El Clarín de Chile 8 Abril, 2023
Imagen: El Presidente Boric junto a la ministra del Interior y el general director de Carabineros este jueves.
PRESENTACIÓN
En noviembre del pasado año, ante el escaso interés de la ‘élite política’ de tratar el tema de la seguridad ciudadana y el crecimiento exponencial de la delincuencia, advertimos la necesidad de impulsar la reforma a la policía uniformada. Pero eso era ya imposible. Por eso, señalamos:
“La reforma (o refundación, en su caso) de la fuerza pública (policía, tanto uniformada como civil) —que constituía una de las materias prioritarias del sexto gobierno de la Concertación—, parece haber sido convenientemente archivada”[1].
Por lo demás, nuestra intención no era sino recordar a la coalición gobernante que era aquella una materia contemplada en el Programa de Gobierno del Frente Amplio, cuyo texto incorporaba, como tarea importante para la nueva administraciòn, lo que pasó a denominarse “seguridad ciudadana, persecución del delito y refundación de carabineros”[2].
Pero eso no sucedió en los meses siguientes. Y si así ya ha ocurrido, tampoco parece que vaya a ser de manera diferente en los que se aproximan. No habrá reforma a Carabineros ni, mucho menos, refundación de esa institución. Será otra de las promesas incumplidas del Programa de Gobierno de la coalición Apruebo Dignidad. Es más: creemos nosotros que el frenesí legislativo, característico de la fase política actual, pondrá punto final al debate con la aprobación de los proyectos de ley que hace un tiempo atrás presentó la oposición.
Podemos indicar, a modo de premisa previa, que el sexto gobierno de la Concertación se encuentra en extremo debilitado y, en cierta medida, a merced de la representación política natural de las clases y fracciones de clase dominante. Puede ello deberse a múltiples causas, entre otras, a una estrategia política. Incluso, al temor.
“Puede ser que lo sucedido a Salvador Allende haya inhibido a quienes después de Pinochet gobernaron en el constante miedo a que los militares abortaran su gestión, dejando de realizar un cúmulo inmenso de compromisos asumidos ante el pueblo”[3].
Cualquiera sea la razón, es eso lo que ha hecho convertir una tragedia —como lo ha sido el alevoso crimen perpetrado por la delincuencia en la persona de la suboficial mayor de Carabineros Rita Olivares—, en una suerte de trampolín para ciertos sujetos inescrupulosos que desempeñan cargos de representación en algunas instituciones del Estado y, de esa manera, acceder a mejores posiciones políticas[4]. Esta conducta no es sorprendente; por el contrario, ha pasado a formar casi parte integrante del comportamiento de la ‘élite política’ nacional, ejemplo de lo cual es ese
“[…] alcalde (que) abandona su lugar de trabajo para ir a figurar en un funeral en Quilpué”[5].
Para colmos, Chile vive, sin exagerar, una verdadera apoteosis parlamentaria y la referida ‘élite’ no parece haber experimentado mejores tiempos que éstos: en el horizonte no se vislumbra nubarrón alguno que pueda amenazarla. Puede, en consecuencia, continuar haciendo barbaridades. Un analista se pregunta si acaso ha existido un Parlamento más deplorable e inepto que el actual[6].
No deja de ser lamentable que ningún sindicato o Federación de Sindicatos (para qué hablar de la Central Unitaria de Trabajadores de Chile), se pronuncie sobre el futuro de la nación; ninguna de esas organizaciones anuncia huelga alguna en apoyo a las reivindicaciones de sus asociados ni, mucho menos, pone en tela de juicio al sistema vigente. Los movimientos sociales están solos y tremendamente disminuidos. La situación es en extremo favorable para el imperio absoluto de los sectores dominantes. Y para toda clase de maquinaciones palaciegas. Así, no debe extrañar que suceda lo que sucede.
LAS PREOCUPACIONES DE LA ‘ÉLITE POLÍTICA’.
En consecuencia, el campo está igualmente propicio para que la ‘elite política’ se fortalezca y llegue a acuerdos consigo misma sobre seguridad ciudadana, sin considerar para nada a los sectores populares, como hasta ahora ha sucedido. De hecho, así está ocurriendo y volverá a ocurrir. Porque su seguridad es directamente proporcional al aumento o disminución de las facultades y recursos que ha de brindarle el Estado a la policía uniformada para la persecución de los delitos y de los delincuentes. Así se dice. Y como la representación política natural de los sectores dominantes ha sido siempre partidaria de aplicar la violencia institucional a la comisión de los delitos, impulsará cualquier iniciativa que se oriente a esa finalidad. La propondrá, o la desarchivará, si ésta se encuentra durmiendo en alguno de los rincones del Parlamento. Como ya lo ha hecho con los proyectos de ley Naín y Retamal. Por eso, los ha refundido en un solo texto y, de esa manera, agiliza sus trámites legislativos.
El Gobierno no está en contra de esa iniciativa, lo que es grave. Solamente intenta poner límites a la facultad de ejercer la ‘legítima defensa privilegiada’— para los uniformados que usen su arma de servicio en determinadas circunstancias—, y propone, en apoyo a sus pretensiones, que, en caso de existir trasgresión a los derechos humanos, puede emplearse para el resguardo de la policía uniformada un texto similar al que existe para las FFAA en el Código de Justicia Militar impidiendo su remoción, suspensión de sueldo y uso de su arma de servicio para quienes han sido acusados de uso excesivo de la fuerza contra la población. En eso parece consistir la manida ‘refundación’ prometida en el Programa de 2021.
Eso es lo que se presenta ante la opinión pública; pero a nosotros nos parece que el núcleo del problema no radica en tales discursos.
UNA CURIOSA CONCEPCIÓN DE ‘DELITO’
En las conclusiones que ha hecho pública la ‘élite política’, el concepto de ‘delito’ aparece como categoría universal. Es decir, como si los elementos que lo componen fuesen todos de la misma clase. Del mismo modo, delito y delincuente aparecen considerados en un mismo plano, como pertenecientes a una sola tipología.
De esa manera, delito y delincuente aparecen como conceptos execrables, aborrecibles en todo sentido, además de considerarse a sus perpetradores en el carácter de acreedores a toda sanción. De lo cual se colige que la fuerza pública debería contar con toda la potestad requerida para reprimir esos actos.
La doctrina nos enseña, no obstante, que los delitos no son iguales. Ni siquiera similares; tampoco los delincuentes. Como todo lo que existe en la naturaleza, la realidad es más rica en matices que una mera presunción de la representación política natural de las clases y fracciones de clase dominantes.
Por eso, podemos empezar estableciendo la primera gran división entre delitos comunes y delitos políticos para concluir que los delitos comunes son aquellos que se cometen en contra de las personas o de las cosas; los delitos políticos son, aunque parezca de Perogrullo, aquellos que se perpetran por razones o motivaciones políticas. Detengámonos en esta parte, porque lo que de aquí se desprende no es por simple casualidad.
EL INTERÉS DE LAS CLASES Y FRACCIONES DE CLASE DOMINANTES
El delito político, a pesar del reconocimiento que la doctrina hace de su existencia, es una piedra en el zapato del Estado. Implica reconocer que quien busca su transformación o la alteración de su naturaleza no es una persona a quien se puede asimilar al que mata o roba. Es un personaje que tiene intereses superiores. Y puesto que ningún Estado tiene vocación suicida, la tendencia que presentan todos ellos es a no reconocer la existencia de los delitos políticos.
Por lo mismo, también al Estado chileno le conviene que exista, siempre, la posibilidad de aplicar una sanción a quien osa violar su ordenamiento. Y, más, aún: que ese ordenamiento jurídico no tipifique esa conducta como ‘política’ sino en el carácter de ‘común’, a fin de asimilarla a las demás transgresiones y, de esa manera, aplicarle un tratamiento similar al que se le da al delincuente común. Se infiere, de lo expuesto, que puede el Estado usar la fuerza pública en contra de un concepto genérico —‘delincuente’—, sin importarle si el acto cometido es o no de naturaleza política. Porque el delito político se asimila al delito común.
La ‘élite política’, en consecuencia, tiene un interés específico: que el ‘delito político’, en modo alguno, sea considerado en el ordenamiento jurídico. El ‘delito político’ debe quedar fuera de aquel, a fin de considerar ‘delincuentes’ a todos los que trasgreden el orden establecido: todos deben ser ‘delincuentes’. Todos han de tener igual tratamiento. De esa manera, la fuerza pública puede ser enviada a reprimir cualquier intento de hacer pública una protesta social. ¿Afirmación osada? No. No lo es. Así lo expresa abiertamente una columnista cuando señala que la «legítima defensa privilegiada», es una
“[…] figura que molesta a quienes utilizan la violencia como un modo válido de hacer política”.
Chile no aguanta más violencia y necesita orden, esperemos que la agenda de seguridad sea la unión que el país necesita, esa unión sensata que aísle a quienes no quieren la paz, que aísle a esos que no son democráticos, ya que nadie que valide la violencia puede jactarse de serlo[7].
Y, como lo señala más directamente otro analista:
“[…] esta es una ley pensada para reprimir movilizaciones y protestas sociales. Es una ley pensada para asegurar impunidad a los miembros de las Fuerzas de Orden y Seguridad que cometen atentados graves contra los derechos humanos de los manifestantes. Es una ley completamente innecesaria porque cuando existen las circunstancias de hecho que permiten afirmar la legítima defensa, no hay obstáculo alguno para la absolución del imputado”[8].
Así, el problema que se discute no es la simple delincuencia sino la ‘delincuencia política’. Y puesto que no puede reconocérsela como tal, no se la nombra. Se la ignora.
Por lo mismo, las odiosas y continuas referencias al ‘Matapacos’, al octubrismo (del que me siento parte), y a los carabineros que fueron heridos durante las protestas, muestran la inequívoca y perseverante intención de los sectores dominantes de fortalecer al máximo las instituciones policiales con la aviesa intencionalidad de volver a emplearlas cuando sientan amenazado su modo de vida.
La senadora Yasna Provoste también advirtió ese hecho poco antes de la votación en el Senado. Por ello señaló:
“La tramitación de este proyecto se ha hecho sin expertos, sin organizaciones de derechos humanos, sin las policías y esto es muy curioso porque se dice que es un proyecto que busca protegerlos, pero nosotros estamos convencidos de que es un mal proyecto en materia de derechos humanos, va a amparar la impunidad y es un mal proyecto respecto del propósito de proteger a las policías”[9].
el Parlamento es, de por sí, incompetente. Y puede actuar impunemente cuando un gobierno aterrado se comporta como hasta ahora lo ha hecho este sexto gobierno de la Concertación. Un gobierno con crisis de pánico. Una coalición que repta sigilosamente, atemorizada, cuidando no hacer ruido para no molestar a la oposición.
EL ROL DE LOS DERECHOS HUMANOS
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El delito político, ignorado como tal por la legislación positiva, integra hoy, en la práctica, la categoría de los delitos comunes. No por otro motivo, quienes han incurrido en la comisión de este tipo de transgresiones, se ven obligados, en no pocas oportunidades, a hacer largas huelgas de hambre orientadas a lograr que se les reconozca su calidad de ‘presos políticos’. En esa situación, el concepto de derechos humanos se ha convertido en el más óptimo de los salvavidas para quienes cometen delitos políticos. Por lo mismo, la Iglesia Católica, consciente de este hecho, no ha vacilado en reconocer a los derechos humanos, a través de su organización ‘Fundalatin’, como “los derechos de los oprimidos”[10].
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Los derechos humanos son rechazados por las clases dominantes, precisamente, porque quien los invoca se encuentra reducido a una condición tal que le ha sido menester reclamar por su calidad de ser humano frente a quienes tienen la plenitud de los derechos y, por lo mismo, dominan en la sociedad.
CONCLUSIÓN
La discusión que realiza la ‘elite política’ no es pertinente. Pero, sí, retrata en forma fidedigna lo que es esa ‘elite’ y sus instituciones. Muestra la abismante indigencia intelectual de gran parte de los miembros del Congreso, la misérrima condición en que se encuentran los partidos políticos cuya militancia, a febrero del presente año no se elevaba por sobre las 433 mil personas, de las cuales, aproximadamente y si somos generosos, un 10% participa activamente en política. Puede, así, señalarse que 43 mil personas (probablemente, menos) determinan el destino de 14 millones de votantes, deciden por ellos lo que han de hacer, lo que les conviene y lo que no les conviene. Hoy, disponen que la fuerza pública tenga la facultad de disparar contra quien protesta sin que nada ni nadie pueda impedírselo; y disponen la naturaleza de la constitución que conviene al sector mayoritario de la población sin preocuparse de las sanciones que puedan aplicarles los organismos internacionales por violar acuerdos que el mismo Estado ha suscrito. Fantástico. Como debe ser una democracia perfecta.
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¿Ignorancia? ¿Conveniencia? Creemos que ambas cosas, a la vez. Si, suponemos aquello; porque el Parlamento es, de por sí, incompetente. Y puede actuar impunemente cuando un gobierno aterrado se comporta como hasta ahora lo ha hecho este sexto gobierno de la Concertación. Un gobierno con crisis de pánico. Una coalición que repta sigilosamente, atemorizada, cuidando no hacer ruido para no molestar a la oposición. No por algo ha señalado, al respecto, otro analista:
“La ciudad pánico sirve para justificar el populismo penal de la elite y mostrar unanimidad en torno a una voluntad política de gobernanza de la seguridad, que en realidad no se tiene. Porque nada de lo que se está decidiendo de manera apresurada apunta a las grandes falencias institucionales y claridad de objetivos compartidos. Culpa no es lo mismo que responsabilidad, y el problema es que nadie se siente responsable del punto de inseguridad estratégica y humana en que se encuentra el país.
Así, Chile está viviendo la teoría del vaso roto. ¿Quién lo quebró? Nadie. Se quebró solo. O sea, el animismo factual de una elite política incompetente y sin sentido de responsabilidad por lo actuado”[11].
Por Manuel Acuña Asenjo
Santiago, abril de 2023