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La verdad incómoda de los Estados Unidos

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Alejandra Ibarra

Pie de Página, 4-8-2019

En su manifiesto publicado antes de atacar a la comunidad de El Paso, el texano Patrick Crusius plasmó un miedo muy parecido al que otros hombres blancos como él tuvieron desde la fundación de Estados Unidos

El sábado 3 de agosto pasadas las diez de la mañana, Patrick Crusius, un hombre blanco originario de Dallas con 21 años, entró al Walmart de Cielo Vista Mall en la ciudad de El Paso, Texas, levantó un arma larga y abrió fuego contra los clientes del supermercado. Asesinó a 20 personas y lesionó a 26 más. La población de El Paso es mayoritariamente hispana y se espera que para 2020 el 85% de los habitantes sean latinos.

Es cierto que las balaceras como la perpetrada por Crusius son cada vez más comunes en Estados Unidos. Apenas el día siguiente, antes de que se cumplieran 24 horas de la masacre en Texas, un hombre de 24 años asesinó a nueve personas y lesionó a 27 en una balacera afuera de un bar en Ohio. El crimen del texano, sin embargo, tenía una particularidad. Antes de salir con la clara meta de acribillar a los clientes del Walmart, publicó un manifiesto intitulado “La verdad incómoda”.

En el manifiesto que el texano publicó antes de salir a masacrar latinos, Crusius escribió que la matanza que iba a realizar estaba motivada por el deseo de vengar a su país de lo que llamó una “invasión de hispanos”. Su temor más grande, escribió, era que estos migrantes obtuvieran cada vez más poder político en los Estados Unidos.

El tema de migración es y ha sido profundamente polémico en los Estados Unidos a lo largo de su historia. Se trata de un país con una doble narrativa que cuenta, por un lado, la historia de una nación conformada por migrantes, y por otro, la realidad de un país que ha impuesto cuotas de migración por nacionalidad, que permite la naturalización de poblaciones blancas de manera más sencilla que poblaciones de color y que, en las décadas más recientes, ha normalizado la política de criminalizar y encarcelar migrantes en lugares que cada vez más frecuentemente son llamados campos de concentración. 

Tal vez la historia más vieja en la contradictoria narrativa estadounidense hacia la migración es la de Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos. Más de 3 mil kilómetros al norte de El Paso, Texas, sobre una colina en West Harlem, hay una casa de madera resguardada bajo la sombra de árboles enormes que se yerguen altos entre los edificios que rodean el jardín donde está la propiedad. La zona está rodeada de casas de campo y edificios modernos donde viven, mayoritariamente, latinos.

La finca se llama The Grange y fue la casa de verano de Hamilton quien, a su vez, era también un migrante. Antes de la guerra de la revolución de Estados Unidos, Hamilton vino a Nueva York desde la isla caribeña donde nació: San Cristóbal y Nieves, entonces bajo el imperio británico, luchó por la independencia de su nueva patria y se convirtió en una figura prominente en los años fundacionales del país.

Hoy Hamilton simboliza una especie de epítome del sueño americano: un migrante que vino de lo más bajo para llegar a lo más alto. Fue el primer secretario del Tesoro, fundó el banco nacional e inició su vida política defendiendo la migración. Quería traer gente de Europa que se dedicara a las artes y la manufactura para impulsar el crecimiento económico de Estados Unidos. Escribió sobre las dificultades de dejar atrás la tierra natal y los ajustes necesarios para hacer del nuevo país una patria, un hogar.

A lo largo de los años, y conforme más se consolidaban las ideas que definirían las instituciones públicas del país, la opinión que Hamilton tenía sobre temas migratorios empezó a evolucionar. Abogó por la restricción y limitación de las políticas de naturalización. Argumentó que permitir la participación de los inmigrantes en procesos democráticos les costaría el control político del país. “Es bien sabido”, escribió, “que si algo contribuyó a la caída de Roma, fue la precipitada comunicación de los privilegios de la ciudadanía a los habitantes del área general de Italia”. Se refería, sobre todo, al privilegio de votar.

Tan fundacionales como fueron sus ideas en temas como el tributario, el de comercio o el de un gobierno robusto con capacidades regulatorias, fueron sus ideas en el ámbito migratorio. Son parte crucial de la psique estadounidense, el reflejo de un país fundado para hombres blancos y diseñado por hombres blancos que llegaron de otras tierras.

Fueron esos mismos hombres blancos los que contaron la historia de su propia migración, sin considerar que había otra parte de la población que en ese momento estaba excluida de la participación democrática: los negros que trajeron esclavizados y las mujeres que no participaban en la vida pública. Y fueron esos mismos hombres blancos los que empezaron a resistirse a la migración, le negaron derechos políticos a los que llegaban después de ellos, a los esclavos liberados y a las mujeres sufragistas.

La finca de madera donde Hamilton pasaría sus últimos años está rodeada por casas de tres pisos que otrora eran de campo y edificios modernos con decenas de apartamentos donde cohabitan inmigrantes dominicanos y puertorriqueños. En la entrada de The Grange hay una placa que insiste en esta idea del país de migrantes en condiciones equitativas. Con letras blancas sobre un fondo gris oscuro, la placa lee: “por años, olas de inmigrantes se mudaron a estas casas de campo y apartamentos, siguiendo los pasos de Hamilton –de las islas del Caribe a un nuevo hogar en Harlem”.

En su manifiesto “La verdad incómoda”, el texano Patrick Crusius plasmó un miedo muy parecido al que había tenido Hamilton siglos antes. Ese mismo miedo que otros hombres blancos como él tuvieron desde la fundación de este país, desde esos días de escribir documentos con la ideología que sostendría las instituciones que hoy lo rigen. Ese mismo temor convertido en odio que llevó a Crusius a exterminar hispanos, a eliminarlos con tal de no concederles los mismos derechos de los que él goza.

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