Por Pepe Gutiérrez-Álvarez
Se vuelve a hablar y a estudiar los procesos revolucionarios al calor de la evidencia de que el ultracapitalismo (neoliberal) nos lleva al desastre…
Por Pepe Gutiérrez-Álvarez
Se vuelve a hablar y a estudiar los procesos revolucionarios al calor de la evidencia de que el ultracapitalismo (neoliberal), lejos de ofrecer soluciones, agrava la situación de guerras, hambrunas, desastres humanitarios, aumenta las desigualdades y convierte a las personas en mercancías mientras que pone el peligro la propia sostenibilidad del planeta. El gran problema es que también ha conseguido corromper a parte de sus propios reformadores e incluso revolucionarios, y que por lo tanto, la conciencia de una alternativa se convierte en una tarea ardua. En este terreno el debate y la formación resultan indispensables, y en ello, el lugar del cine es y puede ser enorme si lo vemos desde el punto de mira del espectador como colectivo activo. Una buena aportación en este terreno es la de Marc Ferro con el que se puede discrepar, pero que plantea un buen reaumente de la relación entre cine y revolución
Actualmente resulta realizar actividades como organizar uno o varios ciclos de cine y revolución que apenas unos años atrás era algo al alcance de algunas pocas filmotecas, o de grandes consorcios como el Centre Pompidou 1/ que -por cierto- realizó uno bastante completo bajo la dirección de un verdadero experto como Marc Ferro. Ahora bastaría con contar con el local de cualquier entidad, un proyector, un listado de películas por lo general de fácil adquisición, y claro está, con algún asesoramiento. Las variaciones podrían ser múltiples y todas ellas bastante sugestivas. 2/.
Aunque el ciclo Pompidou comenzaba con la revolución francesa, otro más ligado a la cronología podría hacerlo con más propiedad con Espartaco (1960), de la que Ferro dice que es la primera superproducción de Hollywood que hace un canto a la revolución, de hecho a todas las revoluciones. Desde luego es la que más radicalmente trata una sublevación antiesclavista, y considerando que Espartaco fue asimilado por el socialismo como de sus héroes simbólicos –son innumerables las revistas, los grupos e incluso personas que adoptaron su nombre-, se puede decir que es una película que podía entenderse por igual como una apología de la lucha revolucionaria en general como un gesto de apoyo al movimiento de los derechos civiles. Se trata obviamente de una visión idealizada en la que el ideal libertador en la que la comunidad insurrecta se opone a la corrupta, prepotente y explotadora Roma, debidamente representada por el “fascista” Craso. Basada en una novela del entonces escritor comunista semiprohibido, Howard Fast, su adaptación corrió a cargo del “black liste” Dalton Trumbo, igualmente comunista, aunque su “alma mater” fue el actor Kirk Douglas al que nuestro Fernando Fernán-Gómez atribuía ideales anarquistas, lo que no parece tan descabellado sí se tiene en cuenta su predilección por Los valientes andan solos, una apología del individualismo solidario y por una tierra libre de alambradas erigidas para proteger la propiedad privada. Espartaco permite numerosas discusiones comenzando por la singularidad del producto, por todo lo que reflejaba del inicio de los sesenta, la historia de la esclavitud, sin olvidar las interpretaciones sobre el personaje, lo que nos llevaría hasta una versión literaria mucho más rica, la de Arthur Koestler, de la que se llegó a proyectar una adaptación cinematográfica auspiciada por Martin Ritt.
Quiera que no, un ciclo de estas características deben contar con un apartado sobre la figura de Cristo aunque sólo sea que fue el principal referente del ciclo revolucionario de finales del Medioevo, y de que, en mayor o menor medida, siempre estuvo presente en toda la historia revolucionaria hasta las más recientes, y la sandinista es un buen ejemplo. La interpretación del mensaje evangélico ha tenido en el cine al menos dos lecturas, la más tradicional en la que su subraya su carácter “sagrado” tal como se expresa con rotundidad en La Pasión de Mel Gibson, en la que el “hijo de Dios” anula su vertiente social e incluso su rechazo de la ocupación romana, y la más auténtica y por lo tanto subversiva, especialmente El Evangelio según Mateo, de Pier Paolo Pasolini, obra de un comunista de vocación herética que se hizo posible gracias al talento excepcional del autor y a una coyuntura de diálogo cristiano-marxista. Se trata de una obra revolucionaria tanto en su contenido como en su forma, y se erige como la más noble y visionaria de todas las pasiones, aunque aquí también habría que tener muy en cuenta la adaptación que el “black liste” Jules Dassin, El que debe morir, que adapta una obra de Nikos Kazantzakis en la que una representación sobre la Pasión acaba con un Cristo que lidera una revuelta condenada por la propia Iglesia. Dada la importancia del cristianismo en nuestra cultura, y sobre todo, dada su instrumentalización reaccionaria por parte de la Iglesia, no se puede discutir la importancia de una lucha por restituir su dimensión subversiva, de lucha por los pobres y por una sociedad basada en la igualdad y en el reconocimiento del prójimo. En este terreno, el cine cuenta con obras de gran valor de autores como Roberto Rossellini (en especial Europa 51, en cierta medida un homenaje a Simone Weil de La condición obrera), C. T. Dreyer, Bresson y otros.
Las ideas socialistas (utópicas) comenzaron a desarrollarse con el Renacimiento, y tuvieron una enorme importancia en las repúblicas italianas y en los primeros embates entre la escolástica católica y el libre pensamiento, temas que todavía tienen vigencia dada la alianza establecida entre el neoliberalismo y el fundamentalismo religioso. Sobre este extenso territorio existe una cierta filmografía de gran interés, y de la cual podemos destacar títulos de amplias connotaciones políticas y culturales como el “biopic” de Thomas More, Un hombre para la eternidad, de Fred Zinnemann, el Galileo Galilei que realizó Joseph Losey según la obra de Brecht, también el Galileo de la primera Liliana Cavani, el frustrante Giordano Bruno, de Guiliano Montaldo…o La misión, de Roland Joffé, que plantea numerosas cuestiones sobre la conquista y colonización española en América Latina. De gran interés resultan las aproximaciones de las revueltas campesinas a través de personajes como Michael Kohlhass (1969) y La repentina riqueza de los pobres de Kombach (1970), en ambos casos con Volker Schlöndorff detrás la cámara, o de inspiración religiosa, sin olvidar la muy reivindicable Les camisards, de René Allio (1972), entre otras actualmente más asequibles gracias al formato DVD.
Bastante más cinematográfica sería la revolución inglesa que cuenta con dos títulos importantes centradas en Oliver Cromwell, la espectacular Cromwell (1970), de Ken Hugues con Richard Harris y Alec Guinnes, que a pesar de su academicismo resulta muy representativa de la recuperación historiográfica de una revolución que había quedado ocultada por la “Gloriosa” que se erigiría como un modelo de que era posible conquistar las libertades mediante un acuerdo consensuado por arriba. El cine británico retomaría el capítulo cromwelliano en Matar a un rey (2003), de Mike Baker, con más intrigas palaciegas y más ambición psicológica pero con menos calado sociopolítico. Desde un ámbito muy ligado al “free cinema” sobresale por su interés desde una óptica protolibertaria el fresco histórico que narra la lucha de los niveladores a través de su principal representante, Winstanley (1975), una más que notable película dirigida por Kevin Brownlow y Andrew Mollo, que fue asesorada por el reconocido historiador marxista Christopher Hill, y que después de ser estrenada en los cines de arte y ensayo desapareció del mercado.
En su estudio, Marc Ferro encuentra muy paradójico que el cine norteamericano (un pleonasmo según Godard), apenas sí haya asomado la nariz sobre su propia revolución, la de 1776, tan exaltada a través de los “padres” pero con muy pocos títulos reconocidos, sí acaso América, de D. W. Griffith (1924). En los escasos productos que evocan esta época la guerra de independencia no es más que el marco de la acción, como en Corazones indomables, de John Ford (1939) luego, cabría considerar, como algunos autores han apuntado, que no se trataría de una revolución sino de una guerra de independencia, pero hay que tener en cuenta que los contemporáneos lo vivieron como revolución, y así es como se sigue considerando en la actualidada. Últimamente se han producido ciertos títulos como Jefferson en Paris, de James Ivory, y El patriota, realizada a la mayor gloria de Mel Gibson. A principios de los ochenta tuvimos Revolución (1985), de Hugh Hudson (Carros de fuego), que se pretendía una glorificación de la acción revolucionaria para recordar a los norteamericanos que ellos habían hecho ya lo que los sandinistas estaban tratando de hacer en aquel momento. Sin embargo, a pesar de la fama de los actores (Al Pacino, Donald Sutherland), la película fue un fracaso de público y crítica. Desde luego, la paradoja merece un debate. Habría que revisar títulos como Los Howards de Virginia (Frank Lloyd, 1940), con Cary Grant, o Una mañana de abril (1987), un loable adaptación de una novela de Howard Fast realizada por Delbert Mann de las que tengo buenos recuerdos.
Claro que al hablar de revolución la mayoría piensa en primer lugar en la francesa, la más importante de la historia y sobre la cual el cine ha mantenido tradicionalmente una posición restauracionista (evidente en los “biopic” sobre María Antonieta, aunque la versión de Sophie Coppola permite otra lectura; “la “jôie de vivre” al borde del abismo) o por lo menos “neutral”, o sea de presunta crítica de los extremos, el monárquico-reaccionario y el jacobino-sans culottes, y quizás el mayor ejemplo de esta “tercera vía” sean las diferentes adaptaciones de Historia de dos ciudades, aunque la de 1935 (de Jack Comway con Ronald Colman), es muy notable cinematográficamente; tampoco está exenta de interés El reinado del terror, de Anthony Mann (producida en 1949, en plena guerra fría), en la que Robespierre es un equivalente de Stalin, y los girondinos (con Lafayette al frente) son los buenos, lo mismo se puede decir de las aventuras de la Pimpinela Escarlata que en un “remake” llega a oponer a Tallien (James Mason) contra Robespierre, al que Wajda describe como fría y despiadado en oposición a su Danton…Con todo, resulta patente que las mejores películas sobre la revolución francesa son, pues eso, las revolucionaria, en primer lugar La Marsellesa, de Jean Renoir, y La noche de Varennes, de Ettore Scola que además es la que permite mayores posibilidades de debate, y a la que añadiría Ridicule (1996), de Patrice Leconte. Ni que decir tiene: existe un material más que suficiente para montar un buen ciclo de películas sobre la Francia revolucionaria, comenzando sin muchas complicaciones con Scaramouche (George Sydney, 1952) que además de ser una excelente película de aventuras, viene a ser una brillante metáfora sobre el ascenso del Tercer Estado.
En cambio, la filmografía sobre las revoluciones del siglo XIX se pueden contar con los dedos de una sola mano, sí acaso habría que remitirse al cine italiano empezando por El gatopardo (posiblemente el más penetrante análisis marxista que haya ofrecido el llamado Séptimo Arte), y siguiendo con Vanina Vanini, o Viva l´Italia, de Roberto Rossellini o Allosanfan (1973), que es de lo mejor que han hecho los Taviani…Muy distinto resulta el panorama sobre la revolución mexicana sobre todo gracias a las incursiones de la izquierda de Hollywood con títulos tan emblemáticos como el Juárez, de William Dieterle, y sobre todo dos títulos plenos de connotaciones como ¡Viva Zapata¡, de Elia Kazan, y Los profesionales, de Richard Brooks, y a los que habría que añadir por supuesto la película inacabada de Eisenstein ¡Que viva México! (1932), más algunos eurowesterns italianos como ¡Agáchate maldito¡, de Sergio Leone, una apología anarquista bastante disparatada que además conecta con la revolución irlandesa sobre la que también existe una extensa filmografía (baste recordar los títulos de John Ford ligados a Sean O´Casey o Liam Flaherty), pero la más elaborada –al menos desde el punto de vista político- es El viento agita la cebada, de Ken Loach.
No hay que decir que la revolución rusa ha sido representada de manera lamentable en el cine norteamericano, aunque también existen muestras de la “tercera vía” liberal como La condesa Alexandra (Jacques Feyder, 1937) con Marlene Dietrich y Robert Donat o Doctor Zhivago, y también excepciones como la empresa –muy personal- de Warren Beatty de contar la historia de John Reed en Reds/Rojos (1982), a la que hay que ver primero como un producto de la imposición de la industria, pero luego como expresión de la voluntad de Beatty de contar una historia de amor y revolución; aquí no sería justo olvidar la modesta pero eficiente película de Paul Leduc, John Reed. México insurrecto. Obviamente, nada que ver con las obras maestras de Eisenstein, El acorazado Potemkin, y Octubre, que sí no llega a la altura de la anterior se debe en no poca medida a la actuación censora de Stalin in persone. También aquí sobran títulos para realizar un buen ciclo en que se podría incluir curiosidades como Zina (1985) la dramática historia de la hija de Trotsky y que fue la segunda película de Ken McMullen o Mission to Moscow, de Michael Curtiz (1943), fruto de la voluntad pactista norteamericana después de Stalingrado, y que lleva su complacencia hasta el extremo de hacer suyas las tesis estalinianas contra Bujarin y Trotsky, acusados de servir a una conspiración contrarrevolucionaria que llegaba al mismísimo Hitler.
Por entonces, las revoluciones digamos “clásicas”, aquellas en las que el movimiento popular más amplio se manifestaba a través de las convergencias y divergencias entre las escuelas, habían pasado a mejor vida. La “guerra fría” haría que todos los grandes episodios revolucionarios (China, Yugoslavia, Cuba) quedaran atenazados por esta contradicción geoestratégica.
1/ «Neuf observations sur la révolution au cinéma», en Révoltes, révolutions, cinéma, París, Centre Pompidou, 1989, col. Cinérna Pluriel. (tr. En “Historia contemporánea y cine” (Ariel Historia, BCN, 1995, tr. Rafael de España.
2/ Los lectores y lectoras más interesado podrán encontrar más información en la serie de artículos que he publicado en Kaosenlared con el título genérico de cine y revolución…