imagen: Camaguey
Ellos y nosotros
La crisis y la escasez de insumos, la inconformidad con la gestión del gobierno, la censura oficial, la pandemia y el bloqueo se combinaron para producir las mayores manifestaciones opositoras de las últimas seis décadas.
Amaury Valdivia, desde Camagüey
Brecha, 16-7-2021
Este martes las protestas contra el gobierno cubano llegaron hasta mi barrio. Poco antes de las seis de la tarde la presidenta del comité pasó avisando por las casas para que los vecinos nos reuniéramos en la esquina de la cuadra, en previsión de que pudiera «pasar algo».
Los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) son la organización de masas con más miembros en el país, unos 8 millones; en teoría, todos los cubanos mayores de 14 años. Cada cuadra de las ciudades y poblados, cada comunidad rural cuenta con su propio CDR. Su presidente y activistas (para vigilancia, atención a personas vulnerables…) son electos entre los vecinos. Antes eran cargos que implicaban un gran honor, pero desde hace tiempo son responsabilidades ingratas, que suelen asumir militantes del Partido Comunista o viejos combatientes de la revolución o la guerra contra el apartheid de los años ochenta. En mi cuadra, la presidencia la ejerce una jubilada apacible llamada Dora.
Desde siempre, la oposición ha pintado los CDR con los tintes más sombríos. Incluso hoy, líderes disidentes los acusan de prestarse a vigilancias y actos de repudio. No es mi experiencia.
En enero de 2018 fui sancionado y despedido de mi empleo como reportero de un periódico estatal. Mi delito era haber colaborado bajo seudónimo con medios extranjeros, como Brecha, y algunos de los no estatales que por entonces florecían en la isla. Para ninguno había redactado una nota que pudiera considerarse «contrarrevolucionaria», pero mi comportamiento implicaba una violación de las normas del Partido Comunista, al que se subordina todo el sistema de la prensa pública en Cuba.
La sanción de marras implicaba que durante los siguientes cuatro años no podría ejercer mi profesión ni trabajar como profesor o en cualquier otra actividad «ideológica». También me colocaba, quisiéralo o no, bajo el genérico de periodista independiente, con todo lo que eso implicaría en cuanto al peligro de detenciones policiales o represalias hacia mi familia. Al menos eso indicaba la experiencia de colegas en una condición similar, que regularmente denunciaban presiones del «régimen y sus organizaciones afines», entre ellas los CDR (véase, sobre la censura y las presiones a la prensa independiente, «Shakespeare reinterpretado», Brecha,27-VII-18).
Casi todos esos informadores hoy escriben sobre Cuba desde México, España o Estados Unidos. Salvo por una pequeña revista opositora radicada en la ciudad donde vivo (Camagüey, 550 quilómetros al este de La Habana), todos los medios de la llamada prensa independiente cubana tienen sus consejos de dirección establecidos también fuera de la isla.
A despecho de lo que esperaba, a nadie en el vecindario pareció importarle mi nueva condición. A la vuelta de tres años y medio solo recuerdo una vez en que la delegada (concejala) del barrio le preguntó a mi madre a qué me dedicaba, en referencia a si tenía empleo o necesitaba ayuda para encontrar uno, y otra vez en que pasaron citándome para que, como reservista del servicio militar, me incorporara por algunos días a la campaña de fumigación contra el mosquito Aedes aegypti, transmisor del dengue. «No queda otra que pensar que a la seguridad se le perdió tu expediente», se burló un amigo cuando le comenté el caso.
Durante la pandemia, los CDR revelaron funcionalidades insospechadas. Cuando el desabastecimiento convirtió en moneda corriente las colas y los acaparadores hacían su agosto, fueron utilizados por el gobierno para elaborar los listados de las familias residentes en cada barrio y organizar las ventas de pollo, aceite y artículos de aseo. Ese esquema comercial, complementario al de los alimentos que se entregan mediante las libretas de abastecimiento, encontró fuerte oposición de parte de quienes habían hecho de la reventa una jugosa fuente de ingresos (véase, sobre las dificultades en el abastecimiento de alimentos y el mercado informal, «El pecado de la carne», Brecha, 18-VI-21). Entre los manifestantes del domingo encontré a unos cuantos de esos coleros, todavía molestos por la medida.
Los CDR también se han encargado de facilitar la campaña de vacunación. El aviso para nuestra primera dosis de Abdala nos lo trajo Dora, y mi esposa, también periodista, se encontró con que, en la mayoría de los barrios, los propios vecinos habían organizado el traslado de ancianos y personas con movilidad reducida hasta los vacunatorios.
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Con tales antecedentes era de suponer que no tomara a mal la convocatoria hecha por nuestra presidenta. Alguna razón de peso debía tener, razonó mi padre.
Como la noticia me sorprendió saliendo de casa, le pedí que justificara mi retraso de algunos minutos mientras iba a comprar algunas viandas y frutas. Había recibido el dato de una casa en que las vendían a sobreprecio, pero con mayor calidad y variedad que en el mercado estatal. La compra en sí no me demandó más que unos minutos. Más demoré en que el vendedor se condoliera de mi incomunicación y decidiera pasarme algunos VPN con los que acceder a Internet.
Desde los disturbios del domingo 11, cuando miles de personas salieron a la calle en unas protestas sin parangón en las últimas seis décadas en Cuba, el gobierno había cortado los servicios de conexión. Pero mi nuevo «amigo», el vendedor, había encontrado la forma de burlar el cerco. Su secreto eran unas cuentas pagadas desde «afuera», a las que cualquiera en la isla podía suscribirse previa invitación. «Tienes que ponerte pa’ esto. Por esta vía sí que no te pueden cerrar», dijo como si revelara el más valioso secreto.
A esa hora, mi trabajo y, por ende, mi sustento dependían de que lograra revisar correo y redes, por lo que su ayuda fue como un regalo de Navidad en julio. «Cuando termine en lo del CDR, me sentaré en casa a trabajar con calma», pensé mientras desandaba las pocas cuadras que separaban ambos sitios.
Apenas llegaba a la esquina de la reunión cuando una amiga empezó a llamarme al móvil con una insistencia justificada por la noticia que tenía entre manos. «Valdo, mi mamá acaba de llamarme desde Miami dando gritos. Allá están diciendo que en Camagüey la gente se sublevó, que es la “primera ciudad libre del comunismo en Cuba”, que tomaron las estaciones de Policía y secuestraron al primer secretario del partido.»
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Los disturbios del domingo me habían sorprendido en casa, durmiendo la siesta en previsión de un corte de electricidad que tocaría esa noche en nuestro circuito (véase, sobre los problemas en el suministro de energía cubano, «Tres horas y tres minutos», Brecha, 19-VII-19).
Descansar sin al menos un ventilador es una proeza que pocos consiguen en Cuba durante los meses de verano. Por eso, acopiaba fuerzas para una madrugada de vela-sueño en la que probablemente intentaría escribir en el móvil.
Fue a las cuatro de la tarde cuando mi padre me avisó que el presidente Miguel Díaz-Canel estaba en televisión, hablando de una protesta que horas antes había tenido lugar en una pequeña ciudad, 30 quilómetros al suroeste de La Habana.
Oírlo y salir a la calle fue una sola acción. Aunque el servicio de Internet era irregular, a retazos me enteraba de que disturbios similares se sucedían en todas las capitales de provincia y varias poblaciones menores.
La norma en Camagüey, como en La Habana y otras localidades, había sido que un núcleo duro de manifestantes se contactaran desde días antes, acordando reunirse la tarde de ese domingo en alguna barriada popular. De ahí en más, el guion planteaba dirigirse hacia sedes de gobierno, con transmisiones en vivo a través de Facebook y otras redes sociales y reiterados llamados a la concordia. Mientras, en otros puntos de las tramas urbanas se desatarían saqueos a las tiendas en moneda libremente convertible y enfrentamientos en barriadas periféricas.
Tengo referencias directas de que la dualidad marcha pacífica/marcha violenta se repitió al menos en La Habana, Santa Clara y Camagüey, tres de las principales ciudades.
En la capital, pasado el mediodía, un grupo de manifestantes inicialmente pequeño se fue nutriendo de curiosos, confundidos e inconformes con la gestión del gobierno, y a partir de las inmediaciones del mercado de Cuatro Caminos se consideró con fuerza suficiente como para enrumbar hacia el cercano Capitolio Nacional, sede del Parlamento, donde comenzaban a concentrarse fuerzas policiales.
En numerosos videos de esa protesta suele verse a líderes, en apariencia espontáneos, que conducen la marcha y convocan a la tranquilidad en cámara. A la misma hora tenían lugar saqueos en tiendas ubicadas a menos de dos quilómetros de allí, en las calles comerciales de Centro Habana; y en El Cerro, otro barrio capitalino, una suerte de primera línea apedreaba patrullas y custodios que montaban guardia en instituciones estatales.
Siguiendo la misma estrategia, en Santa Clara la protesta partió de Condado, un barrio popular. Mientras parte de los asistentes buscó dirigirse hacia el centro de la ciudad, decenas de manifestantes (en su mayoría jóvenes) tomaron en dirección opuesta, rumbo a la llamada zona hospitalaria, lanzando piedras y gritos contra la «dictadura» y los «chivatos». «Al Cardiocentro (el hospital de cardiología) no le dejaron ni un cristal sano en el primer piso», me contó una colega residente a pocas cuadras del lugar.
El domingo yo había salido a la calle solo con fragmentos de información, que me llegaban a través de la intermitente conexión a Internet. Uno de esos flashazos podía traerme de golpe decenas de mensajes de Facebook y Telegram. Por ellos vine a enterarme de que también en Camagüey la gente se había «botado para la calle»; incluso alguien aseguraba que muy cerca de mi ubicación la Policía acababa de disparar con balas de goma y un anciano había resultado herido.
Fue siguiendo la traza de los acontecimientos que llegué a la calle Palma, una zona marginal encajada entre el centro histórico y la ciudad nueva. Desde siempre esa ha sido una zona desfavorecida. Sus primeros habitantes la ocuparon a comienzos del siglo XX, aprovechando que por entonces formaba parte de la periferia y ni a autoridades ni magnates parecía importarles por su vulnerabilidad ante las inundaciones del cercano río Hatibonico.
El principal intento por cambiar ese orden de cosas se produjo en los años ochenta, cuando del otro lado del río se construyó la Plaza de la Revolución (todas las capitales de provincia cuentan con una) y se reformó un edificio colonial para convertirlo en asiento de la Gobernación. El proyecto también contemplaba la demolición del barrio de Palma, para levantar allí una urbanización de edificios multifamiliares.
Como tantos otros planes, la crisis de los noventa paró en seco la reconversión y Palma siguió siendo el barrio de negociantes, prostitutas y ladrones de bicicletas, del que cada tanto llegan historias de peleas y apuñalamientos (véase, sobre las actuales desigualdades en Cuba, «En tierra de iguales», Brecha,7-VI-19).
Fue ahí donde por fin encontré protestas. Después me enteraría de que allí tenía lugar el capítulo pacífico de la jornada, con decenas de personas intentando cruzar los puentes de Triana e Ignacio Agramonte, para seguir rumbo al gobierno provincial. En esas estaban cuando me enteré de que su contraparte violenta tenía por escenario un barrio residencial al norte del entramado urbano, donde decenas de jóvenes habían lanzado piedras a una patrulla y los policías les habían ripostado con tiros al aire.
La mujer que me mostró el video de aquel disturbio fue también la primera a la que le escuché hablar sobre varios grupos de Telegram que desde días antes venían convocando a las marchas y orientando cómo evitar las detenciones policiales o preparar cocteles molotov. «Hay VPN, como Tunnel Bear, que están dando gratis 10 gigas de conexión para los cubanos», me dijo. Entonces no le creí.
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Los problemas de Cuba son conocidos por cualquier lector de Brecha. Aquí hemos intentado contarlos con objetividad (véase, por ejemplo, la recopilación «La economía cubana» en nuestra web). Muchos pueden atribuirse a mala gestión del gobierno o a incapacidad de los residentes en la isla, pero otros tantos, muchos, se derivan de la política de agresiones de Estados Unidos, que algunos insisten en negar o blanquear bajo la inocua fórmula de «embargo».
Las dudas que pudieran quedarme acerca de los hilos que movían a los manifestantes más radicales se despejaron la tarde del martes. Mientras veíamos que en nuestro barrio nada sucedía y el tránsito continuaba inmutable por la avenida cercana, en Miami miles se lanzaban a las calles celebrando la «liberación» de Camagüey y reclamando, ahora sí, una «intervención humanitaria». Y el alcalde de la ciudad, Francis Suárez, y el senador Marco Rubio confesaban sus esfuerzos para conseguir «al menos una ronda de ataques aéreos» contra el régimen comunista. Todavía no logro entender cómo harán sus misiles para distinguir entre tirios y troyanos.