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INTELECTUALES Y DISIDENCIA COMUNISTA.

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Pepe Gutiérrez-Álvarez

Los errores y horrores del estalinismo contribuyeron a lo largo de los años más oscuros a ampliar la franjas de intelectuales disidentes que hasta llegaran a considerar el “mundo libre” como un “mal menor”, y sirvió de base de justificación para el desplazamiento de la socialdemocracia hacia el anticomunismo, un camino en el que también se insertaron muchos anarquistas.

Una idea de la amplitud del rechazo que llegó a provocar el estalinismo en su apogeo lo puede ofrecer el hecho de que alguien de la talla moral de Bertrand Russell no solamente se prestara a colaborar coyunturalmente con la CIA, sino que hasta llegó a justificar el empleo de las armas atómicas contra la URSS. En su etapa política ulterior, Russell se convirtió en el mayor adversario de la agresión al pueblo del Vietnam, en un crítico sin fisuras del secuestro de la democracia (por los poderosos) en los EEUU, y rompió su carné laborista. Un curso no muy diferente siguieron algunos intelectuales procedentes o relacionados con cierto trotskismo, como fueron los casos, con las matizaciones imprescindibles, entre otros, de figuras de la literatura mundial como Ignazio Silone (Fontamara), Dwight Macdonald, Mary McCarthy (Memorias de una joven católica), Edmund Wilson (Hacia la estación de Finlandia), John T. Farrell (Studs Ludigan)… En este tramo se podía colocar lejanamente el célebre caso del tortuoso Elia Kazan, cuya película ¡Viva Zapata¡ (1952), con guión escrito por John Steinbeck, puede interpretarse en clave dialéctica revolución permanente/ revolución traicionada.

Lo fundamental estribaría en que su antiestalinismo no les llevó (aunque con Kazan se da una actuación delatora inadmisible) a renunciar a sus ideales, y al margen de un tiempo de dudas, dieron la cara en los momentos claves, como el de la guerra del Vietnam. Todos ellos siguieron tomando posición contra MacCarthy, contra el apoyo norteamericano a las dictaduras anticomunistas, contra la guerra de Vietnam, y como es ostensible en Kazan, desarrollando su visión profundamente demoledora del “sueño americano”.
Otros autores de renombre sin embargo, claudicaron en todos los órdenes. Como el citado Dos Pasos, John Dewey –que había presidido el Tribunal que juzgó a Trotsky y a su hijo por las imputaciones de los “procesos de Moscú”–, Max Eastman, Bertram D. Wolfe, André Malraux, etc., todos ellos vinculados en mayor o menor medida a tal o cual páginas de la historia del trotskismo, se mostraron como conservadores.

En nuestros lares el sumamente peculiar Julián Gorkin, primero en una lista de poumistas extensible a Enric Adroher “Gironella”, y el inclasificable historiador y periodista Víctor Alba, personaje cuanto menos ambivalente, que antes de fallecer apostaba por la defensa de todas las libertades menos la del mercado, que es la negación de todas las demás…

Todos ellos fueron sumariamente catalogados como “trotskistas al servicio de la CIA” todavía durante cierto tiempo, un tiempo que comienza a cambiar abruptamente en el 68, el año de los mayos que desbordan a los partidos comunistas y de la “primavera de Praga”, cuando los tanques rusos invaden Checoslovaquia en busca de una “infiltración trotskista” (Breznev), que en realidad se limitaba a una modesta célula a algunas decenas de militantes productos de la tradición comunista disidente y del rico surrealismo checo.

El alcance de esta “guerra cultural” se verá en la fase siguiente. Cuando el “socialismo real” se descompone sin que los trabajadores consideren la posibilidad de hacer una mísera huelga en su defensa, más bien lo contrario.

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