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50 años UP: El triunfo de la UP, cinco décadas después. Por Valter Pomar

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El triunfo de la UP, cinco décadas después. Por Valter Pomar*

A 50 años del triunfo de la Unidad Popular, en primer lugar rendimos un homenaje a aquellos que ayudaron a construir la victoria de la Unidad Popular y sus tres años de gobierno, que mejoraron la vida de los trabajadores chilenos.

También es la instancia para rendir un homenaje a los que cayeron, tanto resistiendo al golpe de septiembre de 1973 como luchando contra la dictadura.
Más allá de rendir homenaje a los que lucharon ayer por los mismos ideales y objetivos por los que luchamos hoy, cabe preguntarse: ¿puede la experiencia histórica de la Unidad Popular y del golpe ayudarnos a enfrentar los desafíos actuales de la izquierda? Nuestra respuesta a esta pregunta es: sí.
Ya se ha dicho que la izquierda necesita enfrentar y superar tres déficits teóricos:

1: El análisis del capitalismo del siglo XXI;
2: El balance del socialismo del siglo XX y
3: El debate sobre la estrategia.

Es exactamente en este tercer tema que la experiencia chilena de 1970-1973 puede ayudarnos mucho.
La construcción del socialismo supone que la clase obrera tiene el poder de reorganizar la sociedad. La cuestión del poder, en qué consiste, cómo construirlo, cómo conquistarlo, es por lo tanto la cuestión clave en toda reflexión política.

Durante el siglo XIX, los socialistas vieron el tema del poder a través del prisma que ofrecía la revolución francesa: 1789, 1848, 1871 fueron los paradigmas clásicos en torno a los cuales giraba el imaginario de los anarquistas, sindicalistas revolucionarios, socialistas, socialdemócratas, narodniks, comunistas etc.

Las revoluciones rusas de 1905, febrero de 1917 y octubre de 1917 establecieron un nuevo paradigma, alrededor del cual durante décadas giró la reflexión política, táctica y estratégica de los diferentes sectores de la izquierda mundial.

Los paradigmas «francés» y «ruso» tenían similitudes: el protagonismo de la plebe urbana, el papel ambiguo de las masas campesinas, la insurrección seguida de la guerra civil y contra los enemigos externos, el carácter «permanente» de la revolución, el fantasma del «Termidor».

El aislamiento de la Rusia soviética y la derrota de los intentos revolucionarios en Alemania, Rumania e Italia, entre otros, darán lugar en los años veinte y treinta a una reflexión sobre la estrategia que se debía adoptar: a) en los países capitalistas desarrollados; b) en los países que no formaban parte del núcleo metropolitano central.

Esta reflexión fue simultánea a otros debates, igualmente complejos, sobre la construcción del socialismo en la URSS, sobre cual debería ser la política internacional de un Estado socialista, sobre la evolución del capitalismo y el imperialismo después de la Primera Guerra Mundial y sobre cómo posicionarse frente a la cada vez más probable (segunda) guerra mundial.

Los escritos de Gramsci datan de este período, aunque su influencia (en varias versiones y relecturas) se establecerá después de la Segunda Guerra Mundial, en una situación mundial distinta de la que sirvió de base para las reflexiones del comunista italiano.

En cualquier caso, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando la izquierda debatió los temas del poder, el paradigma de la revolución rusa prevaleció: dirección del partido, protagonismo de la plebe urbana, acumulación de fuerzas mediante luchas sindicales y políticas, doble poder, insurrección, guerra civil, construcción del socialismo. Este «modelo» estaba incluso presente en los que defendían los frentes populares y las alianzas estratégicas con la burguesía, en las políticas conocidas como etapistas.

Un nuevo paradigma, cualitativamente distinto, surgirá con la victoria de la revolución china de 1949. El papel del Partido sigue siendo destacado, pero es un partido-ejército. El protagonismo es de las masas campesinas, que deben «cercar las ciudades». La acumulación de fuerzas incluye las primeras experiencias de doble poder, con la liberación de territorios, la formación de gobiernos y el ejército popular. La insurrección urbana, cuando existía, apoyaba la acción de la guerra popular prolongada.

A estos dos paradigmas («Ruso» y «Chino») se añade un tercero, que fue la guerra de liberación nacional. Este aparecerá en la forma antinazi, en países como Albania, Yugoslavia, Grecia (en este último caso, los comunistas son derrotados por la intervención británica), Italia y Francia (en estos dos últimos casos, la política de los partidos comunistas fue no convertir la guerra en revolución). Y aparecerá como una típica guerra anticolonial, como en el caso de Vietnam, Laos, Camboya, Angola, Mozambique.

Estos tres paradigmas influyeron en el debate político y estratégico de la izquierda latinoamericana, desde los años 20 hasta los 50. Hay toda una literatura sobre el tema, que merece ser revisitada, especialmente aquella dedicada a estudiar el impacto de la gran revolución mexicana, previa a la victoria de la revolución socialista rusa.

Con la victoria de la revolución cubana de 1959 se produce un cambio: una revolución democrática antidictatorial, basada en la combinación de diferentes formas de lucha y organización, con énfasis en la combinación de la guerra de guerrillas en el campo y la insurrección urbana; que, una vez victoriosa, se revela cada vez más democrática-popular y antiimperialista; y que, en cierto punto, se convierte en una revolución socialista.

La revolución cubana, especialmente sus interpretaciones de tipo «foquista», influye fuertemente en la izquierda latinoamericana de los años 60 y 70. Pero con la excepción parcial de la revolución nicaragüense, las estrategias inspiradas en el ejemplo cubano no son victoriosas en ninguna parte. Sin embargo, lo mismo debe decirse de las otras estrategias hasta el final de los años 60. De hecho, podríamos decir que, si las revoluciones son fenómenos raros, las revoluciones victoriosas son aún más raras y más profundamente singulares: hay más constancia en las razones de la derrota que en las razones de la victoria.

Es en este contexto que la experiencia del gobierno de la Unidad Popular chilena surgió entre 1970 y 1973. Hay que articular aquí dos enfoques, ambos necesarios. Uno es el estudio de la experiencia histórica. El otro es el debate teórico sobre la estrategia propuesta.

Aquí vale la pena recordar un pasaje que se cita en una obra clásica sobre la Unidad Popular (Transición, socialismo y democracia, de Sergio Bitar). Es una frase de Goethe: «Cada mirada se convierte naturalmente en una consideración, cada consideración en la meditación, el entrelazamiento, y así se puede decir que ya en la simple mirada atenta que proyectamos en el mundo que estamos teorizando».

La experiencia histórica de la UP, la historia de la victoria, las vicisitudes del gobierno, el golpe, la dictadura que siguió (con similitudes y diferencias respecto a otras dictaduras contemporáneas), las políticas neoliberales y los subsiguientes gobiernos de centro-izquierda, son de una inmensa riqueza para quienes formamos parte de los gobiernos «progresistas y de izquierda» de América Latina de 2013.
¿Pero qué hay de un punto de vista estrictamente estratégico? ¿Hasta qué punto la experiencia de la UP constituye un paradigma positivo y útil para construir una nueva estrategia para la izquierda latinoamericana?

La estrategia que intentó la UP a menudo se presentaba como una alternativa adecuada en países donde existían libertades democráticas básicas (diferentes, por lo tanto, de la situación rusa y china, de los regímenes de ocupación colonial y nazi, de la dictadura cubana). El golpe de 1973 puso la ruta chilena al socialismo en una especie de limbo, demasiado reformista para los revolucionarios, demasiado revolucionario para los reformistas. Pero a partir de 1998, varios gobiernos de la región comenzaron a tratar de construir el socialismo a partir de gobiernos de productos, no de revoluciones, sino de victorias electorales. Al mismo tiempo, otros partidos socialistas tuvieron que integrar el papel de los gobiernos en sus esquemas estratégicos que buscaban implementar reformas más o menos profundas en el capitalismo. En ambos casos, no había forma de evitar la referencia a la orientación estratégica materializada en el gobierno de la UP, evidentemente la búsqueda de construir una «forma chilena con un final feliz».
Aquí cabe hacer una distinción importante: para algunos sectores de la izquierda latinoamericana, los gobiernos de la región integrados y/o dirigidos por la izquierda son funcionales al esquema de dominación imperialista y capitalista, y/o corresponden a un período pasajero de gobiernos reformistas, tras el cual la lucha de clases volverá a condiciones que exigen esquemas revolucionarios clásicos.
Para otros sectores, la revolución (y en algunos casos el socialismo) ya no forma parte del horizonte estratégico, y no tiene sentido diferenciar entre la lucha por el gobierno y la lucha por el poder.

Por lo tanto, ya sea para el “izquierdismo” o para el “melhorismo”, la experiencia de la Unidad Popular chilena no tendría mucho que enseñarnos, desde un punto de vista estratégico, excepto desde un punto de vista negativo.

Pero para aquellos sectores que siguen teniendo el socialismo como objetivo estratégico, y por lo tanto quieren que la clase obrera tenga el poder necesario para construir el socialismo, el «caso» de UP es estratégicamente actual: ¿cómo convertir la porción de poder obtenida en un proceso electoral, no sólo en mejoras concretas para la vida del pueblo, no sólo en reformas estructurales, sino también en una porción de poder que permita iniciar la transición socialista? Observando la experiencia chilena, discutiremos algunos temas en detalle a continuación.

En primer lugar, es necesario construir un sólido apoyo entre las clases trabajadoras, lo que incluye articular bajo un solo mando estratégico la mayoría de las organizaciones políticas y sociales. La combinación de la lucha institucional y electoral, la acción parlamentaria y gubernamental, la lucha social y la construcción de partidos sólo es virtuosa cuando se articula políticamente.

En segundo lugar, es necesario ganar el apoyo de los sectores medios, dividir las clases dominantes y aislar al enemigo principal. Impedir que ocurra lo contrario: que la clase dominante aísle a la izquierda, gane el apoyo de los sectores medios y divida a las clases trabajadoras.
En tercer lugar, la disputa política debe combinarse con la disputa cultural. La construcción del poder necesario para iniciar una transición socialista es inseparable de la construcción de otra hegemonía ideológica y cultural.

Esto nos conduce, en cuarto lugar, a la necesidad de ganar apoyo, neutralizar o derrotar la acción antipopular proveniente de organismos paraestatales, es decir, organismos que parecen ser privados, pero que cumplen funciones públicas, como iglesias, escuelas, la industria cultural y los medios de comunicación.

En quinto lugar, es necesario ganar una mayoría electoral suficiente para tener una hegemonía de izquierdas en los principales órganos ejecutivos y legislativos. Es insuficiente ganar la presidencia de la República, pero sin ganar la mayoría en el Congreso y en los principales gobiernos subnacionales.

En sexto lugar, es necesario impedir el sabotaje y la subversión de los organismos estatales no electos, especialmente la alta burocracia, el poder judicial, las fuerzas armadas, la policía y los servicios de inteligencia. Se trata de democratizar el acceso, establecer el control social, cambiar las doctrinas actuales y, fundamentalmente, garantizar el respeto de la legalidad que proviene de la soberanía popular. Por eso también es tan decisiva la realización de los procesos constituyentes.

En séptimo lugar, es necesario construir una red de solidaridad y protección internacional que reduzca la interferencia externa que las metrópolis capitalistas centrales hacen en los procesos nacionales socialistas.

En octavo lugar, es necesario construir un programa de transformaciones que no sea artificial, es decir, que parta de los problemas reales a los que se enfrenta la sociedad y que construya soluciones que satisfagan las necesidades de las clases populares, respetando los niveles de conciencia y la correlación de fuerzas en cada momento, pero siempre teniendo en cuenta que cada paso genera nuevas necesidades, nuevos conflictos y nuevas reacciones, y que corresponde a la dirección política del proceso anticiparse a estas situaciones.

En el caso chileno, este programa de transformaciones se ha traducido en dos ejes fundamentales: el poder popular y el área de la propiedad social. Esto nos lleva a un noveno tema, que es cómo convertir una economía dominada por el capitalismo privado, en una economía capitalista hegemonizada por el capitalismo de estado, bajo el liderazgo de un gobierno de izquierda.

Por último, siempre es necesario discutir cómo mantener la iniciativa táctica, especialmente en un momento en que hay momentos de estancamiento estratégico. La experiencia chilena fue derrotada por varias razones, pero es un error decir que habría sido inevitablemente derrotada. Y si queremos localizar una de las razones teóricas de la derrota, consiste en confundir la defensa estratégica de la legalidad con la pasividad legalista frente a la subversión de la derecha.

La historia podría haber sido diferente si, frente al Tancazo, el Presidente Allende hubiera destituido a los golpistas. El legalismo corresponde a la visión estática de la conciencia popular. La legalidad es siempre una mediación entre la ley (que expresa la correlación de fuerzas pasadas) y la legitimidad (que expresa la correlación de fuerzas presentes). La burguesía lo sabe muy bien y no deja de invocar el supuesto apoyo popular, cuando le interesa faltar al respeto a la legalidad, siempre que la legalidad esté del lado de la izquierda.

Por lo menos en nuestra opinión, es a partir de estos parámetros que debemos estudiar la campaña electoral de 1970, el triunfo y la toma de posesión de Allende, la acción del gobierno de la Unidad Popular, el golpe de 1973 y todo lo que vino después, como subsidios muy importantes para la lucha que hoy libramos en América Latina y el Caribe.

* El autor es profesor de la Universidad Federal de ABC y miembro del Directorio Nacional del Partido de los Trabajadores del Brasil. Fue Secretario Ejecutivo del Foro de Sao Paulo durante los años 2005 al 2013.


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