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por Gato Dequinta
La transición chilena a la democracia ha sido una claudicación tras otra frente a los militares golpistas de 1973. Lo fue tras el triunfo del NO en 1988, cuando los militares estaban derrotados políticamente y era la oportunidad para ponerse firmes y no transar. Pero se optó por el camino de la “transaca”, de hacer maquillajes a la Constitución de Pinochet y de dejar incólume el modelo neoliberal. Lo fue durante todo el gobierno de Aylwin (un pro-golpista) quien en vez de apoyarse en el pueblo que se sentía empoderado tras ganar el plebiscito, cada vez que tomaba una decisión la consultaba con Pinochet, con la ayuda del fiel amigo de los golpistas, Enrique Correa. (Sobre este punto, invito a leer “La Historia oculta de la transición”, de Ascanio Cavallo, donde cada página es una vergüenza tras otra por el entreguismo y la genuflexión mostrada por la Concertación frente a los golpistas).
Hoy acaba de conocerse que el ex Comandante en Jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre, fue condenado a tres años de libertad vigilada, por encubrimiento de los crímenes de la Caravana de la Muerte, el mismo uniformado por el cual muchos líderes de la ex Concertación rasgaban vestiduras y ponían las manos al fuego defendiendo fanáticamente su inocencia.
La ciega defensa de Cheyre por altos dirigentes de ese conglomerado político tiene una explicación. Según publicó Emol el 2001 y “El Siglo” el año 2002, Cheyre, como agregado militar de la embajada de Chile en España, organizó en el Hotel Victoria Plaza de El Escorial, en Madrid, en 1996, un encuentro entre dirigentes socialistas chilenos y representantes del mundo militar afines a Pinochet. En la reunión, ambas partes venían con una carta en la mano: los socialistas, entre los que se encontraban el embajador Álvaro Briones, el entonces ministro de Obras Públicas, Ricardo Lagos; Jaime Gazmuri, el inefable Enrique Correa, y Camilo Escalona querían que Lagos fuera Presidente. Por la otra parte, estuvieron Cheyre, los oficiales del Ejército Carlos Molina Johnson, José Miguel Piuzzi y Jaime García Covarrubias; y los representantes de la centro-derecha, Hernán Felipe Errázuriz, Sergio Rillón (asesor del general Pinochet), el filósofo Fernando Moreno, y el diputado Luis Valentín Ferrada estaban interesados en que Pinochet pudiera continuar su carrera política como senador designado, sin ser molestado por las violaciones a los derechos humanos durante su dictadura.
Ambos bandos llegaron a un acuerdo en estos dos puntos y la “guinda de la torta” fue concordar que Cheyre fuera nombrado Comandante en Jefe del Ejército, con el explícito propósito de que sería el “niño símbolo” de este acuerdo, llamando al Ejército a un “nunca más”. Este llamado elevaría a Cheyre a ser un “hombre de Estado”, inmaculado, perteneciente a una nueva generación, que miraría por el bien del país y mejoraría la pésima imagen del Ejército en el pueblo chileno.
Brindis, “salud” y el acuerdo quedó hecho. Después, Pinochet llegó al Senado y Lagos fue elegido Presidente.
Pero había un “pequeño” problema con Cheyre. En el 2002, cuando Lagos lo nombró Comandante en Jefe, ya había denuncias contra él por su participación en la Caravana de la Muerte en La Serena. Lagos, Correa, Escalona, Gazmuri y varios otros próceres socialistas miraron desde entonces para el lado. Defendieron al cómplice de los victimarios en vez de defender a las víctimas socialistas, entre ellos el profesor Jorge Peña Hein, insigne fundador de las Orquestas Juveniles, y los militantes del PS Marcos Barrantes Alcayaga y Mario Ramírez Sepúlveda, asesinados por la Caravana; mientras, además, otras víctimas denunciaban a Cheyre como partícipe en los interrogatorios con torturas.
Cheyre también tuvo un rol protagónico en el traslado a un convento de un bebé de sólo dos años, Ernesto Lejderman, hijo de un argentino y una mexicana, fusilados también en La Serena en 1973. Pero siempre dijo que “no sabía nada” y que “cumplía órdenes”.
Las razones de tan férrea defensa de Cheyre por parte de los dirigentes socialistas ha sido explicada de la siguiente brutal manera: era fundamental conseguir de un Comandante en Jefe del Ejército el compromiso de un “nunca más”, es decir, nunca más los militares deliberando, metidos en política, dando golpes de Estado y asesinando a su propio pueblo. Esas son “razones de Estado”, la “política mayor” que le permitiría al país superar el trauma de la dictadura y mantener a los uniformados en los corrales de los regimientos. No importa el “daño menor” o los “efectos colaterales”, -como la impunidad, en los secuestros, torturas, asesinatos y desapariciones- esas son nimiedades comparados con el importante y trascendente valor del juramento democrático del Ejército.
Incluso, si Cheyre mismo estaba “manchado” por la Caravana de la Muerte, éste “sólo era un pelao de bajo rango”, un “suche”, “un joven teniente sin ningún grado de mando ni poder en las filas”, “él sólo cumplió órdenes”. Pero lo importante, recalcaban sus fanáticos defensores, es que “tiene una mirada de futuro”. (Sin embargo, si él era inocente, nunca denunció lo que supuestamente vio sólo como simple testigo. Nunca acusó a nadie. Guardó silencio durante 40 años. ¡40 años! Un ejemplo claro de que participaba de los “pactos de silencio” del Ejército).
Pero la verdad se impone. Después de un largo juicio llevado a cabo por el valiente juez Mario Carroza, Cheyre –el niño símbolo de la traicionada transición- ha sido condenado por encubrimiento de los 15 brutales asesinatos cometidos por la Caravana de la Muerte en La Serena. Fue condenado a pesar del intenso lobby político por salvarlo. Es el castigo a la grotesca farsa de la “política de los acuerdos”. Y en su condena judicial, arrastra consigo también en una pesada condena moral a todos aquellos dirigentes del PS y de la Concertación que lo defendieron a rajatabla, incluso, olvidando a los propios militantes socialistas muertos ante la pasividad de Juan Emilio Cheyre.
Su condena es también una condena a la transición traicionada.