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LA HORRENDA MATANZA DE LA CORUÑA Y LA CONSTITUCIÓN DE 1925

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por Felipe Portales                             

LA  HORRENDA  MATANZA  DE  LA  CORUÑA

La ola represiva que prefiguró la imposición de la Constitución de 1925 tuvo su punto más alto con la feroz masacre efectuada en diversas oficinas de la pampa salitrera (particularmente en La Coruña) en la pampa del Tamarugal el 5 de junio de ese año, en el marco del Estado de Sitio ya declarado en Tarapacá.

Específicamente, ella fue precedida por un telegrama del ministro de Guerra Ibáñez a la máxima autoridad militar en Iquique, el general Florentino de la Guarda, en que le “advertía” que se estaba preparando un “movimiento subversivo de carácter comunista”

               y que de ser efectivo, “es indispensable desde el primer momento apresar cabecillas” y                                                                                                                                                         

“censurar la publicidad verbal y escrita” (Carlos Charlín.- Del avión rojo a la República Socialista; Edit. Quimantú, 1972; pp. 116-7). Luego, con ocasión de la publicación en un periódico comunista de Iquique de la detención e internación en un barco de 40 obreros por tratar de hacer una manifestación; de la Guarda “ordenó inmediatamente empastelar (destruir) la imprenta, destruir los ejemplares que estaban listos para subir a la Pampa, y detener a los redactores” (Carlos Vicuña.- La tiranía en Chile; Edic. LOM, 2002; p. 320). Una comisión de obreros subió a la Pampa a informar de todo esto, producto de lo cual se generó una huelga general en Iquique y en numerosas oficinas salitreras. Como resultado de confusos incidentes, manifestantes exaltados mataron, según diversas versiones una (Carlos Vicuña), dos (La Revista Católica) o tres (Gonzalo Vial y Enrique Monreal) personas; y luego se produjo una toma general de oficinas.

La recuperación de ellas se hizo a sangre y fuego, con cañones y ametralladoras, siendo la más bombardeada la oficina La Coruña. Según Charlín, “las matanzas de obreros en La Coruña, Alto San Antonio, Felisa y otros lugares de esa pampa de la desgracia son páginas que horripilarían a un escritor de novelas de terror. Se hizo derroche sanguinario de lo que denominaban ‘medidas de escarmiento para rotos alzados’. En La Coruña no quedó hombre ni mujer ni niño con vida. Se les diezmó con granadas de artillería disparadas a menos de trescientos metros y, pese a las banderas de rendición, no se tomaron prisioneros” (p. 118). A su vez, de acuerdo a Gonzalo Vial, “sobrevino luego (de los bombardeos) una severísima represión, que dio origen –incluso- a un término siniestro, el ‘palomeo’, dispararle a un trabajador lejano, cuya cotona blanca y salto convulsivo –cuando era alcanzado por el tiro- le daban el aspecto de una paloma en vuelo” (Historia de Chile (1891-1973); Volumen III, Edit. Zig-Zag, 1996; p. 248).

El número de muertos fue altísimo pero indeterminado. La prensa popular habló de 2.000. Según Peter DeShazo, “los diplomáticos británicos estimaron que entre 600 a 800 trabajadores fueron muertos en la masacre, mientras que el ejército no sufrió bajas” (Urban Workers and Labor Unions in Chile 1902-1927; The University of Wisconsin Press, 1983; p. 227). Carlos Vicuña señaló que “todas las voces hacían subir de mil los hombres muertos. Algunos me aseguraron que llegaban a mil novecientos” (Ibid; p. 322). Ricardo Donoso se refirió a una “pavorosa matanza” que causó “centenares de muertos y heridos” (Alessandri, agitador y demoledor. Cincuenta años de historia política de Chile, Tomo I; Fondo de Cultura Económica, México, 1952; p. 408). Julio César Jobet sostiene que “los que estuvieron en aquella zona y conocieron las peripecias de este drama, afirman que fueron masacrados 1.900 obreros; pero otros testigos oculares estiman en más de 3.000 el número de víctimas” (Ensayo crítico del desarrollo económico-social de Chile; Edit. Universitaria, 1955; p. 172). Brian Loveman los cifra en “más de 1.200 trabajadores” (Chile. The legacy of Hispanic Capitalism; Oxford University Press, New York, 1988; p. 220). Y Simon Collier y William Sater hablan de una “salvaje masacre” de “centenares” de obreros salitreros (A History of Chile, 1808-1994; Cambridge University Press, New York, 1996; p. 212).

En cualquier caso, es seguro que constituye, por poco, la segunda peor masacre puntual del siglo XX chileno luego de la de Santa María de Iquique; y que alcanza también el triste registro de ser una de las mayores matanzas de la historia de la humanidad en tiempo de paz… Además, la represión no terminó allí. Vial nos cuenta que “paralelamente, una ola de arrestos de caudillos laborales se abatía sobre las provincias calicheras. De Antofagasta, v. gr., llegaban por el ferrocarril a Santiago, el 20 de junio, 300 familias en ‘completa indigencia’; venían expulsadas de distintas oficinas, sin que les afectaran cargos concretos. Ocuparon los antiguos albergues de cesantes” (Ibid; p. 248). Asimismo, más de 40 dirigentes comunistas y anarquistas de la provincia de Antofagasta fueron llevados detenidos al crucero Zenteno, surto en aquel puerto, y se les procesó militarmente (Ibid; p. 248), siendo condenados a varios años de relegación en diversas islas, aunque fueron luego indultados por Alessandri con motivo de las fiestas patrias (ver Vial, p. 248; y Vicuña, pp. 327-8 y 332).

Por otro lado, se trasladó en barcos al centro del país a multitud de otros detenidos, sufriendo torturas y pésimas condiciones de reclusión (ver Vial, pp. 248-9; y Vicuña, p. 322). Además, dada la escasez de noticias viajó a Iquique Elías Lafertte, en representación de la FOCH. Allí, fue detenido e incomunicado por dos meses y medio (ver Elías Lafertte.- Vida de un comunista; Edit. Austral, 1971; p. 181). Y la escalada represiva no se restringió al norte. El 10 de junio Alessandri “declaró en estado de sitio la zona del carbón para liquidar huelgas que habían empezado en mayo”. Asimismo, “la policía incrementó su campaña de infiltración y espionaje en los sindicatos de Santiago y Valparaíso”; y “oficiales del Ejército comenzaron a censurar la prensa obrera” (DeShazo; p. 227).

A su vez, la feroz matanza de La Coruña originó sendos telegramas de congratulaciones al general de la Guarda, de parte de Alessandri e Ibáñez. Alessandri le decía: “Agradezco a US., a los jefes, oficiales, suboficiales y tropas de su mando los dolorosos esfuerzos y sacrificios patrióticamente gastados para restaurar el orden público y para defender la propiedad y la vida injustamente atacadas por instigaciones de espíritus extraviados o perversos” (El Mercurio; 9-6-1925). E Ibáñez (¡un día antes!) lo congratulaba “felicitando a US. y a sus tropas por el éxito de las medidas y rápido establecimiento orden público. Lamento la desgracia de tanto ciudadano, sin duda, gran parte inocentes. Espero continúe su obra, aplicando castigo máximo a cabecillas revuelta y aproveche ley marcial para sanear provincia de vicios, alcoholismo y juego principalmente” (El Mercurio; 8-6-1925).

Asimismo, toda la prensa del establishment justificó la masacre. El Mercurio, la explicó como “producto de la necia agitación comunista provocada en esa región hace pocos días”; y agregó incluso que “recién terminada la estéril y dolorosa jornada (…) un numeroso grupo de obreros se acercó al general don Florentino de la Guarda (…) posiblemente muchos de ellos compañeros de los mismos que cayeron bajo las balas de los que defendían la propiedad y el orden” y “le agradecieron (sic) al general de la Guarda su actuación en la jornada” (10-6-1925). La Revista Católica (ultraconservadora en ese tiempo) consideraba como el origen último de la masacre “la criminal propaganda comunista, que agentes rusos y peruanos hacían entre el elemento obrero de las salitreras de Pisagua”; y que “como en Chile no hay ningún pretexto, como hay en otras partes, para levantar bandera contra la propiedad y el capital, pues hay abundancia de trabajo bien retribuido, y todos gozamos de amplias libertades, los agitadores son doblemente criminales” (20-6-1925). Y La Nación (supuestamente más progresista) afirmaba que “un desatinado y temerario espíritu de reivindicación social levantó y arrojó contra la propiedad y el orden a una masa de obreros que escuchó la palabra engañosa de sus jefes”; y que “es esta precisamente la más noble misión del ejército: asegurar la tranquilidad en el interior, porque a su sombra todos se encuentran garantidos y todos pueden ejercitar libremente sus derechos. Es su misión y es su deber” (11-6-1925).

Incluso, un intelectual crítico de la oligarquía como Joaquín Edwards Bello justificó la matanza -¡y con qué énfasis!- al señalar que “es lamentable de todo punto de vista que el Ejército se haya visto obligado a dar una lección práctica de artillería con sus propios hermanos (…) Nadie, nadie que tenga conciencia podrá reprobar la actitud del Ejército. Se trata de un intento subversivo que nada justificó, porque actualmente tenemos el gobierno más sensible al pueblo. Ha surgido (…) un Ministerio de Higiene y Previsión Social, único en el mundo, y que podría ser imitado en Italia (Mussolini), España (el general Primo de Rivera) e Inglaterra. Está empeñado nuestro gobierno en darnos Constitución nueva, que consulte las aspiraciones de la mayoría (…) En todos los aspectos de nuestra vida se nota el ascenso al bienestar, la marcha a una renovación benéfica, cuando un grupo de ilusos predicadores ha lanzado a algunos obreros del norte por los caminos del desorden por el desorden (…) Sea esta sangre anunciadora de una nueva era de autoridad. Un Gobierno eficiente en todo sentido, debe ser el árbitro de las dificultades de los obreros. En Rusia, en pleno régimen comunista, el Gobierno se reserva el derecho soberano de dirigir al pueblo. Las huelgas han desaparecido del antiguo imperio de los zares” (La Nación; 10-6-1925).

A su vez, el futuro canciller de Ibáñez, Conrado Ríos Gallardo, señalaba de un modo completamente revelador del proyecto de la clase media de la época (de la que Ríos fue un eximio exponente) que “la situación económica del proletariado es inmejorable y su situación ante las leyes, extraordinaria. Chile es de los pueblos que tiene legislación social más avanzada (…) De ahí por qué no comprendemos la existencia del comunismo en nuestro país. Ha nacido debido a la falta de autoridad y a una libertad mal entendida. La libertad que existe en Chile, no existe en ninguna otra parte del mundo. En ningún país se permite que al pie de los monumentos de los héroes, se injurie a la patria y a sus instituciones más queridas. Debemos empezar a reaccionar. El comunismo ha arrojado un guante rojo. Puede llegar el momento que sea recogido por un guante tricolor. Dos representantes de la autoridad han quedado tendidos boca abajo en la arena como consecuencia de ese reto. Tenemos la tiranía de la minoría sobre la mayoría (…) El comunismo puede colocarnos a las puertas del fascismo. No deseo ni lo uno ni lo otro. Ambas son tiranías. Pero entre las dos: ¡soy fascista!” (La Nación; 9-6-1925).

Otro hecho que sorprende, dada la magnitud de los sucesos, es el temprano manto de olvido que se quiso extender sobre ellos. Así, en el minucioso relato de centenares de páginas que el general Mariano Navarrete hizo en 1926 sobre los eventos de aquellos años (Mi actuación en las Revoluciones de 1924 y 1925; Centro de Estudios Bicentenario; 2004) no aparece ninguna mención de la masacre. Peor aún, el connotado político radical muy cercano a Pedro Aguirre Cerda, Alberto Cabero, escribiendo también en 1926, no solo no la mencionó sino que se quejó de “la lucha de clases, excitada por el encarecimiento de la vida, las incitaciones del proselitismo y la aguijadura que el populacho recibió de la acción irresoluta y pusilánime de los gobiernos de facto” (Chile y los chilenos; Edit. Lyceum, 1948; p. 285).

Aunque escritos mucho después, es sintomático también que dos actores “revolucionarios” del período no mencionen siquiera tal brutal masacre. Se trata de quien fue presidente de la Junta Revolucionaria de enero de 1925, Emilio Bello, en su obra Recuerdos Políticos. La Junta de Gobierno de 1925. Su origen y relación con la reforma del régimen constitucional (Edit. Nascimento), publicada en 1954. Y del entonces secretario político de Alessandri y posterior ministro del Interior y Agricultura de Aguirre Cerda, Arturo Olavarría Bravo, en su obra Chile entre dos Alessandri (Edit. Nascimento, Tomo I), publicada en 1962.

Pero sin duda que lo que más impacta es el silencio total sobre dicha matanza efectuada por connotados historiadores chilenos en épocas mucho más recientes. Es el caso de Patricio Estellé, Osvaldo Silva Galdames, Fernando Silva Vargas y Sergio Villalobos en su Historia de Chile (Edit. Universitaria, Tomo 4, 1861-1970; 1974); de Mario Góngora, en su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX (Edit. Universitaria, 1986); de Mariana Aylwin, Carlos Bascuñán, Sofía Correa, Cristián Gazmuri, Sol Serrano y Matías Tagle en su Chile en el siglo XX (Edit. Planeta, 1990); y de Sofía Correa, Consuelo Figueroa, Alfredo Jocelyn-Holt, Claudio Rolle y Manuel Vicuña en su Historia del siglo XX chileno (Edit. Sudamericana, 2001).

Evidentemente que una omisión tan significativa distorsiona profundamente la percepción que tenemos de la historia de Chile; y, particularmente, del período crucial en que se asentó el régimen político-social generado en 1925, y en que se escamoteó –como ya es costumbre- una Asamblea Constituyente.

                             EJERCITO  IMPUSO  CONSTITUCIÓN  DE  1925

La actual controversia respecto de la necesidad de una nueva Constitución para establecer un auténtico régimen democrático exige –para que sea fructífera- la mayor claridad posible de nuestro pasado al respecto. Y, sorprendentemente, tanto la Constitución del 80 como la del 25 –más allá de obvias diferencias de contenido- comparten dos características cruciales: Ambas fueron elaboradas por un pequeño grupo designado por un dictador; e igualmente fueron impuestas por el Ejército.

En efecto, si bien Arturo Alessandri había sido electo constitucionalmente en 1920 como presidente de la República; luego de volver en marzo de 1925 de su autoexilio en Europa –provocado por un golpe militar en septiembre de 1924- gobernó el resto de su período sin Congreso Nacional y en base a decretos-leyes. Su dictadura fue hecha en conjunto con la oficialidad joven del Ejército, liderada por Carlos Ibáñez, quien ocupaba desde enero de 1925 (producto de otro golpe que desplazó a los oficiales conservadores que se habían hecho del poder en septiembre) el Ministerio de Guerra (Defensa).

Alessandri e Ibáñez representaban los ideales de una clase media emergente que buscaba ampliar la república exclusivamente oligárquica instaurada luego de la guerra civil de 1891.

Con ello pretendían, además de incorporar a la clase media al aparato del Estado, convertir a éste en un efectivo agente de industrialización y desarrollo económico; superando las decimonónicas concepciones económicas liberales que confiaban en la inserción solitaria y dependiente del país en el mercado mundial. Pero, a la vez, ambos compartían con los sectores oligárquicos, un profundo temor al “empoderamiento” de las mayoritarias y pobrísimas clases populares, sobre todo teniendo a la vista la amenazante y reciente revolución bolchevique, que proponía explícitamente su propagación mundial.

Por ello su lucha se daba en dos frentes. Contra la oligarquía conservadora que había hecho ya todo lo posible, entre 1920 y 1924, para frustrar los intentos reformistas de Alessandri y la Alianza Liberal. Y contra el eventual peligro revolucionario que podría gestarse desde la izquierda. El “contragolpe” del 23 de enero de 1925, liderado por Ibáñez,  había logrado reprimir hacia marzo los intentos subversivos de la derecha; y había concitado gran apoyo popular al liberar a los presos políticos; y establecer la progresividad del impuesto a la renta, los derechos civiles de la mujer y -sobre todo- el Decreto-Ley 261 “en virtud del cual se reduce transitoriamente hasta su cierre, demolición o reparación, en un 50% la renta de arrendamiento de las viviendas declaradas insalubres por la autoridad sanitaria” (Emilio Bello Codesido.- Recuerdos políticos. La Junta de Gobierno de 1925. Su origen y relación con la reforma del régimen constitucional; Edit. Nascimento, 1954; p. 161-2).

Sin embargo, lo anterior fortaleció las expectativas y luchas de los sectores populares, lo cual exacerbó los temores oligárquicos y de clase media. Así, una vez llegado de vuelta Alessandri a la presidencia, se comenzó a endurecer progresivamente el gobierno de facto contra las huelgas y los movimientos populares. Se aprobó una legislación represiva contra la prensa (Decreto-Ley 425 sobre Abusos de Publicidad); se modificó la ley de vivienda a favor de los propietarios de conventillos; y se creó en la Policía “una oficina central encargada de controlar la creación, el funcionamiento y todas las actividades de las sociedades obreras” (La Revista Católica; 2-5-1925). Por otro lado, en la pampa salitrera los empleadores, con la colaboración de la policía, impedían que se constituyeran sindicatos o lograban que sus dirigentes “fueran arrestados, acusados de alterar el orden público y fomentar luchas civiles, declarados culpables y expulsados de la pampa” (James Morris.- Las elites, los intelectuales y el consenso; Edit. del Pacífico, 1967; p. 209).

Todo esto culminó con el envío de un regimiento en un barco de guerra al norte, para suprimir huelgas en Tarapacá; la declaración de estado de sitio en Tarapacá, Antofagasta y en la zona del carbón; y la feroz masacre de La Coruña -oficina salitrera de Tarapacá- donde se mataron centenares o miles de trabajadores, la que se reseñará en el próximo capítulo de este libro.

Como colofón de esta ola represiva, el ministro Ibáñez envió una circular al Cuerpo de Carabineros que ordenaba: “No debe tolerarse que continúe la prédica contra el orden civil, causa inmediata de la catástrofe de la pampa salitrera (…) Debemos iniciar campaña pro-salud social; perseguir a los chantajistas sociales; a los que se burlan de nuestras glorias militares. Se tendrá en lo sucesivo por los carabineros, mano firme, sin contemplaciones contra los agitadores. Se recomienda a los oficiales se noticien de los malos maestros que explotan a la Patria y conspiran contra ella e informarán a la Comandancia General de Armas (…) Que se reduzca a prisión inmediatamente a los manifestantes u oradores que en mítines ofendan a S. E. el Presidente de la República, a las autoridades y a las fuerzas armadas, y no permitirán los carabineros que se ostente otra bandera que no sea la de Chile o la de sociedades con personalidad jurídica. En el futuro se prohibirá enérgicamente se ostente bandera roja, que simboliza la anarquía y el desorden. Se vigilará no se publiquen pasquines o periódicos en que se haga campaña disolvente, se ofenda a las autoridades y se insulte a las instituciones armadas y se incite a la rebelión” (Enrique Monreal.- Historia completa y documentada del período revolucionario 1924-1925; Imprenta Nacional, 1929; p. 375).

En este contexto se diluyó el compromiso de convocar a una Asamblea Constituyente democráticamente electa, enunciado por la oficialidad joven y el propio Alessandri, en la idea de generar un nuevo sistema político. En su lugar, Alessandri designó dos comisiones: Una pequeña -de 15 miembros- destinada a elaborar un anteproyecto de nueva Constitución. Y una grande -de 120 personas- que, si bien teóricamente se diseñó para estudiar las modalidades que tendría la Asamblea Constituyente, solo se reunió finalmente para aprobar el texto; el que luego se sometería a plebiscito.

Ambas fueron designadas íntegramente por el propio Alessandri, con visos de pluralidad pero preocupándose de que fuesen integradas por una gran mayoría de liberales,  radicales y democráticos afines a su persona. Esto fue particularmente claro en el caso de la comisión chica. Así, sus miembros fueron –además del propio Alessandri- los liberales Domingo Amunátegui, Luis Barros, José Guillermo Guerra, Pedro Nolasco Montenegro, Eliodoro Yáñez y Héctor Zañartu; los radicales Ramón Briones, Enrique Oyarzún y Carlos Vicuña; los conservadores Romualdo Silva y Francisco Vidal; el democrático Nolasco Cárdenas; el comunista Manuel Hidalgo; y el joven independiente Roberto Meza Fuentes.

Su integrante, Carlos Vicuña, nos ilustra cómo funcionó en los hechos: “La Constituyente Chica (…) presidida activamente por Alessandri, empezó a producir, artículo por artículo, una Constitución entera. A veces, se copiaba la de 1933; otras, se borraba, enmendaba o interpolaba atrevidamente su texto. Este trabajo lo hizo Alessandri con gran habilidad e intrepidez: cuando se trataba de materias meramente jurídicas o de redacción oía deferentemente las opiniones de todos, pero cuando había de por medio una cuestión fundamental o en que tuviese él su particular punto de vista, con mil artimañas se salía con la suya” (Carlos Vicuña.- La tiranía en Chile; Edic. Lom, 2002; p. 314). Con la “suya”, significaba generar una carta fundamental autoritaria-presidencialista.

El hecho es que el texto elaborado impedía virtualmente que el Congreso Nacional aprobara leyes si el Presidente de la República se oponía a ellas; ya que esta oposición solo podía ser superada por una muy improbable insistencia de más de 2/3 de los miembros de cada cámara; y le confería al Presidente un pleno dominio de la agenda legislativa, al estipular una prioridad permanente del tratamiento de proyectos presentados por el Poder Ejecutivo si este los consideraba de “urgencia”, es decir, que debían ser tratados en menos de 30 días. Además, eliminaba las interpelaciones del Congreso a los ministros y le permitía al presidente declarar el estado de sitio cuando el Parlamento no estuviese en funciones. Es decir, cuando desde septiembre a mayo no estuviese convocado por el Presidente a sesiones extraordinarias.

Esto generó una dura oposición al proyecto de parte de los partidos Radical, Conservador y Comunista y de diversas personalidades liberales. Estas opiniones críticas se hicieron sentir en el seno de la Comisión grande cuando fue citada para pronunciarse sobre aquel proyecto. Sin embargo, toda oposición fue obviamente “derrotada” luego de la fulminante intervención del miembro de la Comisión y Comandante en Jefe del Ejército, Mariano Navarrete, quien señaló: “No hay necesidad de ser un gran constitucionalista para declarar, sin temor de equivocarse, que los resultados del sistema parlamentario han sido desastrosos para el país (…) El país está harto de la politiquería mezquina y quiere, una vez por todas, tener un gobierno fuerte, capaz de orientar los destinos de la Nación hacia una era de progreso y bienestar social. Los dirigentes de los diversos partidos políticos en que está dividida la opinión pública deben aprovechar en esta ocasión las múltiples lecciones objetivas que han recibido desde el 5 de septiembre hasta el día de hoy. De ellas deben deducir lo que el país quiere como, asimismo,  inclinarse respetuosamente ante su voluntad soberana, pues de otro modo tendremos a corto plazo que hacer, bajo la presión de la fuerza, las reformas que, en representación del pueblo, ha reclamado de modo tan significativo el elemento joven del ejército (…) ¿Qué ocurriría, señores, si las esperanzas de la juventud fueran defraudadas en esta ocasión? No quiero hacer pronósticos desagradables. Dejo a vuestro ilustrado criterio la tarea de formular la contestación de esta delicada pregunta” (Mariano Navarrete.- Mi actuación en las Revoluciones de 1924 y 1925; Centro de Estudios Bicentenario, Santiago, 2004; pp. 304-5).

Después de esta amenaza -¡efectuada por un gobierno de facto!- no le quedó otra cosa a la oposición que abandonar la Comisión. Luego se hizo un plebiscito que –al igual que en 1980- no cumplió con ningún requisito de una elección libre. Así, de acuerdo al propio Carlos Vicuña, “Alessandri se dedicó a ganar la votación contra viento y marea (…) llenó el país a costa del Estado de una propaganda tendenciosa y profusa. Comprometió autoridades (…) empleados, funcionarios, movilizó el ejército y las policías y persiguió con mano de hierro la propaganda que los partidos políticos pretendieron hacer (…) En Santiago los meetings fueron disueltos por la policía y los oradores radicales arrastrados a la prisión” (Ibid; p. 348). Además, ¡el plebiscito se efectuó con un voto transparente (como la “consulta” de 1978), al hacerse con cédulas de colores!: Rojo para el texto impuesto por el Ejército en la Comisión; azul para un régimen parlamentario modificado; y blanco para el rechazo de ambos. De todas formas, de un total de 302.304 inscritos, solo 127.509 (el 44.9%) votó a favor del texto de Alessandri; el cual obtuvo el 93,9% de los sufragantes.

Por último, respecto del contenido de la Constitución de 1925, resultan muy ilustrativas las opiniones de dos connotadas personalidades –una nacional y otra internacional- que no estuvieron en el fragor de la lucha partidista del momento. Se trata del connotado jurista alemán Hans Kelsen (1926); y del ex presidente Eduardo Frei (1949).

El primero señaló que “la nueva Constitución chilena es un producto de aquel movimiento antiparlamentario que hoy se propaga también en Europa (…) la Constitución incluye una serie de disposiciones que conducen desde ahí hasta muy cerca de las fronteras de aquella forma que hoy se acostumbra a denominar una dictadura. Esto se observa especialmente en el campo legislativo (…) la tramitación legislativa está regulada en una forma que asegura al Presidente una influencia decisiva (…) contra la voluntad del Presidente, el Parlamento solo puede imponer su propósito legislativo si persevera en su determinación con una mayoría de dos tercios en ambas Cámaras. Si se trata en cambio de una reforma constitucional, el Presidente puede acudir al pueblo en contra de esa mayoría calificada y convocar a un referéndum (Art. 109). Esto significa, en la práctica, que no puede dictarse una ley contra la voluntad del Presidente” (Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle.- La República en Chile. Teoría y política del constitucionalismo republicano; Edic. Lom, 2006; pp. 121-2).

El segundo señaló que con dicha Constitución se pasó “a un (Poder) Ejecutivo tan fuerte  

como tal vez no exista otro, con tal suma de facultades”, que “se convirtió en un régimen presidencial de desmesurada concentración de poderes e influencias”, de tal manera que “el peligro del sistema reside en su tendencia casi orgánica a la dictadura legal del Presidente y permite con facilidad que este sea tentado a abusar de sus facultades. Supremo dispensador de beneficios y honores, puede influir de manera desmesurada en la vida del país y, por lo mismo, quebrantar toda oposición o buscar medios indirectos, pero eficaces, de silenciarla” (Eduardo Frei.- Historia de los partidos políticos chilenos; Edit. del Pacífico, Santiago, 1949; pp. 201-3).

El grave problema a que nos vemos enfrentados hoy es que la Asamblea Constituyente a la que -cualquiera sea su composición y denominación que se defina en octubre o posteriormente, de acuerdo a la evolución de la pandemia- se estaría convocando, sería en definitiva antidemocrática dado el quorum de 2/3 que exigiría su texto. Con ello se garantizaría virtualmente –dado todos los resultados electorales habidos desde 1990- el poder de veto de la derecha en su aprobación. Es decir, que la minoría tendría más poder que la mayoría, considerando que si la derecha ejerce su veto permanecería vigente la Constitución actual, impuesta en 1980 por la derecha a través de las Fuerzas Armadas.

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