por Felipe Portales
El Vaticano y las jerarquías eclesiásticas no sólo no dijeron nada en defensa de los judíos frente a la creciente
persecución nazi, sino que mantuvieron imperturbable su radical antisemitismo en los años 30. Así, por
ejemplo, incluso en un país tan alejado como Chile –y con una exigua población judía- La Revista Católica
(órgano oficial de la Iglesia) sostenía: “Todo el mundo sabe que los judíos forman una raza internacional, que
tienen su religión peculiar que niega la mesianidad y la divinidad de Jesucristo y sueña con su Mesías
temporal y poderoso que les ha de dar el imperio del mundo (…) Todo el mundo sabe finalmente que bajo
secretos juramentados dirigen su política para alcanzar su predominio sobre todos los países y borrar la
civilización cristiana, y que Los protocolos de los sabios de Sión, a pesar de que ellos mismos niegan su
autenticidad, se van cumpliendo progresivamente sobre el mundo (…) Habría que ser selenitas para no ver
que los jefes de las Repúblicas Soviéticas son judíos, para no advertir que las logias del mundo masónico son
los vigilados instrumentos del judaísmo, que los grandes banqueros, que las empresas cablegráficas, que la
gran prensa europea y norteamericana, en fin, tienen el sello de estos ricos y astutos circuncisos” (24-10-1936).
Y, por cierto, en Europa mismo proliferaron los discursos antisemitas de la jerarquía. Así, cuando Hitler
ascendía al poder en Alemania, el obispo austríaco de Linz, Johannes María Gföllner, en una carta pastoral
decía: “Está fuera de duda que muchos judíos (…) ejercen una influencia extremadamente perniciosa en casi
todos los ámbitos de la civilización moderna. La economía y los negocios (…) el derecho y la medicina, la
sociedad y la política están todas siendo infiltradas y contaminadas por los principios materialistas y liberales
que proceden primordialmente del judaísmo. Los diarios y folletos, y el teatro y el cine, están llenos de
elementos frívolos e inmorales que envenenan profundamente el alma de los cristianos, y en su mayor parte,
de hecho, es el judaísmo quien los inspira y disemina (…) No sólo es legítimo combatir y derrotar la perniciosa
influencia del judaísmo, sino que en verdad constituye un estricto deber de conciencia de todo cristiano
informado. Uno sólo puede esperar que los arios (sic) y los cristianos reconocerán crecientemente los peligros
y problemas creados por el espíritu judío y lucharán contra ellos más tenazmente” (David I. Kertzer.- The
Popes against the Jews. The vatican’s role in the rise of modern anti-semitism; Vintage Books, New York, 2002;
pp. 274-5).
Por otro lado, el cardenal arzobispo de Varsovia, August Hlond, en una carta pastoral de 1936, afirmaba que
los judíos eran “la vanguardia del ateísmo, del movimiento bolchevique y de la actividad revolucionaria”
(Ibid.; p. 275). Y si bien “condenaba la violencia anti-judía, estimulaba el boicot a los comercios y publicaciones
judías. Y advertía que los judíos le estaban haciendo una guerra a la Iglesia Católica” (Ibid.). Además, en 1937
“el Sinodo de obispos polacos adoptó una resolución sobre educación pública instando a una prohibición de
que judíos enseñasen a estudiantes católicos y a que estudiantes judíos fueran enseñados en las mismas
clases que niños católicos” (Ibid.; p. 276). Incluso varios diarios católicos instaban a que los judíos fuesen
expulsados de Polonia. Así, “un folleto publicado por los jesuitas polacos expresaba simplemente: ‘Los judíos
debían ser expulsados de las sociedades cristianas’” (Ibid.). Y el diario católico Maly Dziennik expresaba a
comienzos de 1939: “Los judíos deben ser obligados a emigrar, no por métodos nazis sino cancelándoles su
ciudadanía y reorganizando nuestra economía nacional de acuerdo a las necesidades del pueblo polaco. No
hay otro modo” (Ibid.).
Más aún, cuando a finales de los años 30 en Polonia se experimentaba crecientemente la amenaza alemana,
“importantes prelados polacos difundieron la idea del libelo sangriento, creencia de que los judíos asesinaban
niños cristianos y usaban su sangre para Pascua” (Gerald Posner.- God’s Bankers. A History of Money and Power
at the Vatican; Simon & Schuster, New York, 2015; p. 86). Y “la generalidad de la prensa católica polaca
consideró la ‘Noche de los cristales rotos’ (matanza de judíos, acompañada de la destrucción de casi todas las
sinagogas de Alemania y de Austria, y de miles de establecimientos comerciales de judíos en noviembre de
1938) como equivocada pero ‘comprensible’” (Michael Phayer.- The Catholic Church and the Holocaust, 1930-
1965; Indiana University Press, Bloomington, 2000; p. 10).
A tanto llegó el antisemitismo del propio vaticano en los 30, que cuando finalmente Pío XI escribió una
encíclica crítica de los hostigamientos nazis a la Iglesia Católica en 1937 (Mit Brenender Sorge), no sólo no
cuestionó para nada el antisemitismo nazi, sino que incluso se refirió a que “Jesucristo (…) tomó la naturaleza
humana de un pueblo que más tarde había de crucificarle” (Colección de Encíclicas; Talleres Roetzler, Buenos
Aires, 1946; p. 361). Es decir, retomó la vieja y terrible acusación de deicidio…
Pero además, la Iglesia Católica alemana le aportó al régimen nazi un elemento clave de su política antisemita:
¡Le compartió en 1933 los registros parroquiales! aportando “detalles de pureza de sangre mediante los
registros de bautizos y matrimonios. Esta tarea acompañaba al sistema de cuotas para judíos en escuelas y
universidades, así como en diversas profesiones, en particular el derecho y la medicina, y con esos atestados
se daría cuerpo finalmente a las Leyes de Nuremberg” (John Cornwell.- El Papa de Hitler. La verdadera historia
de Pío XII; Planeta, Barcelona, 2005; p. 178). Además, el Vaticano no hizo objeción pública alguna cuando
dichas leyes antisemitas fueron impuestas en 1935, pese ¡a que incluían en su discriminación a los católicos
de origen judío!
Por otro lado, el Vaticano y los episcopados europeos apoyaron otras leyes antisemitas que proliferaron a
fines de los 30. Así, previo a que se aprobase una ley antisemita en Hungría en 1938, el jesuita Mario Barbera
escribía en la revista vaticana La Civilta Cattolica que “los judíos se han convertido en los amos de Hungría en
todos los aspectos”, y que “su instintiva e insoportable solidaridad es suficiente para ellos para hacer causa
común para llevar a cabo su objetivo mesiánico de dominación mundial”; por lo que señalaba que “el
antisemitismo húngaro-católico (…) es un movimiento de defensa de las tradiciones nacionales y a favor de la
verdadera independencia y libertad del pueblo magyar” (Kertzer; p. 279).
Más aún, cuando el secretario de Estado vaticano Eugenio Pacelli (futuro Pío XII) fue en mayo de 1938 a
Hungría a inaugurar el Congreso Eucarístico Mundial –y mientras el Parlamento húngaro discutía dicha ley-
dijo: “En la concreta realización de su destino y sus potencialidades, cada pueblo sigue, dentro del marco de
la Creación y Redención, su propio camino, promoviendo sus leyes no escritas haciendo frente a las
contingencias según lo que sus propias fuerzas, sus inclinaciones, sus características y su situación general
aconsejan y muchas veces imponen” (Cornwell; p. 211). Y para que no quedara sombra de duda, agregó:
“Oponiéndose a los enemigos de Jesús, que gritaban ante él ¡Crucifícale!, nosotros le cantamos himnos que
expresan nuestra lealtad y nuestro amor. Actuamos de ese modo sin amargura, sin una brizna de superioridad
ni arrogancia, hacia aquellos cuyos labios y cuyos corazones siguen rechazándole aún hoy” (Ibid.). Y,
finalmente, como miembros de la Cámara alta del Parlamento, votaron a favor de dicha ley el cardenal
Jusztinian Seredi y el obispo Gyula Glattfelder (ver Phayer; p. 13).
Pero sin duda lo más revelador fue el apoyo global dado por el Vaticano y los obispos italianos a las leyes
antisemitas aprobadas por Mussolini en 1938, ¡y pese a que incluían a los católicos de origen judío! Dichas
leyes “destituían a todos los profesores judíos de las escuelas públicas; expulsaban a los niños judíos de los
colegios secundarios; y ordenaban la separación de los niños judíos de los católicos en las escuelas primarias.
Los judíos fueron destituidos del servicio civil y excluidos de los otros campos de la vida pública; echados de
las fuerzas armadas e impedidos de poseer grandes negocios. Los matrimonios entre judíos y católicos fueron
prohibidos y los judíos ya no podían emplear más cristianos en sus hogares” (Kertzer; p. 282). L’ Osservatore
Romano sólo manifestó su preocupación sobre “sus provisiones matrimoniales, explicando la posición de la
Iglesia (en contra de la prohibición de matrimonios con judíos conversos) y expresando la esperanza de que
ellas aún podían enmendarse” (Susan Zuccotti.- Under His Very Windows. The Vatican and the Holocaust in
Italy; Yale University Press, 2002; p. 52).
Notablemente, a comienzos de 1939 el obispo de Cremona y el cardenal arzobispo de Florencia, Elio Dalla
Costa, apoyaron dichas leyes. Así, el primero en un sermón señaló que “la Iglesia nunca ha negado el derecho
del Estado a limitar o impedir la influencia económica, social y moral de los judíos, cuando esto ha sido dañino
para la tranquilidad y el bienestar de la nación. La Iglesia nunca ha dicho o hecho algo para defender a los
judíos, lo judaico o el judaísmo” (Kertzer; p. 284). Y el segundo (pese a que era antinazi) expresó en un boletín
del arzobispado: “La Iglesia enseña absoluto respeto y completa obediencia a la ley y la autoridad civil, cuando
ellas no ordenan algo que vaya contra la ley divina”; y que “respecto de los judíos nadie puede olvidar la
ruinosa obra que ellos a menudo han hecho, no sólo contra el espíritu de la Iglesia, sino también en detrimento
de la convivencia civil. (…) Sobre todo (…) la Iglesia ha considerado en todas las épocas que vivir junto a los
judíos es peligroso para la fe y la tranquilidad del pueblo cristiano. Por ello la Iglesia ha promulgado por siglos
leyes dirigidas a aislar a los judíos. La Iglesia nunca ha cambiado sus políticas de prohibir a los cristianos de
trabajar en hogares judíos o de prohibir que los niños cristianos sean enseñados por judíos” (Ibid.; p. 285).
Y, por cierto, los periódicos fascistas citaron en favor de sus leyes discriminadoras la sistemática campaña
antisemita llevada a cabo por la revista vaticana-jesuita La Civilta Cattolica desde 1880. Así por ejemplo,
el periódico Il Regime Fascista concluía irónicamente el 30 de agosto de 1938: “Confesamos que en la teoría
como en la práctica, el fascismo es muy inferior al rigor de La Civilta Cattolica”; y que “los Estados y las
sociedades modernas, incluidas las naciones más sanas y valientes de Europa, Italia y Alemania, tienen
todavía mucho que aprender de los padres de la Compañía de Jesús” (Georges Passelecq y Bernard Suchecky.-
Un silencio de la Iglesia frente al fascismo. La encíclica de Pío XI que Pío XII no publicó; PPC Editorial, Madrid,
1997; p. 158).
Pero ciertamente lo más ominoso fue que el mismo 30 de enero de 1939 en que Hitler anunció al mundo que
si se producía una guerra él intentaría aniquilar al pueblo judío; el arzobispo de Friburgo, Conrad Gröber, en
una carta pastoral, “dijo que los judíos odiaban a Jesús y que por eso le crucificaron, y también que su carácter
letal continuaba afligiendo al mundo incesantemente, que su ‘odio homicida ha continuado en los últimos
siglos’” (Daniel Goldhagen.- La Iglesia Católica y el Holocausto. Una deuda pendiente; Taurus, Buenos Aires,
2003; p. 185). Y, como si nada, dos semanas después dicha carta pastoral fue publicada (ver ibid.)…