas palaciegas que involucran el tratamiento a la figura de Oppenheimer después de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki son igual de morales, filosóficas y políticas a todo lo que sucede antes en el film, el drama adquiere un tono demasiado doméstico para las verdaderas preguntas que intenta hacerse la película. Al mismo tiempo, el tras bambalinas de este proceso de interrogatorios incurre en una explicación al borde del didactismo, bajando línea moral una y otra vez. Pero, más que nada, se siente esa cosa que siempre se pierde cuando uno intenta llevar vidas (ya sean artísticas o científicas) a la pantalla, que es el inevitable despliegue de líneas causales entre descubrimiento y biografía, algo que se puede ver en su claridad más meridiana en el reciente libro Un verdor terrible, de Benjamín Labatut, cuyos cuentos/ensayos, cuanto más se acercan a las posibles semblanzas (registradas o imaginadas) de los científicos que llevaron a cabo ciertos descubrimientos, más fuerza pierden. Por el contrario, lo que más brillaba en ese libro (y en Oppenheimer) era la profusión de inventos, unos encadenados a otros, pero no de forma lineal, sino en una especie de caótico mandala, a pesar o más allá de la voluntad de sus creadores; su agenciamiento maquínico, su voluntad sonámbula, su crecimiento rizomático, su silencio de esfinge ante los planes y designios de los humanos.