La clarividencia
Fue Juan Sasturain quien dijo que Quino era poseedor de una rara infalibilidad, por la perfección, la agudeza y el alto nivel de su humor gráfico. Y es verdad: en su vasta obra es prácticamente imposible encontrar un chiste fallido. Pero nadie diría que la importancia de Quino radica en su humor infalible. O, al menos, no solamente. Para varias generaciones de lectores, es su mirada sobre el mundo –lúcida, humana, irónica pero nunca desesperanzada– la que articuló lo que queríamos decir, pero no sabíamos cómo.
María José Santacreu
Brecha, 2-10-2020
Ha muerto Quino y, claro, todo se agolpa: las despedidas, los homenajes, los ditirambos, los recuerdos, los juicios rimbombantes, la cursilería, las discusiones bobas (la mejor: el enojo recurrente con quienes lo llaman «el padre de Mafalda», cuando todos sabemos que el padre de Mafalda era aquel que se preocupaba porque su Citroën 2CV hacía un ruido: tiqui, tiqui, tiqui). Sin embargo, con todo lo desmedidos que pueden ser los juicios al momento de la muerte, a nadie le temblaría el pulso al escribir que la obra de Quino es ya un clásico. Clásico en la medida en que logra hablarle a una generación de lectores tras otra y resultar siempre nuevo y relevante. O, como diría Italo Calvino, clásico en tanto libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Clásico, también, por ser material que soporta, letra que permanece en pie, incluso aunque empiecen a borronearse los referentes históricos que conjura. Todo un logro si se considera que hablamos de letra en el mejor de los casos, porque la mitad del tiempo son macaquitos mudos con chiste.
Así empezó todo –con unos dibujos engañosamente simples que apuntaban a un chiste de un panel–, porque, por más que Mafalda sea una fuerza que amenace con tragárselo todo, Quino no se entiende sin esas primeras viñetas mudas que se entroncan en una riquísima tradición y que se recopilaron por primera vez en 1963, en un libro que se llamó Mundo Quino, que desde entonces se reeditó sin cesar (la edición que consulto mientras escribo es la sexta edición en México, de junio de 1981). El prólogo de Miguel Brascó es como deben ser los prólogos de los libros de humor, es decir, tonto y esclarecedor. Lo tonto está en la semblanza deliberadamente cómica sobre el autor; lo esclarecedor, en la descripción de lo que lo distingue: «Quino dibuja como un poseso apaciguado por el zen, con la cibernética creadora de un poeta. Dibuja pequeños y patéticos poemas sobre la especie humana, que son a la vez fugaces episodios de su propia biografía interior. Esto es casi un lugar común, así como también el que sus dibujos trasuntan un gran amor por las cosas de este mundo. Ahora viene que es un amor lleno de sutiles fobias, un afecto a virus, destinado en gran parte a crear anticuerpos. La suma de estos atisbos candorosos y sibilinos de Quino traza la cartografía de un mundo superpuesto al real como una óptica para mejor ver sus vericuetos».(1) Brascó dio en el clavo. Es eso exactamente lo que pasa: está el mundo real y está el mundo como lo ve Quino, el clarividente. Un mundo que no es hiperreal, sino todo lo contrario: despojado de sus veladuras, llevado a su esencia, se revela descarnado y tan absurdo que sólo el dibujante, con su humanidad y su ternura, es capaz de volverlo cómico, sin desmentir lo grave del asunto.
Pero sólo quienes disfrutan mucho de las viñetas saben que el humor gráfico es un asunto serio, casi de vida o muerte. Es un oficio riesgoso, que tiene todo para salir mal. Para empezar, el humorista sólo tiene un tiro. Y acertarlo o errarlo no solamente depende de que la idea sea buena, sino de que sea capaz de realizarla de manera certera e inequívoca. El creador no solamente tiene que ser capaz de comunicar visualmente y con gran precisión una situación determinada, sino que debe colocar cada elemento para remitir a un ordenamiento anterior y transgredirlo, moviendo así a la risa. Todo el dibujo está orientado a la máxima eficacia: no sólo tiene que comunicar correctamente la situación, la emoción y el contexto, sino que, en el mismo acto, debe resolverse eficazmente en un estallido de ingenio, comicidad, crítica o locura. Quino dominó este arte con maestría y a lo largo de los años fue publicando tomos temáticos que giraban alrededor de un tópico o una idea, hasta llegar a acumular 20 libros entre 1963 y 2016, que comprenden más de 2 mil viñetas.
«Ahí están y siguen estando […] sus ancianos inmortales, sus mayordomos rebeldes, sus chefs flambeados, sus bodas tristes, sus alegres funerales, sus pasajeros sedentarios, sus músicos sin partitura, sus pocos magníficos magnates, sus náufragos aislados, sus militares vencidos hasta la victoria, sus grandes cuadros en paredes inmensas, sus pequeños filósofos de living, sus músicos desafinados, sus cirujanos sin anestesia, sus vitales suicidas, sus despectivos mozos y camareros, sus empleados de oficina cada vez más inmensamente empequeñecidos, sus niños adultos o adulterados, sus ángeles pecadores, sus Adanes y sus Evas como primeros exiliados de un paraíso que se recupera sólo a la hora de la risa y, finalmente, su Dios carcajeándose de nosotros, que siempre seremos –a su imagen y semejanza– su mejor e insuperable chiste.» (2) Pero, sobre todo, allí están los hombres y las mujeres anónimos, usted y yo, lector.
Hay que trabajar
Joaquín Lavado nació en Mendoza en 1932 y desde siempre fue Quino para su familia, ya que había que distinguirlo del otro Joaquín, el tío dibujante de publicidad, que se transformó en el primer impulsor de la vocación del más pequeño. Como si hubiera sido predestinado por su nombre de pila, Quino siguió, más o menos, sus pasos: tras la muerte de sus padres, abandonó la carrera de Bellas Artes y, luego de los primeros rechazos de sus dibujos en diarios y revistas, se dedicó a la comunicación publicitaria. Sin embargo, no fue hasta que emigró a Buenos Aires que comenzó a abrirse camino y, con mucha dificultad, en noviembre de 1954 logró publicar su primer dibujo en la revista Esto Es, que pronto fue clausurada por el gobierno de Juan Domingo Perón. A pesar de ello, al año siguiente consiguió publicar con relativa regularidad en revistas como Avivato, Rico Tipo y Tía Vicenta. Pero no se alejó de la publicidad y, como es bien sabido, fue gracias al encargo de un aviso que nació Mafalda. Un nacimiento paradójico el de esta niña-adulta con veleidades intelectuales, que, entre otras cosas, acierta donde le erran otras de su especie; por ejemplo, Lisa Simpson. Mafalda es parte de una estirpe y estuvo rodeada de equívocos: fue creada con el fin de vender electrodomésticos de manera encubierta, se inspiró en Periquita, la pequeña Lulú y María Luz, un personaje de Roberto Battaglia que se publicaba en Patoruzú, descrita como «la primera niña prodigio de la historieta argentina»: «Un pequeño genio, de edad indefinida, cuyos descubrimientos son siempre exitosos, en cualquier área, salvo en las cuestiones políticas de las que nunca se ocupa».(3)
Fue justamente ese cambio el que le dio a Mafalda su identidad distintiva. En efecto, Quino fue contratado por una agencia de publicidad para crear una historieta con un personaje central cuyo nombre comenzara con eme, ya que la marca de los electrodomésticos en cuestión era Mansfield. En Mafalda inédita, Sylvina Walter cuenta que Quino se acordó, entonces, de que en la novela Dar la cara, de David Viñas, había una niña llamada Mafalda, y el nombre «le pareció alegre». Finalmente, la idea publicitaria no prosperó, pero Brascó decidió publicar tres de las tiras de Mafalda en Gregorio, el suplemento de humor de la revista Leoplán, que dirigía. Luego la tira pasó a publicarse en Primera Plana, y, como esta publicación se orientaba a la actualidad nacional argentina e internacional, el personaje empezó a tomar el cariz con el que lo reconocemos hoy: con un fuerte anclaje político y social, ya completamente delineado cuando, en 1965, se afincó en el diario El Mundo, en lo que Brascó llamó «el verdadero lanzamiento de Quino».
El despegue
En Mundo Quino hay un segundo prólogo, de 1967, también de Brascó –que fue escritor, crítico, humorista, dibujante y, básicamente, un sibarita, a quien de este lado del Plata se lo reconocía más como un especialista en vinos y por su libro Pasarla bien–, que dice: «Escribí en 1963 que Quino dibujaba como un poeta, por intuiciones, por deslumbramientos, expresándose por imágenes metafóricas que sorprendían a la realidad en sus incongruencias más sutiles. Suele ocurrir, sin embargo, que los poetas acceden, con los años, a la narración en prosa. Sus apetencias expresivas les exigen un mecanismo capaz de transmitir la experiencia del mundo de una manera menos ambigua, más inequívoca. Yo diría que esto es lo que ocurrió también con Quino: ha permutado la incandescencia de sus dibujos-poemas de otra época para dedicarse a dibujar una novela balzaciana en entregas. Allí traza un prolijo testimonio de los terrores y las expectativas de los argentinos contemporáneos, astutamente proyectados en Mafalda y sus criaturas adyacentes». (4)
El modelo inicial para crear Mafalda, al menos el que le encargaron a Quino, debía ser una mezcla de Snoopy con Lorenzo y Pepita, pero él fue mucho más allá y terminó creando eso que configuró a Mafalda y a sus compañeros como figuras arquetípicas de la clase media argentina (y, por extensión, iberoamericana) y la llevó a erigirse en la voz crítica de sucesivas generaciones de lectores. Quino dotó a sus personajes de un puñado de rasgos reconocibles. A Mafalda, de un inconformismo punzante y rebelde, con una gran capacidad para la crítica y el retruécano, pero también de otras características menos obvias, como la de ser pacifista, feminista, profundamente demócrata y, por tanto, levemente anticomunista. A Manolito, de un materialismo, tosco, conservador y, a primera vista, poco inteligente. A Felipe le tocó ser el soñador esforzado y fantasioso que muchas veces es víctima de sí mismo, pero, por lo mismo, es el personaje más dúctil. A Susanita le cayeron encima todos los rasgos negativos: es hipócrita, esnob y egoísta, pero quizás no tenga la culpa si nos guiamos por cómo es su madre. Miguelito es el ingenuo, el metódico en sus dudas, y sobresale por su buen corazón. Libertad es segura y radical, una Mafalda en miniatura, pero sin su agudeza. Guille es el privilegiado, un aprendiz de su hermana mayor, pero con rasgos propios y, como buen hermano más chico, un poco aristócrata en sus aspiraciones. Los padres de Mafalda, por su parte, son las víctimas del sarcasmo de sus hijos en tanto representantes del poder sin poder y también los responsables de que «las cosas sean como son», ya sea por su fracaso, su conformismo, su blandura o su indiferencia. Sin embargo, la mirada crítica de los hijos siempre es desde el amor y, a veces, desde cierta piedad.
«La de Mafalda es una familia tipo (mamá, papá, hija, hijo) de clase media […]. A diferencia de las familias de las historietas tradicionales, sus miembros no aspiran a otro escalafón social. Se habituaron a ser lo que son y a hacer lo que les permite un sueldo de empleado de oficina: vivir en un departamento en San Telmo, comprar con esfuerzo un Citröen, veranear cerquita, acceder a cierta tecnología hogareña, tener algo de tiempo para dedicarles a las plantas y a luchar contra las invasiones de hormigas… Y están bien. […] Representantes del mundo adulto, la niña considera a sus padres un par de integrados al sistema y no deja de ponerlos en aprietos. De uno u otro modo les hace notar desde los dobles discursos y la falta de título universitario de la madre hasta lo que hicieron con el mundo.» (5)
Mafalda transitó una era conflictiva en lo social y lo político, y lo hizo, claro, desde el compromiso y la lucidez, pero siempre sin perder de vista que, a fin de cuentas, seguía siendo una tira de humor. Quino se las ingeniaba, sin embargo, para hacer sutiles corrimientos hacia los acontecimientos políticos más inmediatos, en los que, por ejemplo, hablar de la sopa era hablar del autoritarismo (la muy recordada viñeta en la que pregunta «a todo aquel que deliberadamente se rebelare y no tomare, comiere, tragare, engullere y/o sorbiere esta porquería, ¿vos le pegares?», que coincidió con la asunción de la presidencia argentina del general Alejandro Agustín Lanusse y la represión de los movimientos sociales). La brillantez de Quino estaba no solamente en la elegante manera de referirse a la represión del aparato estatal a través de marcas del lenguaje, sino en la de representar el poder llevándolo al marco doméstico, calificando, a la vez muy contundentemente, de porquería el potaje que pretendían hacerle tragar, pero escudándose en el chiste recurrente del disgusto de Mafalda por la sopa. A través de Mafalda, Quino se erigió de forma muy rotunda en una especie de voz del pueblo, que fue lo que llevó a que Mafalda fuera apropiada y reapropiada por distintos colectivos. Sin embargo, no todo fueron rosas para la creación de Quino, ya que muchas veces tuvo que enfrentar críticas que apuntaron, sobre todo, a que sus personajes, a la vez que atacaban ciertos estereotipos, ayudaban a reforzar otros, como, por ejemplo, los que encarnaban Manolito y Susanita.
Legado
Mafalda es, por lejos, la historieta latinoamericana más vendida, a la vez que la más longeva y la que tiene mayor proyección internacional. Muy difícilmente exista alguien en estas tierras que no sepa nombrar al personaje sólo con verlo dibujado, y todavía hoy siguen las batallas en torno a la apropiación de su iconografía por este u aquel sector, bando, grupo o persona cuando otros consideran que va en contra de lo que piensa Mafalda. Esa popularidad difícilmente desaparezca o disminuya con la muerte de Quino, porque la validez universal de la que dotó a su personaje hace ya mucho que trascendió el tiempo y las circunstancias de su nacimiento. Eso, claro, fue mérito del autor, al haberle concedido una riqueza extraordinaria, que desmintió para siempre la liviandad con la que se solía asociar el género y abrió todo un abanico de posibilidades, que hacen que hoy a nadie le extrañe que la historieta y la animación sean uno de los vehículos privilegiados para la sátira social y política.
La historia de Mafalda es apasionante y desborda claramente los límites de cualquier nota periodística. Sin embargo, esa historia está escrita por una uruguaya: Mafalda: historia social y política, de Isabella Cosse (Fondo de Cultura Económica, 2014), que intenta no solamente explicar las razones por las que la historieta de Quino se transformó en el artefacto cultural que conocemos, sino analizar las circunstancias de su producción. El libro vuelve sobre la historia del origen de Mafalda: «Su reconstrucción mostró que la historieta surgió de una significativa conjunción de las estrategias de modernización empresarial, la renovación cultural y periodística, la vitalización del campo humorístico y una clase media en su cenit cultural y social. […] Así, la historieta asumió su forma definitiva en Primera Plana, la revista que apostaba a forjar una nueva elite moderna de ejecutivos, profesionales e intelectuales, en cuyas páginas Mafalda se convirtió en su personaje central, que encarnó la desestabilización del orden de género y de las jerarquías generacionales: asumió rasgos y actitudes varoniles e impugnó a sus padres desde la primera tira. Con ella, Quino tensionó al máximo la ironía y la ingenuidad. Con referencias implícitas, parlamentos omitidos y cierres abiertos, sus estrategias humorísticas jugaron con la erosión de la división entre lo público y lo privado al iluminar lo político mediante lo familiar, y viceversa. Contrariamente a las visiones ascendentes de la modernización social, propias de la revista que la albergaba, la historieta puso en juego las limitaciones y las frustraciones –cuando no las imposibilidades– de los padres proveedores y las madres amas de casa frente a los dilemas producidos por las nuevas modas sociales, la redefinición de los valores familiares, las consignas feministas y las impugnaciones de los jóvenes. Es decir, Quino trabajó sobre materiales sociales radicalmente nuevos […]. El resultado también fue nuevo».
Hoy parece imposible aceptar que Quino dejó de dibujar a Mafalda hace ya casi medio siglo. A lo largo de todos estos años nos hemos acostumbrado a que la gente se preguntara sistemáticamente –y, cuando podía, le preguntara a Quino– qué habría dicho o pensado Mafalda de tal o cual tema. Una especie de oráculo que, sin lugar a dudas, es perfectamente capaz de seguir funcionando solo.
Notas
1. Mundo Quino, prólogo de la primera edición, Nueva Imagen, junio de 1981.
2. Rodrigo Fresán, texto en Quino 50 años, muestra itinerante 2004-2005, realizado por Judith Gociol (Fundación Andreani, Ediciones de la Flor, julio de 2004), pág. 74.
3. La historieta argentina. Una historia, de Judith Gociol y Diego Rosemberg, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2003, segunda edición, pág. 173.
4. Mundo Quino, op. cit.
5. La historieta argentina. Una historia, op. cit.