No sé ni lo he querido saber en nombre de que un señor como Putin ha tenido a bien otorgar una condecoración relacionada con Tolstói a Vargas Llosa como anteriormente hizo lo propio con otros escritores.
No creo que se trata de una condecoración literaria sino más bien diplomática: Vargas Llosa es seguramente la “estrella” cultural más prominente de la restauración neoliberal, una “autoridad” reconocida por bancos y gobiernos conservadores, a la que se invita a dar sus reconocimientos y opiniones.
Que sea Putin no tiene la menor importancia, ya que esta tendrá sus “defectos”, pero no se trata de un “fuera de la ley” establecida como lo fueron Castro o Chaves, y lo es actualmente Catalunya; de ahí que Don Mario le pudiera cara ce de perro a una periodista que le preguntó sobre la oposición venezolana y Catalunya, una temeraria pues por menos que eso te ponen de patitas en la calle en “El País” aunque sujetes los papeles con estatuillas del Pulitzer.
Lo más repugnante de este montaje es la instrumentalización de la figura de León Nikolayevich, novelista, dramaturgo, y pensador cristiano anarquista de gran influencia social tanto en Rusia —hasta principios de los años veinte— como en el resto del mundo; en España mismo el tolstonianismo fueron uno de los componentes —aunque secundario y diluido— del movimiento libertario. Tolstói influyó poderosamente en Gandhi –un apestoso nacionalista para Vargas de vivir hoy- y después de este en toda la tradición pacifista que pasa por el ANC sudafricano, por Martin Luther King, que se enfrentó a las leyes injustas contra el racismo establecido, y lo hizo con más audacia todavía que los “indes” catalanes.
Tolstói estuvo sin duda influenciado por Proudhom, al que leyó en 1857 y al que visitó en 1862, y mantuvo una relación abierta, no exenta naturalmente de discrepancias (sobre todo en relación a la violencia revolucionaria) con Kropotkin, con cuya biografía no deja de tener paralelo (así lo han hecho notar copiosamente autores como Woodcock). Como Kropotkin, Tolstói fue un joven aristócrata, adscrito como voluntario en el ejército ruso del Caucazo, sufrió ulteriormente, durante la guerra de Crimea, una auténtica crisis de conciencia posteriormente acentuada al conocer la revolución industrial en Europa y un «espectáculo» como el del funcionamiento de la guillotina en París.
Este hecho le lleva a escribir: «El Estado moderno no es más que una conspiración para explotar a los ciudadanos, pero sobre todo para desmoralizarle (…) Comprendo las leyes morales y religiosas, que no son coercitivas para nadie pero que nos llevan adelante y prometen un futuro más armonioso; siento las leyes del arte, que siempre dan felicidad. Pero las leyes políticas me parecen unas mentiras tan prodigiosas que no comprendo cómo una sola de ellas puede ser mejor o peor que cualquiera de las demás (…) En adelante no serviré jamás a gobierno alguno». Esta indignación se trasluce en su obra en la que nunca se olvida el artista cuya finalidad es la de «hacernos amar la vida en todas sus manifestaciones», Tolstói ama la vida y sus personajes con los que pobló un microcosmos y un macrocosmos literarios de la rara perfección de conjunto alcanzado en obras maestras como Guerra y Paz, Ana Karerina, Resurrección y tantas otras, todas ellas de lectura popular.
Tanto fue así que por donde quiera que viajara aunque fuese de incógnito, las calles se cubrían de flores improvisadas por la gente del pueblo llano. De ese pueblo que practicaba la “decencia básica”, que no sabe de negocios turbios, y que fue considerado alguien que estaba al lado de humillados y ofendidos. Nada, absolutamente nada que ver con Don Marío cuyo lugar no está con el pueblo sino con las revistas de corazón y allí donde su negocio de “autoridad política” resulta bien pagada. Muy bien pagada.