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Diagnóstico crítico El sexo como forma cultural. Las antinomias del discurso sexual

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Christopher Chitty *

Sin Permiso, 9-4-2021

https://www.sinpermiso.info/

Traducción de Félix Hernández Fernández – Sin Permiso

Esta es la primera traducción al español de Christopher Chitty. Chris fue un pensador radical, un activista y académico comprometido y un camarada muy querido. Como marxista queer y escritor prolífico, Chris produjo una obra increíblemente apasionante sobre la sexualidad y la historia del capitalismo, gran parte de la cual ha sido recientemente publicada a título póstumo bajo el nombre “Sexual Hegemony. Statecraft, Sodomy and capital in the Rise of the World System” en la editorial Duke University Press. Su escritura era intrépida, tenaz y antagónica. Tal vez el mundo no estaba preparado para ello, o al menos ese era el mundo en el que le perdimos. Lo que sigue fue escrito en 2012, y sufriría otra serie de revisiones, junto con la mayoría de los escritos de Chris, hasta la primavera de 2015. Aquí encontramos la base de su proyecto, y una apertura a la erudición para la que sigue habiendo futuro [Nota del Traductor]

En la medida en que nuestras vidas son bombardeadas, minuto a minuto, con insinuaciones publicitarias, el último eufemismo lírico para un acto sexual y los cotilleos de la aventura de algún conocido o superestrella de los medios de comunicación, y en la medida en que la crítica de la sexualidad se ha convertido en algo completa e institucionalmente rutinario, uno se siente tentado a afirmar un hecho obvio: el sexo se ha vuelto insoportablemente banal. Las prácticas sexuales que antes se consideraban socialmente marginales o extremas se han convertido en el tema de una especie de parloteo cultural aburrido e insípido y en casillas vacías en la creciente lista de verificación política de personas diversas que necesitan «tolerancia». La compulsión obsesiva por hablar o escuchar un flujo constante de discurso sexual podría ser un rasgo definitorio de nuestro momento cultural tras los movimientos sociales de la década de 1960 que impugnaron el orden sexual establecido y el conformismo social de la cultura de posguerra en las sociedades estadounidenses y europeas, lo que sugiere que la simple sabiduría de los cosmopolitas cansados del mundo -aquel «nada nuevo bajo el sol»- pasa por alto algo esencial sobre esta forma cultural y las condiciones históricas de su aparición. A pesar de su banalidad, ¿por qué persiste el sexo como objeto de encanto cultural colectivo?

Quizá el discurso sexual contemporáneo haya asumido las dimensiones de lo que Peter Sloterdijk ha llamado «razón cínica», una forma ilustrada de falsa conciencia que elude los modos tradicionales de crítica ideológica. A primera vista, este concepto parece arrojar algo de luz sobre muchas experiencias que uno puede encontrar en la vida cotidiana. ¿Cuántos de nosotros nos hemos encontrado atrapados en una relación amorosa, ensayando una colección de frases tópicas sobre la fidelidad o el interés romántico, que sabemos demasiado bien que mantienen una dudosa correspondencia con la realidad, como si fuéramos los primeros en tener tales experiencias? ¿Cuántos de nosotros hemos experimentado entonces dolor en el corazón cuando tan elevadas aspiraciones se estrellan contra la dura realidad del deseo, como si se tratara de una profunda o singular decepción? Me parece que hay, sin embargo, muchos rasgos de la experiencia cultural contemporánea del deseo sexual que escapan a esta crítica, ciertamente sugerente, del «como si» de la razón cínica. Queda por explicar cómo la «liberación» de la sexualidad humana, que puede resultar ser una nueva forma de dominación social por derecho propio, llegó a confundirse con la emancipación humana como tal o, al menos, con algún sustituto barato de ésta.  Este problema presenta dos cuestiones centrales para la presente investigación. En primer lugar, ¿por qué las elaboraciones teóricas del cuerpo -como género, raza, patología, sexualidad, etc.- han sido tan centrales en los proyectos filosóficos que han tratado de abandonar la crítica del capitalismo como la totalidad objetiva que estructura la vida humana? En segundo lugar, ¿por qué estos relatos han sido tan cruciales para los análisis políticos de la izquierda que buscan negar el proyecto subjetivo de transformar el mundo y crear una nueva humanidad?

Las provocaciones anteriores exigen dar cuenta no sólo de la cosificación del deseo sexual[1], sino también del modo en que lo que antes era una mera oposición (pero en absoluto exenta de problemas) entre naturaleza y cultura se ha convertido ahora en una antinomia en la que la misma realidad social subyacente se experimenta simultáneamente como opuesta, y una exploración del modo en que los discursos sobre el sexo y la sexualidad constituyen el locus classicus de este campo de pensamiento antinómico sobre la naturaleza y la cultura. Sólo historizando estas antinomias del discurso sexual como internas a una etapa tardía e inquietante del capitalismo -del «dominante cultural» o de la «posmodernidad»[2] en la que todas las formas de vida precapitalistas han sido eliminadas y la actividad humana colectiva moldea la totalidad del mundo hasta las vicisitudes del deseo sexual- puede decirse que la propia categoría de naturaleza ha sido liquidada de nuestro mapa cognitivo, también vaciando su término opuesto, la cultura, de su significado anterior o, más bien, disolviendo lo cultural en el modo de producción del capitalismo tardío en general, donde la forma predominante de trabajo se considera ampliamente «inmaterial» y el sector de los servicios emplea a la gran mayoría de la mano de obra en los países capitalistas centrales. En pocas palabras, en esta antinomia entre naturaleza y cultura, en la que ambas amenazan con desvanecerse en el horizonte de lo impensable, también está en juego esa vieja dialéctica entre el ser humano y la naturaleza, la propia categoría de trabajo, que nos deja con perspectivas inciertas para algún nuevo sujeto político emergente.

I. Commercium Sexuale

Si Karl Marx fue capaz de articular el modo en que el trabajo, como categoría mental de la actividad humana y como dialéctica material entre las sociedades humanas y la naturaleza a la vez diacrónica y sincrónica, proporciona un punto de vista para considerar la totalidad del capitalismo en el que todo el carácter de la sociedad puede verse alienado a través de su trabajo, y si fue igualmente capaz de concebir una situación en la que este trabajo podría emanciparse, ¿qué horizonte, si es que hay alguno, abre la relación sexual para una crítica de la sociedad capitalista y para las posibilidades de emancipación humana? El propio Marx presenta un argumento sorprendente en los Manuscritos Económicos y Filosóficos, que luego retomará en el Manifiesto Comunista. En los Manuscritos, no escatima en criticar la «vileza» del programa socialista utópico por intentar elevar la propiedad privada a un principio de «comunidad positiva», radicalizando así la realidad presente de negación y alienación social en una abstracción universal en su visión del futuro. Este aspecto de su pensamiento se revela desnudamente en la fantasía de una «comunidad de mujeres». Marx escribe,

“En la relación con la mujer, como presa y sierva de la lujuria comunitaria, se expresa la infinita degradación en la que el hombre existe para sí mismo, pues el secreto a voces de esta relación tiene su expresión inequívoca, decisiva, abierta y revelada en la relación del hombre con la mujer y en la forma en que se concibe la relación directa y natural de especie […]. Es posible juzgar a partir de esta relación todo el nivel de desarrollo de la humanidad”[3]

Al igual que el trabajo, la relación sexual es una dialéctica material entre las sociedades humanas y el hecho biológico de su existencia, un rasgo diacrónico de nuestra realidad social porque es esencial para la existencia y supervivencia de la especie. Del mismo modo, la relación sexual tiene una dimensión sincrónica empíricamente demostrable, y es por esta razón que el análisis etnográfico ha estudiado durante más de un siglo las estructuras de parentesco como el bloque de construcción más elemental de las diferentes formas de sociedad humana. Como categoría mental, la relación sexual aparece como una relación de especie objetiva y natural que, como escribe Marx, «demuestra hasta qué punto el comportamiento natural del hombre se ha convertido en humano o hasta qué punto su esencia humana se ha convertido en una esencia natural para él»[4]. Como los dos polos de la dialéctica entre el hombre y la naturaleza, el trabajo y la relación sexual son anteriores al capitalismo, pero se transforman categóricamente en las sociedades dominadas por la forma mercancía. ¿Cómo se transforma exactamente la relación sexual en la sociedad capitalista?

En el Manifiesto Comunista, Marx retoma su argumento de los Manuscritos para criticar la indignación burguesa ante la propuesta socialista utópica de una «comunidad de mujeres» como una posición autodestructiva porque «el matrimonio es en realidad un sistema de esposas en común» y «la abolición del actual sistema de producción debe traer consigo la abolición de la comunidad de mujeres que surge de ese sistema, es decir, de la prostitución tanto pública como privada»[5]. Sin demasiada dificultad, podríamos leer su línea de pensamiento como una negación determinada tanto de la fantasía libidinal socialista utópica del intercambio de esposas como de la institución burguesa del matrimonio, es decir, como un intento de movilizar cada posición como una crítica de su número ideológico opuesto. En una nota a pie de página del pasaje anterior de los Manuscritos, Marx hace explícito este movimiento dialéctico: «La prostitución es sólo una expresión particular de la prostitución universal del trabajador, y puesto que la prostitución es una relación que incluye no sólo al prostituido sino también al prostituyente -cuya infamia es aún mayor-, el capitalista también está incluido en esta categoría»[6]. El burgués tiene razón al evaluar la degradación a la que se vería abocada la mujer en condiciones de propiedad común, pero los socialistas utópicos han puesto al descubierto el secreto del propio matrimonio burgués -como tráfico de mujeres y como la institución más omnipresente de la propiedad privada- al llevar al límite las tendencias de esta institución. Para Marx, la construcción de una sociedad verdaderamente comunista implica la negación tanto de la institución del matrimonio como de la de la prostitución, que resultan ser lo mismo a diferentes escalas sociales.

Hay una extraordinaria excepción al relato anterior, que no debe escapar a nuestra atención, que se encuentra en la correspondencia de Marx con Friedrich Engels en 1869. Los dos compañeros discuten el naciente movimiento homosexual para la abolición de las leyes cada vez más duras del Estado prusiano contra la sodomía, después de que Marx compartiera con Engels una copia del panfleto Urnings de Karl-Heinrich Ulrichs. En una respuesta del 22 de junio de ese año, Engels se refiere casualmente al panfleto en relación con el asunto público del joven Jean Baptiste von Schweitzer, miembro de la Asociación Alemana de Trabajadores, que fue condenado por sodomía en 1862 por mantener relaciones sexuales con otro hombre en un parque de la ciudad y estuvo a punto de ser purgado de la organización si no fuera por la intervención de Ferdinand Lasalle. Gracias a la apasionada defensa que este último hizo de su camarada ante la Asociación de Trabajadores, el primero ascendió a la posición de presidente tras la muerte de Lasalle en 1864. Aunque Engels escribe que el panfleto que defiende la sodomía como resultado de una tendencia natural innata entre determinados hombres contiene «revelaciones extremadamente antinaturales», se maravilla de que los homosexuales hayan descubierto «que son un poder en el Estado». Comienza a imaginar las consignas de este nuevo «partido» en términos de una guerra contra los hombres «pobres del frente», como él y Marx, con su «afición infantil por las mujeres»: «guerre aux cons, paix aus trous-de-cul», declaraciones de los «droits du cul»[7]. No planteo este texto para denunciar o disculpar su prejuicio, como han hecho algunos comentaristas. Tampoco creo que sea tarea de la crítica desempeñar el papel de lo que Zizek ha llamado la «policía filosófica»[8] con alguna hermenéutica de la sospecha sobredeterminada, como han hecho otros[9]. Exponer el fanatismo rara vez ha proporcionado una razón de ser muy convincente para la teoría crítica, y tales cuestiones se tratan mejor en otros registros de todos modos. Me gustaría sugerir que, en cambio, al suspender tales juicios, podríamos leer una cantidad no pequeña de diversión en los vuelos de la imaginación del soltero de 49 años en relación con el floreciente movimiento antisodomía y la causa de los homosexuales, por no mencionar la descarada fantasía de que él y su compañero de 51 años podrían «rendir tributo físico a los vencedores» si no fuera por ser «demasiado viejos». Lejos de articular un sentimiento de pánico ante algún monstruoso crimen contra la naturaleza, la carta y su guiño al doble sentido parecen mucho más cercanos a una fascinación humorística por el límite categórico que la homosexualidad suponía para el orden sexual establecido de las cosas. La homosexualidad, término acuñado en este mismo año, ensombrece así lo que es, sobre todo, una correspondencia íntima entre amigos -como en un espejo negro, que refleja los contornos sociales cada vez más complejos de la vida dentro de la sociedad capitalista, las dificultades de los reveses políticos con los socialdemócratas, la preocupación por la joven generación de revolucionarios y el desvanecimiento de la belleza masculina y el vigor sexual con la edad- desde algún punto distante en el futuro, perturbando débilmente las suposiciones y las inversiones libidinales de su presente histórico desde la distancia.

Podríamos concluir esta exploración de la analogía estructural del sexo con el trabajo recurriendo al análisis de Georg Lukács en Historia y conciencia de clase sobre el proceso de reificación en el que todas las cualidades humanas físicas y psíquicas son perseguidas por la «objetividad fantasmal» de la mercancía, lo cual es aún más notable por el hecho de que no había leído los Manuscritos económicos y filosóficos de Marx hasta después de escribir esta obra. Escribe que la mercancía:

“imprime su huella en toda la conciencia del hombre; sus cualidades y capacidades ya no son una parte orgánica de su personalidad, sino que son cosas que puede «poseer» o «disponer» como los diversos objetos del mundo exterior. Y no hay ninguna forma natural en la que las relaciones humanas puedan ser fundidas, ninguna forma en la que el hombre pueda poner en juego sus «cualidades» físicas y psíquicas sin que estén sometidas cada vez más a este proceso de cosificación. Basta con pensar en el matrimonio, y sin preocuparse por señalar la evolución del siglo XIX, podemos recordar la forma en que Kant, por ejemplo, describió la situación con la franqueza ingenuamente cínica propia de los grandes pensadores: «La comunidad sexual», dice, «es el uso recíproco que una persona hace de los órganos y facultades sexuales de otra… el matrimonio… es la unión de dos personas de distinto sexo con vistas a la posesión mutua de los atributos sexuales del otro durante toda su vida»[10].

Lukács no considera que esta cosificación del sexo y del matrimonio sea una antinomia central del pensamiento burgués[11], ya que esta racionalización del mundo está limitada por el hecho de que aparece dentro de la sociedad capitalista como un conjunto de «leyes naturales» dentro de una totalidad que en realidad está regida por el azar, una totalidad que sólo sale a la luz y se hace sentir durante una crisis. De hecho, la parte omitida de la cita anterior de la Metafísica de la Moral de Kant delinea una clara distinción entre commercium sexuale natural y no natural, siendo este último el sexo con «una persona del mismo sexo o un animal de otra especie que no sea la humana… vicios no naturales (crimina carnis contra naturam) que también son innombrables»[12]. Aunque Lukács afirma que el capitalismo no nos deja ninguna forma natural en la que se puedan plasmar las relaciones o los deseos humanos, su argumento es precisamente que esta cosificación del deseo sexual -que incluiría tanto a la homosexualidad como a la heterosexualidad- aparece para el pensamiento burgués como un orden natural no problemático.

Es importante recordar que los movimientos de liberación sexual de Occidente se produjeron en pleno auge económico de la posguerra. A pesar de las tendencias contrarias, estos movimientos pueden habernos dado el punto terminal de las proyecciones libidinales de la fantasía burguesa y de los socialistas utópicos de siglos atrás: la prostitución de nuestros cuerpos y mentes a la lógica impersonal de los mercados. Sin embargo, renunciar al núcleo de esperanza de que el capitalismo contenga realmente la nueva sociedad «en el vientre de la vieja» al abandonar la cáscara cansada de esta metáfora anticuada me parece el peligro político central de la época actual en la que nuestra sociedad amenaza con el futuro desastre humano y ecológico del planeta. Si podemos estar de acuerdo con este hecho, entonces debemos proceder a pensar que las crisis gemelas del sexo y la familia están sembrando las semillas de la carencia psíquica y la dependencia social a partir de las cuales se podría hacer florecer un nuevo jardín de relaciones humanas. Todavía no podemos captar el sujeto futuro que cuidaría este jardín ni qué forma asumiría la nueva sociedad, pues la sociedad actual está plagada de pensamientos antinómicos, que abarrotan nuestra perspectiva y confunden nuestras orientaciones políticas. La otrora clara articulación de un punto de vista de clase o sexual desde la que se podía entender la totalidad del capitalismo, de hecho tenía que entenderse para que ese punto de vista de clase o sexual se afirmara -teorizado por Lukács como la unión sujeto-objeto- parece haberse desvanecido en la espesura de la posmodernidad, donde nos quedamos con una gran cantidad de articulaciones de posiciones identitarias con reivindicaciones parciales de justicia social, pero sin un antagonismo central que estructure el campo político.

II. Antinomias del tiempo

Nuestro periodo de capitalismo puede diferenciarse de las sociedades capitalistas anteriores por el desarrollo de las corporaciones multinacionales, el mercado global y la división del trabajo, el consumo de masas y la centralidad del capital financiero en el sistema económico global, todo lo cual sugiere algo parecido a la tesis de Ernest Mandel sobre el capitalismo tardío. Los discursos sobre el sexo no se han articulado desde una posición ajena o por encima de esta historia del capitalismo y su conjunto de contradicciones, sino que han tomado forma y han generado un conjunto de objetos filosóficos dentro del propio desarrollo de esta historia. A primera vista, es difícil situar el discurso sexual dentro de este sistema económico global impersonal. Como ha señalado Fredric Jameson, la totalidad de este nuevo período del capitalismo y sus horizontes espaciales y temporales se han vuelto cada vez más difíciles de cartografiar cognitivamente, por la misma razón de que es precisamente la división espacial entre el interior y el exterior y nuestro sentido de la historia como tal lo que se pierde bajo el capitalismo tardío.  En su influyente ensayo «Periodizar los 60», Jameson vincula el desarrollo de la industria cultural en el Primer Mundo y la Revolución Verde en la agricultura del Tercer Mundo, como «un proceso en el que las últimas zonas internas y externas supervivientes del precapitalismo -los últimos vestigios de espacio no mercantilizado o tradicional dentro y fuera del mundo avanzado- son ahora finalmente penetradas y colonizadas a su vez». El capitalismo tardío puede describirse, por tanto, como el momento en el que los últimos vestigios de la naturaleza que sobrevivieron al capitalismo clásico son eliminados por completo: a saber, el tercer mundo y el inconsciente»[13]. Sostiene que la «liberación» de los campesinos del tercer mundo de la tierra y de las sociedades del primer mundo del inconsciente que inauguraron nuestra etapa actual del capitalismo son desarrollos a la escala de los cercamientos -analizados por Marx como inauguradores de la era del capitalismo industrial- y exigen igualmente ser pensados de forma negativa y positiva a la vez. La actual recesión ha confirmado esta tesis y ahora nos enfrentamos a una creciente marea de desempleo en las naciones capitalistas avanzadas, a la aparición de barrios de chabolas en California y a una supuesta población excedente de mil millones de personas que viven en barrios marginales en todo lo que ahora se llama el «sur global». La omnipresente industria cultural del capitalismo tardío también ha saqueado progresivamente el repositorio de nuestras pulsiones y deseos para modelar una sociedad de consumo global a través de un proceso tanto de liberación como de dominación que se nos presenta principalmente en la forma reificada del sexo y de la familia en crisis.

¿Cómo lo que antes era una mera oposición entre naturaleza y cultura se convirtió en una antinomia del pensamiento? Los relatos etnográficos de las sociedades de cazadores-recolectores han demostrado que las regulaciones matrimoniales constituyen la forma más elemental y universal de intercambio, por lo que cualquier historia de la forma mercancía debe comenzar con la posición de la mujer en dichas sociedades como escenario más primario de la cosificación. Merece la pena considerar el modo en que Claude Lévi-Strauss resolvió la oposición entre naturaleza y cultura en la consideración de la universalidad de la prohibición del incesto como estructura elemental del parentesco. La problemática de su obra Las Estructuras elementales del parentesco, de 1949, comienza con el hecho de que ningún análisis empírico:

“puede determinar el punto de transición entre los hechos naturales y los culturales, ni cómo se conectan…Dondequiera que haya reglas sabemos con certeza que se ha alcanzado el estadio cultural. Asimismo, es fácil reconocer la universalidad como criterio de la naturaleza, pues lo que es constante en el hombre cae necesariamente fuera del ámbito de las costumbres, técnicas e instituciones por las que se diferencian y contrastan sus grupos. A falta de un análisis real, el doble criterio de la norma y la universalidad proporciona el principio para un análisis ideal que, al menos en ciertos casos y dentro de ciertos límites, puede permitir aislar lo natural de los elementos culturales que intervienen en síntesis más complejas. Supongamos entonces que todo lo universal en el hombre se relaciona con el orden natural y se caracteriza por la espontaneidad y que todo lo que está sujeto a la norma es cultural y es a la vez relativo y particular. Nos encontramos entonces ante un hecho, o mejor dicho, ante un conjunto de hechos, que a la luz de las definiciones anteriores no se alejan de un escándalo: nos referimos a ese complejo conjunto de creencias, costumbres, condiciones e instituciones descritas sucintamente como la prohibición del incesto, que presenta, sin la menor ambigüedad, y combina inseparablemente, las dos características en las que reconocemos los rasgos conflictivos de dos órdenes mutuamente excluyentes. Constituye una regla, pero una regla que, sola entre todas las reglas sociales, posee al mismo tiempo un carácter universal”[14]

Lévi-Strauss presenta su análisis estructural del parentesco como una solución al problema de que es imposible demostrar la prohibición universal del incesto como un imperativo totalmente biológico de la especie humana o como una norma totalmente cultural en la que la universalidad de la prohibición sería incomprensible. La prohibición del incesto tampoco es una mera «mezcla compuesta de elementos tanto de la naturaleza como de la cultura»[15]. Lévi-Strauss propone que la prohibición del incesto es un «vínculo» entre la existencia biológica y social del hombre, «menos una unión que una transformación o transición. Antes de ella, la cultura sigue siendo inexistente; con ella ha terminado la soberanía de la naturaleza sobre el hombre. La prohibición del incesto es el punto en el que la naturaleza se trasciende a sí misma… Provoca y es en sí misma el advenimiento de un nuevo orden»[16]. Así pues, me gustaría presentar el siguiente Rectángulo de Greimas como modelo sociológico del poder social.

Figura 1.  La estructura elemental del poder social.

Lévi-Strauss resuelve la aparente contradicción en el corazón de la prohibición del incesto como «única base posible para una etnología viable» argumentando que esta prohibición es la única ley universal, y por lo tanto, las estructuras de parentesco se convierten en el punto de transición entre la naturaleza y la cultura en los humanos, generando tanto una existencia biológica regida por el azar como una existencia social caracterizada por la organización. Las contradicciones centrales estarían, pues, en el eje de los universales culturales, y en el de las leyes naturales.

Podemos ver inmediatamente cómo esta estructura elemental de poder social se ha desmoronado dentro del actual sistema postcolonial de poder social donde la industria cultural ha alcanzado una influencia global, si no exactamente universal, eliminando la oposición entre naturaleza y cultura en sí, o más bien, convirtiéndola ésta en una antinomia. Que el propio concepto de naturaleza ha desaparecido también puede verse en el hecho de que las mismas sociedades de cazadores-recolectores de las Américas que constituyeron la base del estudio de Lévi-Strauss en Las Estructuras Elementales de Parentesco han sido eliminadas de la faz del planeta, colocadas dentro de «Reservas Forestales» o actualmente gestionando casinos en sus reservas. Asimismo, el propio principio del derecho natural propugnado por todas las variantes de la teoría del contrato social, que estableció la legitimidad de los estados liberales burgueses, ha quedado expuesto como una ficción por el número sin parangón de apátridas, para los que este sistema actual sólo puede encontrar un lugar en los campamentos. Del mismo modo, los inmigrantes que llegan a las costas de los países capitalistas avanzados desde el sur global descubren que sólo renunciando a sus «derechos naturales», arriesgándose a la precaria posición de ser un sans papier y exponiéndose al capricho del poder sin protecciones legales, pueden encontrar trabajo en estos Estados.

Como categoría mental, nuestro tratamiento dialéctico anterior de la relación sexual comienza a enfrentarse a un conjunto de dificultades relativas a su periodización, pues se nos presenta una antinomia fundamental de la posmodernidad entre la continuidad temporal con el pasado y las lagunas históricas infranqueables. Basta pensar en la convicción contemporánea de los cristianos evangélicos de que el relato bíblico del parentesco entre los nómadas semíticos (que, por ejemplo, practicaban la poligamia) y las figuras alegóricas de Adán y Eva en el mito judaico de la creación (que, si se lee literalmente, implica alguna forma de incesto primigenio entre la primera madre y sus hijos o entre hermanos y hermanas) proporcionan la base para defender la institución moderna del matrimonio monógamo. Al mismo tiempo, estos mismos cristianos afirman tenazmente que la figura de Cristo inaugura una especie de ruptura epistémica entre los órdenes ontoteológicos del «Antiguo Testamento» y del «Nuevo Testamento», invalidando la ley mosaica que apoya la institución de la poligamia. La reciente propuesta de pena de muerte para los homosexuales condenados en Uganda, resultante de décadas de evangelismo estadounidense en esta región, es un síntoma de esta antinomia «globalizada»; la del catastrófico negacionismo del sida de Thabo Mbeki durante casi dos décadas en Sudáfrica es otra, pero también es el reverso ideológico de la política de educación sexual de George W. Bush, basada únicamente en la «abstinencia», que es una forma catastrófica de negacionismo del sida por derecho propio. Sin embargo, esta antinomia temporal no está aislada del pensamiento cristiano, y cabe señalar que aunque Foucault insiste en L’usage des plaisirs (1984) en el hecho de que los antiguos griegos no tenían ninguna categoría para pensar la sexualidad como tal, siendo esta noción una invención completamente moderna (L’usage, 50), su análisis de la afrodisia se basa, sin embargo, en los hallazgos históricos de Greek Homosexuality (1978) de Sir Kenneth Dover, que, como sugiere el título, sostiene que la cultura griega mantuvo una «respuesta comprensiva a la expresión abierta del deseo homosexual en palabras y comportamiento»[17]. En el registro etnográfico, Claude Lévi-Strauss identifica el absurdo humorístico del bello interrogatorio freudiano de Margaret Mead a sus informantes de Arapesh sobre lo que pensarían de un hombre que se acostara con su hermana, rompiendo el tabú del incesto, a lo que respondieron: «¿entonces no quieren que tengamos un cuñado?». Lévi-Strauss se apresura a señalar «cuánto más penetrante es la teoría nativa que tantos comentarios modernos», proporcionando «la verdadera regla de oro del estado de la sociedad»[18]. Parece que el pensamiento moderno es mucho menos salvaje de lo que parece. La noción moderna de la sexualidad humana se experimenta simultáneamente como una categoría natural transhistórica de la realidad social y como una configuración particular del discurso y del poder político salpicada de rupturas epistemológicas.

La epidemia del SIDA nos presenta una transformación posmoderna de nuestro ser colectivo hacia la muerte, que para Heidegger aparecía como una dimensión puramente contemplativa del Dasein. El sida ha inaugurado una antinomia en el corazón de la noción más fundamental de temporalidad, como una crisis de la futuridad reproductiva en la que el nacimiento, la llegada al ser, se experimenta simultáneamente como la muerte, el fallecimiento. Basta con pensar en el hecho de que diariamente nacen niños con esta enfermedad de madres que morirán en breve, dejando tras de sí una futura generación de huérfanos. En las sociedades capitalistas avanzadas la teoría queer ha respondido a esta crisis de temporalidad, no a través de impulsar proyectos políticos concretos, sino politizando la propia ‘razón’ con la llamada crítica antisocial. Leo Bersani, por ejemplo, ha llegado a sugerir que, aunque «nada útil puede surgir de la práctica», la «caza del virus» y la «entrega de regalos» entre los hombres gay que buscan deliberadamente la seroconversión del VIH podrían «interpretarse como un modo de espiritualidad ascética». Se trata de una «crítica implícita», escribe, a la «intimidad impulsada por el ego», y esta práctica podría servir como un modelo del «amor puro»[19]. En otro registro, Lee Edelman propone en su reciente monografía No Future que los queers tienen el imperativo político de encarnar conscientemente la pulsión de muerte, de asumir el manto de los opositores al aborto del futuro reproductivo heterosexual, bajo la bandera de la llamada a las armas de Edelman: «¡Que se jodan los niños!». Según este análisis, los maricas deben convertirse irónicamente en los monstruos que más temen los heterosexuales. Aproximadamente durante el mismo periodo, las tasas de infección por el VIH entre los hombres que tienen relaciones sexuales con hombres (el único grupo para el que las tasas de infección siguen aumentando en EE.UU.) aumentaron un 11% a nivel nacional, con los incrementos más pronunciados entre los hombres jóvenes, que son minorías raciales y están económicamente desfavorecidos[20]. Al rechazar la posibilidad de un futuro alternativo al de la reproducción, «Sin futuro» refleja el impasse de la futuridad reproductiva de la familia burguesa, que es incapaz de imaginar una descendencia que sea «diferente a ellos». Así, la política más antisocial y opositora al ‘matrimonio y la familia’ no es otra cosa que el término opuesto dentro de una antinomia que produce todo este campo de problemas. La poderosa corriente de aumento de las tasas de VIH y las perspectivas de un futuro abortivo de la humanidad parecen un precio demasiado alto para pagar por tal vacuidad política e indulgencia intelectual. Pero la antinomia temporal permanece, y también debemos empezar a preguntarnos cómo podría competir cualquier campaña de «sexo más seguro» con la multimillonaria industria del porno a pelo, que siempre ha constituido la mayor parte del porno heterosexual, pero que ahora constituye, de forma preocupante, más del 70% de todo el porno gay y se está descargando literalmente en las estructuras de fantasía de los hombres gay, rompiendo un tabú de la industria de décadas sobre el rodaje de porno gay sin preservativos.

Con los vínculos históricos rotos con las formas de vida precapitalistas y el terreno incierto para la articulación de algún deseo sexual natural fuera de los determinantes de la sociedad capitalista, nuestra relación con el sexo, y el discurso sobre él, son mucho más inquietantes de lo que sugiere la tesis de la “razón cínica”, pues nos enfrentamos a una realidad social en la que el propio deseo sexual ha sido alienado en una máquina discursiva y espectacular cuya función misma es coquetear con la muerte de las masas mediante la afirmación de diversas formas de libertad sexual. Esta fue la idea esencial del innovador estudio de Michel Foucault de 1976, Volonté de savoir, y el núcleo conceptual de su defensa de una etapa «biopolítica» de la sociedad capitalista. Su argumento sobre la proximidad de nuestro propio discurso sexual con el de los victorianos que nosotros -nous autres, victoriens[21]- tanto denunciamos ha sido abandonado por los autoproclamados herederos de su proyecto, que han construido una verdadera scientia sexualis posmoderna propia en la que ha tomado forma una nueva formalización antinómica del deseo. Es aquí donde la función negativa y prohibitiva del tabú sexual no puede considerarse ni el principio elemental operativo de la producción cultural posmoderna ni su forma predominante de dominación social, tal y como fue concebida en su día por el pensamiento sociológico en la tradición que va de Émile Durkheim a Claude Levi-Strauss.

Así, podemos ver emerger un modelo posmoderno de poder social, en el que la política se nos presenta en la sucinta formulación de la oposición amigo/enemigo de Carl Schmitt, que implica la formulación de Foucault de la oposición entre sexo y violencia. Así, presento el siguiente rectángulo de Greimas (Figura 2) como representación de este nuevo conjunto de oposiciones, afinidades y contradicciones.

Este modelo biopolítico de poder social sustituye la ley del tabú sexual, que fue también la base del esquema edípico de Freud, por un juego de relaciones de fuerza que constituye el principio organizativo de las sociedades posmodernas. Proporciona tanto un modelo de poder social sin ley como un concepto de historia que corresponde a la enseñanza de la Tesis VIII de Walter Benjamin Sobre el concepto de historia «de que la ‘situación de emergencia’ en la que vivimos es la regla». El poder se consideraría, pues, como una tecnología productiva y no como una ley prohibitiva y encuentra un digno eco en el relato de Marx sobre la lucha por la duración de la jornada laboral, que recordemos exigía una transformación de las fuerzas de producción y el sometimiento despiadado del cuerpo, la psique y los ritmos temporales humanos a los de la «máquina infernal». También encuentra un eco en la noción de goce de Lacan. En otras palabras, vivimos en una sociedad en la que nuestros deseos colectivos están destruyendo tanto el planeta como el futuro de la humanidad, todo ello bajo el mandato de «¡Disfrutar!», que constituye el sucinto principio fundacional de todo, desde la sociedad de consumo -conforme a su pan y circo- hasta el ejercicio y la organización de la violencia y el sexo en forma de monopolio estatal de la violencia y capacidad soberana para decidir sobre los estados de excepción, por un lado, y una normalización de la sexualidad humana que asegura la regulación y la disciplina de la población, por otro.

III. Antinomias espaciales

Aparte de una colección de visiones del mundo parroquiales -que, a su vez, se revelarán menos como restos de algún punto de vista cultural premoderno, sino más bien como retrocesos culturales contemporáneos de buena fe-, la experiencia occidental está marcada actualmente por una profunda extensión de la libertad sexual y por afirmaciones pluralistas de la diferencia sexual; por otra parte, la conformidad del deseo sexual, por muy polimorfo que sea, con guiones sociales establecidos desde hace tiempo nunca ha sido tan generalizada. Sólo tenemos que pensar en la actual batalla política por el matrimonio entre personas del mismo sexo en Estados Unidos y en otros lugares, donde los atrincherados a ambos lados de las barricadas se aferran a la idea de los «valores de familia» como su arma ideológica más preciada al servicio de sus respectivas causas. Durante este último período de expansión capitalista, los medios de comunicación y las industrias publicitarias que constituyen el núcleo de las sociedades de consumo han extendido su influencia y sus productos culturales hasta los confines del planeta, generalizando esta profunda conformidad del deseo sexual hasta tal punto que hablar siquiera de una «experiencia sexual occidental» en el espacio cultural global y homogéneo del capitalismo tardío parece ipso facto anacrónico. ¿No se nos presenta más bien una antinomia fundamental dentro de la lógica espacial de la posmodernidad entre la homogeneidad y la heterogeneidad?

Esta es la sugerente propuesta que Fredric Jameson plantea en Semillas del tiempo: «nuestra exhibición conceptual se hace más patente cuando empezamos a preguntarnos cómo es posible que la realidad social más estandarizada y uniforme de la historia, mediante el más mínimo movimiento ideológico de la uña del pulgar, el más imperceptible de los desplazamientos, resurja como el rico brillo de la diversidad absoluta y de las formas más inimaginables e inclasificables de la libertad humana»[22]. Este es el problema con el que me gustaría comenzar una exploración de lo que se conceptualizará como antinomias espaciales del discurso sexual.

Estas antinomias son más pronunciadas en los campos de pensamiento en los que el orden social del género y el sexo han sido más formalmente racionalizados. Por ello, los estudios de género, la teoría queer y sus interlocutores constituyen algo así como el locus classicus de las formas de pensamiento que debemos examinar. Este cuerpo de pensamiento irrumpió en la escena de las guerras culturales de Estados Unidos a finales de la década de 1980, modulando: ontológicamente entre, por un lado, el esencialismo natural o biológico y, por otro lado, el constructivismo o la performatividad basada en la teoría de los actos de habla; políticamente, entre las críticas a la normalización y los intentos de universalizar lo normal; socialmente, entre el cuerpo como lugar de individuación dentro de una identidad fija y como punto de apoyo de afinidades e identificaciones colectivas fluidas.

En 1990, en una conferencia de destacadas feministas organizada por la Universidad de California en Santa Cruz, Theresa de Laurentis acuñó el término «teoría queer» como un ataque a diversas corrientes del feminismo radical tachadas de «esencialistas», por insistir en el binario de género como principio organizativo primario de la dominación social, y por ignorar supuestamente la intersección del género con la sexualidad y la raza.  Si se pudiera demostrar, como intenta Judith Butler en Gender Trouble -publicado por primera vez en 1990-, que la supuesta base material del género no es automáticamente generadora de deseos particulares, ni de determinaciones fenomenológicas del género, sino que está determinada en el lenguaje, los problemas de la representación (o falta de ella) de la mujer ante la ley, su agencia como sujeto de la historia, podrían eludirse mediante una crítica de la encarnación del género, como un conjunto fluido de posiciones del sujeto en un continuum dentro de una red de poder impersonal. Butler fue duramente criticada tras la publicación de esta obra por el hecho de que su visión de la producción lingüística de posiciones fluidas del sujeto parecía argumentar que el género era completamente maleable, por no decir voluntario. Así, acompañando a la ideología de la New Economy de un modo de producción cibernético capaz de desencadenar una ola de crecimiento dinámico y energías productivas explosivas, está la idea de que el lenguaje, y no una combinación de naturaleza y dominación cultural, produce sujetos generizados[23]. El «Manifiesto Cyborg» de Donna Haraway de 1985 establece explícitamente -aunque quizás de forma irónica- esta conexión entre un modo de producción cibernético y la destrucción de los binarismos de género aparentemente naturales, registrando proféticamente este cambio posterior dentro de la teoría y la praxis feminista hacia todo lo que se considera «queer».

Aunque la crítica del esencialismo desestabiliza la cosificación del orden social sexual y de género como algo natural, también realiza una forma diferente de cosificación.   El impulso de las corrientes más radicales de la teoría queer para desbaratar todas las oposiciones binarias ha desarrollado una tendencia infinitamente regresiva hacia el descubrimiento de intersecciones de género y sexualidad cada vez más marginales. Con la teoría de la producción de sujetos generizados a través del lenguaje, la «objetividad fantasmal» de la mercancía ha penetrado en las profundidades del cuerpo y del sexo, que ahora se consideran –sintomáticamente— «plásticos». Este es el argumento implícito del posterior rechazo de De Laurentis al propio cuerpo de pensamiento que ayudó a fundar cuando escribió en 1994 que la «teoría queer» «se ha convertido muy rápidamente en una criatura conceptualmente vacía de la industria editorial»[24] . Michel Foucault arremetió en su día contra la hipótesis de que Occidente ha estado marcado por una larga historia de supresión sexual y la correspondiente narración de un progresivo levantamiento de las prohibiciones sobre las diversas expresiones de la sexualidad. En su obra Volonté de savoir, de 1976, escribe: «Tal vez ningún otro tipo de sociedad haya acumulado -y a lo largo de una historia relativamente corta- tantos discursos sobre el sexo […] En lo que respecta al sexo, la más prolija e impaciente de las sociedades puede ser la nuestra»[25]. ¿Su conclusión? «La ironía de este aparato: nos hace creer que nuestra «liberación» está en juego». Si el modo principal en el que se ejerce el poder sobre el sexo no es a través del silencio y la supresión, sino más bien a través de la multiplicación de discursos polivalentes sobre el sexo, el proyecto de la teoría queer de afirmar y hablar de forma pluralista sobre las diversas sexualidades representa una profunda extensión de este aparato de poder a cada vez más dominios, para capturar cada vez más subjetividades dentro de los mecanismos positivos y productivos de poder que nos obligan a hablar sobre el sexo. Ha tomado forma una nueva formalización del deseo, en la que los objetos y los sujetos del deseo sexual están codificados por secuencias lingüísticas -y el tropo de los «códigos», su desciframiento, su reproducción y su desarticulación abundan en esta literatura- que se piensa que determinan a los sujetos del mismo modo en que el código binario produce Internet.

Por otro lado, el bestiario del esencialismo biológico nos ha proporcionado toda una serie de figuras, desde pingüinos homosexuales en el zoológico de San Francisco hasta conjuntos de gemelos homosexuales bioidénticos, que se utilizan como apoyo a la hipótesis de que la homosexualidad es un hecho biológico natural. Podemos dudar de si un gen codifica realmente el comportamiento social, o si la socialidad de los pingüinos tiene algo que ver con la de los humanos. Podemos señalar a estos científicos –muchos de los cuales son homosexuales bienintencionados– que los hechos científicos han variado históricamente, apoyando conclusiones contradictorias en diferentes épocas, e incluso podríamos recalcarles la oscura historia sociopolítica del esencialismo biológico (asociado a movimientos eugenésicos de uno u otro tipo); sin embargo, el imperativo de demostrar que la homosexualidad es natural o normal es también un intento de demostrar que no es una elección, que los objetos de nuestro deseo están «fuera de nuestro control». En otras palabras: un reflejo ideológico de la forma en que el capitalismo moldea nuestras vidas mediante fuerzas impersonales. La verdad de esta ideología es como una crítica a las vertientes más voluntaristas de la teoría queer. Si los genetistas son capaces de identificar algún día de forma concluyente un «gen gay» con el cribado genético o incluso de manipular su expresión fenotípica, uno sólo puede preguntarse qué haría el mercado con este hecho.

Aunque estemos de acuerdo en que la sexualidad y el género se construyen socialmente, debemos reconocer que los medios para construirlos de otra manera –o para alterar la totalidad del orden social sexual y de género— no están en nuestras manos, y que ninguna «micropolítica» cambiará jamás la realidad cotidiana del sexo biológico sobredeterminado socialmente, o las cargas sociales diferenciales impuestas a los cuerpos biológicamente sexuados. Sólo tenemos que pensar en el modo en que el control de la natalidad ha regulado y patologizado históricamente el polo femenino de la relación sexual y en el modo en que este orden de cosas –la manipulación de los equilibrios hormonales de las mujeres, la implantación quirúrgica de dispositivos intrauterinos que pueden causar graves cicatrices e infertilidad, la selección de mujeres como portadoras en las campañas de enfermedades venéreas, por no mencionar el aborto— nos parece natural; mientras que las propuestas para regular el polo masculino, como recomendar la vasectomía como un curso normal de atención médica para todos los hombres y el acceso universal a una reversión del procedimiento, son tachadas de mano dura o fascistas. La afirmación del esencialismo biológico también comparte con la teoría queer la suposición de que el género y la sexualidad están determinados por una secuencia de código; ya sea que se crea que este código es una secuencia particular de proteínas en el ADN humano transmitida a través de la generación de nuestra especie o una codificación del lenguaje, transmitida históricamente a través de la cultura, que fija a los individuos en posiciones de sujeto, ambas perspectivas articulan una realidad social humana moldeada por fuerzas que escapan a nuestro control inmediato.

Este campo de pensamiento antinómico ha generado una contradicción política central entre los proyectos para universalizar lo normal y una política de oposición a la normalización. En un artículo de 1993 para The New Republic, Andrew Sullivan estableció la agenda nacional gay post-sida como una campaña explícita por la normalidad a través de la ampliación del derecho a casarse, el derecho a servir en el ejército y el derecho a adoptar niños. En muchos estados, los padres homosexuales pueden actualmente adoptar niños. La Administración Obama ha anunciado recientemente la inevitabilidad de la derogación de la política «Don’t Ask, Don’t Tell» de la época de Clinton, que prohibía el servicio militar a gays y lesbianas. Durante las dos últimas décadas, tanto el movimiento cristiano evangélico como el de los derechos de los homosexuales han apelado al «amor» para pregonar exactamente la misma causa celèbre: «el matrimonio y la familia», con una recaudación de más de 130 millones de dólares en las iniciativas electorales de los estados de Estados Unidos desde que Massachusetts se convirtió en el primer estado en legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo en noviembre de 2003[26]. A pesar de los recientes reveses, como la derogación de la Proposición 8 en California, las victorias en estados como Iowa indican que esta barrera legal para vivir una vida gay normalizada también caerá. La tesis ontológica de la teoría queer sobre la fluidez sexual no esencializada es paradójicamente compartida por los defensores de la terapia de conversión cristiana evangélica, pero estos últimos derivan de esta convicción programas políticos mucho más radicales que los primeros, y ambos serán pronto arrollados por el motor de las tendencias sociales progresistas en Estados Unidos y probablemente se disolverán junto con los movimientos sociales marginales que los engendraron. De hecho, la normalización a la que se opone la teoría queer es una forma mucho más débil de poder social, y su teorización de una débil «micropolítica» de resistencia sólo es posible en un campo político que ya no está estructurado por un antagonismo de clase primario. La creciente ola de desempleo en todo el mundo capitalista avanzado y entre sus jóvenes en particular –que en el lapso de meses han pasado sintomáticamente de la esperanzadora etiqueta mediática «Millenials» a la desesperante «Generación Perdida»— ya ha comenzado a eclipsar los titulares internacionales (NYTimes).

Vivimos en una sociedad que concibe en gran medida el género y la sexualidad como construidos socialmente a lo largo de un continuum con sus diversas expresiones culturales, pero ya no podemos concebir el modo que podríamos transformar la sociedad actual en otra distinta, enraizada en relaciones sociales distintas que no estén basadas ni en el sexo impersonal, ni en la vieja institución del matrimonio y la familia. En «La cosificación y la conciencia del proletariado», Lukács escribe en tono de advertencia «El mundo reificado aparece en lo sucesivo de manera definitiva –y en la filosofía, bajo el foco de la «crítica» se potencia aún más— como el único mundo posible, el único mundo conceptualmente accesible y comprensible que se nos concede a los humanos. Ya sea que esto dé lugar al éxtasis, a la resignación o a la desesperación, ya sea que busquemos un camino que conduzca a la «vida» a través de una experiencia mística irracional, esto no hará absolutamente nada para modificar la situación tal como es de hecho»[27] . Dado que el sexo constituye uno de los lugares socialmente más intensos de la vieja antinomia entre sujeto y objeto, tal vez, como punto de indistinción dentro de esta vieja oposición, el cuerpo ha sido central en el proyecto posmoderno de rechazar o eludir la tradición filosófica del pensamiento sobre el sujeto capaz de transformar el mundo; es por ello también central en los análisis que han abandonado el punto de partida del capitalismo como totalidad cerrada y objetiva que estructura la vida humana.

De todas las grotesquerías de la posmodernidad, quizá la más insidiosa sea la opinión generalizada de que la transformación de nuestros cuerpos en mercancías, la colonización total de nuestro deseo y nuestras pulsiones por las fuerzas impersonales del mercado y nuestra esclavitud general a una economía de la carne, se cree que es una prueba de nuestra «liberación». Me gustaría cerrar esta discusión sobre las antinomias espaciales del discurso sexual sugiriendo la posibilidad de otra antinomia entre los conceptos de libertad y esclavitud en un mundo en el que la práctica de esta última ha desaparecido junto con el orden aparentemente natural en el que se basaba. ¿Puede la sensibilidad posmoderna seguir comprendiendo aquella famosa frase inicial de Du contrat social de Jean-Jacques Rousseau? «El hombre nace libre, pero en todas partes está encadenado». ¿Sigue atenazándonos hoy esa convicción, y a qué conclusiones nos llevaría?

IV. Nuestra sintonía pornográfica con el mundo y el deseo utópico

Si Marx fue capaz de conceptualizar la relación laboral como una figura de prostitución universal, ¿cuál es la forma social análoga que expresaría este nuevo campo de antinomias en torno al cuerpo, el sexo y el lenguaje en nuestra era? Yo diría que nuestra experiencia del mundo, nuestra sintonía posmoderna con el mundo –por tomar prestado otro concepto de Heidegger— es profundamente pornográfica. En nuestra sociedad de la imagen, la pornografía, que según su raíz griega antigua (pornographia), es una ilustración (graphō) en el lugar de (-ia) la prostituta (pornē), marca una transformación fundamental de esta la «más antigua de las profesiones» en la era de la reproducción mecánica, y ahora cibernética. Si Benjamin caracterizó la transformación de la obra de arte por el cine como una destrucción del aura del objeto por el impulso hacia la proximidad, podríamos argumentar provocativamente que el conjunto de inversiones libidinales del capitalismo tardío cristalizadas en esta sintonía pornográfica con el mundo, están marcadas por una profunda cualidad de maníaco-depresión melancólica por este aura perdida del sexo. ¿Qué otra cosa podría explicar la estupefaciente repetición que caracteriza a la pornografía como un producto cultural tan frenético y triste a la vez? Los ingresos de la industria del porno en Estados Unidos, que asciende a 13.600 millones de dólares y se genera en su mayor parte al otro lado de las colinas de Hollywood, en el Valle de San Fernando (California), son mayores que los de Hollywood, y también más que los ingresos del fútbol, el baloncesto y el béisbol profesionales juntos. Los ingresos mundiales de la pornografía superan los 97.000 millones de dólares, más que los ingresos combinados de las siete principales empresas de Internet[28]. El 37% de todas las descargas de Internet, una cuarta parte de todas las búsquedas en Internet y el 12% de todos los sitios web, son pornográficas[29]. Situados dentro de la industria cultural, podríamos argumentar que el nuevo modo de producción cibernético nos ha proporcionado, sobre todo, un carnaval de carne sin parangón en sus proporciones mundiales.

¿Cuáles son las innovaciones formales y técnicas de este producto cultural respecto al de la prostitución? En el porno, el cliente es sustituido por una cámara. Con la ayuda del montaje, el cuerpo humano se trocea en miles de planos visuales, el tiempo se fragmenta en experiencias visuales separadas de acción simultánea –aquí, la técnica del primer plano permite vislumbrar, aspectos, fragmentos forenses del acto sexual multiplicando una experiencia visual en una secuencia de momentos y perspectivas para un potencial apego erótico. Al otro lado del objetivo de la cámara: millones. Aquí, su aspecto político se revela en la participación masiva como la radicalización de la fantasía utópica de la radical comunidad sexual humana. A diferencia de las experiencias distintivamente modernas del cabaret, el peepshow o el cine pornográfico, esta participación masiva se ha convertido en un asunto privado. Con la ayuda de la cámara y, ahora, de las redes de distribución cibernética, no percibimos los millones de otros ojos pegados a esta pantalla resplandeciente, y la experiencia singular de esta imagen no se ve mancillada por la participación masiva en ella, lo que permite la fantasía libidinal de ser el único que ha captado este acto, de tenerlo como propio: un momento definitivamente posmoderno en el que la masa participa a través de la mediación de tecnologías que tienen una función individuadora, de inclusión a través de la separación. Pero el propio goce del deseo sexual, como deseo por excelencia, ha sido enajenado en esta máquina y, como esta pérdida está oculta a la vista –o tal vez escondida a la vista—, ni siquiera sabemos cómo llorarla. Sin embargo, si se produce una pausa en la anodina música de sintetizador que plaga esta forma cultural, puede que oigamos el sonido lejano de las sirenas fuera de la ventana de la habitación, y en esta intrusión del mundo exterior en nuestra experiencia erótica, puede que hagamos la conexión, aunque sea inconsciente, entre nuestra muerte social colectiva y nuestro disfrute sexual desvinculado. Melancolía.

Una vez interiorizado el objeto perdido, y aquí el objeto es precisamente interiorizado a través de la fantasía sexual y de una identificación subjetiva con la cámara, el sujeto es estructuralmente incapaz del «trabajo de duelo» [Trauerarbeit]. <Depresión y pérdida del trabajo en general>. El objeto perdido del melancólico está medio vivo, ya que se ha perdido pero persiste. La superación de esta forma de muerte social requiere un proyecto para retratar estos fragmentos de mundos vitales como muertos, para poner en primer plano la pérdida dolorosa y oculta, en lugar de enterrarla de la vista.

Nuestra sintonía pornográfica con el mundo, de la que las antinomias de una nueva scientia sexualis posmoderna son sólo la expresión intelectual, puede haber llevado a sus límites la fantasía libidinal de los socialistas utópicos criticados por Marx, realizando «la infinita degradación en la que el hombre existe para sí mismo». Si el capitalismo tardío ha logrado transformar nuestras pulsiones psíquicas y las estructuras del deseo, también hemos perdido el sentido del encanto que tenía la relación sexual. Si hoy es más bien imposible imaginar lo que uno desearía en otro mundo, un mundo más allá del capitalismo, es porque el propio deseo humano no puede escapar a las determinaciones totalizadoras del capital. Sin embargo, esta «crisis del deseo» puede ser la condición de posibilidad para desmitificar ese otro mundo más allá del capitalismo, y desmitificar el propio sexo, de modo que pueda formularse un pensamiento sobre el amor humano no genital, no apropiativo. El objetivo: pensar esta sintonía pornográfica con el mundo de forma positiva y negativa a la vez, abrazar la posibilidad de que incluso en la experiencia más individuada y alienada del propio deseo sexual –masturbarse a solas, frente a la pantalla del ordenador, en la oscuridad de un dormitorio— siga existiendo una profunda pulsión hacia la proximidad con los extraños en sus momentos más íntimos –la telerrealidad constituiría aquí una forma cultural derivada— una carencia psíquica en pos del Otro. ¿Hay alguna alegoría mejor para las energías furtivas que animan actualmente nuestro clima político tras el declive del socialismo y el casi agotamiento del capitalismo? Lo que necesitamos ahora más que nunca no es más libertad sexual. Necesitamos más bien una emancipación práctica y teórica de la sexualidad. En el punto límite de nuestra alienación mutua, se encuentra el potencial del ser comunitario, ya que dentro de esta sintonía pornográfica con el mundo podríamos encontrarnos de nuevo, despojados de todo sentido del decoro moral y de la sacralidad de la propiedad que se ha unido al cuerpo como tal. Es precisamente esta valoración del cuerpo considerado como propiedad, como partes privadas, como sexo, la que proporciona el soporte ideológico para la propuesta legal y ética de todas las protecciones legales originarias de la propiedad privada. Si algo como el propio deseo sexual se ha puesto en común, ¿cómo empezamos a liberar este potencial?

Sin duda, este proyecto de descubrir los mundos vitales perdidos que somos incapaces de llorar y la tarea de representar la pérdida de cualquier posición externa desde la que evaluar nuestro sexo y nuestro deseo como algo natural –una tarea aquejada de una profunda melancolía cultural— son ambos esenciales para cualquier intento de comprender los anhelos utópicos de los movimientos de liberación sexual del pasado, y quizás, cualquier proyecto contemporáneo digno del nombre de Utopía.  Es aquí donde el proyecto de Jameson de mostrar la analogía estructural de la utopía y el deseo es indispensable. En una posición que ha denominado «antiutópica»[30], Jameson somete este concepto de utopía a una crítica rigurosamente inmanente o a una negación determinada para extraer la verdad de las ideologías de las distintas utopías y de sus detractores. Escribe: «lo que nos permiten estas oposiciones utópicas es, por la vía de la negación, captar el momento de verdad de cada término. Dicho al revés, el valor de cada término es diferencial, no reside en su propio contenido sustantivo sino como crítica ideológica de su contrario». Un pensamiento dialéctico verdaderamente riguroso sobre una utopía particular requiere que reconozcamos su posición como una visión parcial o ideológica de la sociedad en su conjunto, y que ningún discurso utópico está exento de ello. Continúa diciendo que «otra forma de pensar en el asunto es el recordatorio de que cada una de estas utopías es una fantasía, y tiene precisamente el valor de una fantasía: algo no realizado y de hecho irrealizable en esa forma parcial»[31]. Si las utopías son, por definición formal, una representación imaginativa de un mundo que aún no existe, dicha representación sólo puede ser parcial. Paradójicamente, si una utopía concreta se realizara, el conjunto original de deseos que la hacen atractiva presumiblemente ya no existiría en el otro mundo que una vez anhelamos. El pensamiento utópico se estructuraría entonces como el deseo lacaniano que no es compactable, o, en otras palabras, la estructura de la utopía es análoga a la de la fantasía porque la propia imposibilidad de la realización de una fantasía dota a esa fantasía de su fuerza motriz[32].

Este pensamiento –que la utopía se estructura como el deseo— es útil para aclarar otra de las agudas formulaciones de Jameson: «el espacio del salto utópico» o «la circularidad utópica», que muchos han considerado, siguiendo a Benjamin, un «poder mesiánico débil», entre algún futuro imaginado y el presente empírico. La circularidad de la utopía se articula más claramente en la demanda de Jameson de pleno empleo universal en todo el mundo, «porque también está claro, no sólo que el establecimiento del pleno empleo transformaría el sistema, sino también que el sistema tendría que estar ya transformado de antemano, para que el pleno empleo se establezca.»[33] Sin embargo, la brecha entre una demanda de algo que cambiaría el funcionamiento del sistema capitalista y un conjunto actual de disposiciones sistémicas que bloquean la propia realización de este deseo no es, en última instancia, un círculo «vicioso» en el relato de Jameson.

Ambas perspectivas de la utopía o lo que identificamos como la perspectiva diacrónica, casual o «raíz del mal» de la utopía, por un lado, y la sincrónica, institucional o constructiva, por otro, son construcciones imaginarias o «juegos de fantasía»[34]. Ambas implican una dimensión de placer, aunque el polo sincrónico de lo utópico contiene un placer afín al del calderero más que al del soñador[35]. La situación sólo parece viciosamente circular desde el polo diacrónico del deseo utópico, cuya exigencia de eliminar alguna raíz de todos los males está impulsada por el placer de la realización de los deseos, cuya precondición misma es la probabilidad de fracaso.

Jameson propone que el polo sincrónico o institucional –lo que llamaré política utópica no sexy[36] — sólo es posible una vez que un deseo utópico da vueltas desde el futuro imaginado para chocar con el muro de la realidad sincrónica en las estructuras sociales, políticas y económicas actuales que hacen de este deseo una demanda sistémicamente imposible. La conclusión de Jameson es que es interesante abrazar la posibilidad de una Utopía sin sexo, como en la película de los años 70 Zardoz. Esta colisión de lo diacrónico en lo sincrónico, o este fracaso necesario de un deseo utópico, es la condición misma de posibilidad para un diagnóstico del presente, y «nos permite, en efecto, volver a las circunstancias y situaciones concretas, leer sus puntos oscuros y sus dimensiones patológicas como otros tantos síntomas y efectos de esta raíz particular de todos los males identificada [en el ejemplo] como el desempleo. […] En este punto, entonces, la circularidad utópica se convierte tanto en una visión y un programa político como en un instrumento crítico y de diagnóstico»[37]. El fracaso del deseo utópico, que sólo podría ser un deseo parcial o ideológico de un mundo sin alguna raíz sobredeterminada del mal o sin una contradicción estructural particular, permite la construcción de otro mundo porque la experiencia de la circularidad utópica, aunque no está menos incrustada en la fantasía o el deseo, permite un programa crítico-diagnóstico. El programa utópico también está estructurado como el deseo porque se complace en retocar los acuerdos institucionales y las configuraciones sistémicas que deben existir para que las demandas utópicas –que, propiamente hablando, ya no serían utópicas— sean articulables. El horizonte de fuga, o la no compacticidad, del programa utópico consiste en que cuanto más exitosos son los reordenamientos institucionales y las reconfiguraciones sistemáticas, menos utópicas parecen las demandas de este sistema transformado.

En el análisis formal que hace Jameson de los textos utópicos, la política utópica no sexy resulta ser la fuerza central del pensamiento utópico:

“El aburrimiento o la aridez que se ha atribuido al texto utópico, a partir de Moro, no es, pues, un inconveniente literario ni una objeción seria, sino una fuerza muy central del proceso utópico en general. Refuerza lo que a veces se llama hoy democratización o igualitarismo, pero que yo prefiero llamar plebeyización: nuestra desubjetivación en el proceso político utópico, la pérdida de los privilegios psíquicos y de la propiedad privada espiritual, la reducción de todos nosotros a ese vacío o carencia psíquica en la que todos, como sujetos, consistimos, pero que todos gastamos una buena cantidad de energía en tratar de ocultar de nosotros mismos.”[38]

«Ferrocarriles modelo de la mente», escribe Jameson, «estas construcciones utópicas transmiten el espíritu del trabajo no alienado y de la producción mucho mejor que cualquier concepto de écriture o Spiel»[39]. Si el trabajo desubjetivante, anónimo e incluso aburrido del programa utópico logra cambiar el sistema mundial de manera que una demanda utópica sea realizable, es probable que este proceso también transforme todo el conjunto de deseos, necesidades y aspiraciones elevadas que impulsaron el programa utópico en primer lugar. Seguramente, estos aparecerán como artefactos deslucidos de una época anterior a la luz del otro mundo que amanece. Esto es lo que entiendo que quiere decir Jameson cuando escribe sobre «la pérdida de los privilegios psíquicos y la propiedad privada espiritual». El deseo ya no es especial o excitante, de hecho, ya no es un deseo una vez que se realiza. El privilegio de un sujeto individual, o de la plenitud psíquica, es desenmascarado por el proceso utópico como la función misma de nuestra alienación de la realidad social que nuestro trabajo sostiene, y que vuelve como un boomerang para determinarnos.

Para la presente investigación: me gustaría preguntar cómo es que el fracaso del proyecto de liberación sexual, que según nuestro análisis anterior ha generado nuevos modos de confinamiento a través de la extensión del capitalismo tardío a la propia estructura del deseo sexual, podría ser la precondición para una política más allá de la sexualidad, para un programa de diagnóstico crítico desubjetivante o plebeyo. Si las antinomias que hemos historizado más arriba pueden leerse como fracasos sintomáticos de nuestra capacidad para imaginar un futuro y modos alternativos de relaciones humanas fuera de las contradicciones del capitalismo tardío, ¿cómo pasamos a considerar los aspectos sincrónicos o institucionales de los movimientos reunidos bajo el inadecuado título de «liberación sexual»? Esta pregunta nos devuelve, con herramientas analíticas más nítidas, a nuestra problemática original: la urgencia de la emancipación práctica y teórica de la sexualidad. Me gustaría llevar este proyecto en la dirección de un análisis que pudiera romper con las antinomias del discurso sexual de manera que permitiera reactivar el contenido social de las formas de vida históricas que alguna vez se esforzaron por un futuro más allá de la mera reproducción del orden de las cosas. Estas formas de vida –como la homosexualidad, por ejemplo— podrían entonces ser evaluadas, como puntos de vista desde los que la totalidad del capitalismo ha sido directamente desafiada o puesta en cuestión, más que como desafíos a algún vago sistema de «normatividad». ¿Qué modelos alternativos a la familia, re-organizaciones de la vida urbana y rural, re-conceptualizaciones de la pedagogía, y desafíos a la forma prevaleciente de relaciones humanas en el ejército, el partido político y las prisiones fueron elaborados por las formas de vida asociadas a la homosexualidad? ¿Es la categoría de amistad un mejor punto de vista para evaluar esta historia? El contenido social de estas formas de vida que tengo en mente sería aquel que no es reducible al sexo, aquellos aspectos de la homosexualidad que, de hecho, tienen muy poco que ver con la sexualidad como tal. (Artículo publicado en Blind Field: https://blindfieldjournal.com/2016/04/19/sex-as-cultural-form-the-antinomies-of-sexual-discourse/)

* Christopher Chitty fue un pensador radical y activista comprometido, especializado en la historia de la sexualidad y del capitalismo. Tras su suicidio en 2015, su obra ha comenzado a editarse y publicarse en el mundo anglosajón. Es autor de «Sexual Hegemony. Statecraft, Sodomy, and Capital in the Rise of the World System» publicado en Duke University Press en 2020.

Notas

[1] A este respecto, véase el reciente intento de Kevin Floyd de sintetizar el marxismo con la teoría queer, Reification of Desire: Towards a Queer Marxism (2009).

[2] Véase el análisis de Fredric Jameson en «Postmodernism, o la Lógica Cultural del Capitalismo Tardío».

[3] Marx, Primeros escritos, 347, énfasis mío.  NT. Las referencias de las obras vienen dadas en relación con la obra referenciada en el texto original, en inglés, y no a su equivalente publicación en español

[4] ibid, 347

[5] Marx-Engels Reader, 488

[6] Primeros Escritos, 350

[7] «guerra al coño, paz a los gilipollas» y «derechos del culo»

[8] Zizek, Defensa de las causas perdidas, 98

[9] Véase «Unthinking Sex» de Andrew Parker, Fear of a Queer Planet, 19.

[10] Marx, Manuscritos Económicos, 100

[11] Aparece en su ensayo dentro de la sección «El fenómeno de la reificación» y no en la de «Antinomias del pensamiento burgués»

[12] Die Metaphysik der Sitten, Pt. 1 § 24, Edición Hacket, p. 87

[13] Jameson, «Periodizing the 60s», 207

[14] Lévi-Strauss, 8-9

[15] ibid, 24

[16] ibid, 25

[17] Dover, 1

[18] Las Estructuras elementales de parentesco, 485

[19] Intimidades, 50, 55

[20] «Cases of HIV infection and AIDS in the United States and Dependent Areas, 2005» CDC, junio de 2007

[21] «Nosotros, victorianos» es la mejor traducción de este título de la primera sección de Volonté de savoir, que está completamente descuartizado con la traducción de Robert Hurley, «Nosotros ʻotros victorianosʼ» (VS 9; compárese con Historia de la sexualidad Vol. 1: Una introducción, 3). Nous autres, al igual que su término opuesto vous autres, es un nosotros enfático, que denota la posición enunciativa de los que hablan, vous autres podría traducirse con el coloquial «ustedes». Todas las traducciones de esta obra son mías.

[22] Jameson, Semillas del tiempo, 32

[23] NT: Del inglés “gendered subjects”, que hace énfasis en el hecho de que el género es generado a través de procesos y no es un atributo natural.

[24] «Cambios de hábito» 6, 2-3, 296-313

[25] Foucault, Volonté de savoir, 46. Todas las referencias a esta obra son al francés. Las traducciones al inglés son de Chitty. La traducción al inglés existente es pésima (Chitty).

[26] followthemoney.org

[27] Luckács, La cosificación y la conciencia del proletariado, 110

[28] Google $22.68B, Amazon $21.69, eBay $8.39, Yahoo $6.53, AOL $3.42B, Netflix $1.59B, Earthlink 775 millones de dólares, extraídos de los archivos de la SEC.

[29] http://internet-filter-review.toptenreviews.com/internet-pornography-statistics.html y http:// thenextweb.com/shareables/2010/01/10/the-number-behinds-pornography/

[30] Arqueologías del futuro, xvi. Este nombre sigue la postura de Sartre sobre el comunismo de la época soviética

[31] «La política de la utopía», 50.

[32] Cf. Lacan, Encore: Seminario XX; el ejemplo literario humorístico de Lacan sobre la no compacticidad del deseo es la figura de Don Quijote, y su ejemplo formal es la paradoja de Zenón sobre Aquiles y la Tortuga.

[33]  «La política de la utopía», 38.

[34] Ibid, 46.

[35] Ibdi, 40

[36] Ibid, 53: Jameson señala que enfrentarse a nuestras ansiedades sobre la utopía es fundamental para el pensamiento dialéctico de este término. De lo contrario, corremos el riesgo de volver a caer en la estructura de cumplimiento parcial de los deseos utópicos. La Utopía que deseamos puede borrar los deseos que nos llevaron a ella en primer lugar. El ejemplo de Fred: el tropo utópico de una utopía sin sexo, en Zardoz por ejemplo, es importante reconocerlo, especialmente ahora que hablar de la utopía se ha puesto de moda y corre el riesgo de ser demasiado sexy.

[37] Ibid, 38.

[38] Ibdi, 40

[39] Ibdi, 40-41

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