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Úlceras del tiempo…

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Daniel Pizarro es un gran escritor. ¿Hace falta una prueba? Esta es una. Una más. Un texto que limita con la excelencia…  Úlceras del tiempo

Foto: Nathan Dumlao, en Unsplash
Úlceras del tiempo

Un cuento de Daniel Pizarro
Cada tanto me pregunto si soy lo que soy porque ayer fui lo que era o si más bien soy lo que soy porque he dejado de ser lo que era… Y como la verdad es que todavía no sé lo que soy tampoco podría decir lo que era entonces, hace unos treinta años más o menos…

Puedo decir que entonces, en aquellos tiempos, mi padre me consiguió mi primer trabajo formal, un empleo burocrático de jornada completa. Entonces no sabía nada de nada y mucho menos de tareas administrativas, pero mi padre tenía un cargo importante en la universidad y acomodó algunas piezas para hacerme lugar en un programa por medio del cual dicha casa de estudios prestaba cierta clase de servicios a un instituto público de capacitación técnica. Me expreso con la vaguedad de entonces pues nunca entendí cabalmente la relación entre la universidad y ese instituto, menos el objetivo del programa ni el sentido de tal capacitación.

Era mi primer día en el trabajo y me encontraba impensadamente en una oficina reservada para mí, vestido con el mismo traje y la corbata que me habían regalado mis padres para la ceremonia de graduación de cuarto medio a la que no asistí porque no quería saber más de mis compañeros de liceo, unos energúmenos cada vez más eufóricos al acercarse el día en que a su modo de ver serían excarcelados, ciegos ante el hecho de que afuera del liceo los esperaban unos grilletes todavía más pesados.

Así que me puse a dibujar. Arranqué una hoja del bloc de notas que había encima del escritorio y empecé a esbozar figuras humanas con un bolígrafo azul. Desde muy niño me gustó dibujar, sobre todo el cuerpo humano en escorzo, en distintas poses y actitudes que representaban esfuerzo físico y por lo tanto hacían resaltar la musculatura y la tensión vital. Perdí la noción del tiempo y durante todo ese lapso nadie vino a darme una bienvenida ni nada parecido. Ningún funcionario se asomó a la oficina y tampoco se me ocurrió salir a buscarlos, a pedir orientación, a preguntar en qué consistían mis labores para comenzar a entenderlas. Seguí dibujando figuras humanas hasta el mediodía.

*Al terminar cuarto medio me hallaba en blanco y mi padre me convenció de matricularme en Lengua Inglesa en la Universidad Autónoma de Copiapó, donde él dirigía un programa de estudios que le insumía algunas horas al mes. Había alquilado una casa para cuando le tocaba viajar. Además tenía una amante, que era la menos feliz con su idea de prestarle la casa al hijo. Mi padre estaba separado de mi madre hacía años pero tenía otra mujer en Santiago. Sus enredos sentimentales nunca me importaron. Decían en Copiapó que una alumna suya fue a pedir que le subiera las calificaciones para poder aprobar el ramo. Mi padre habría contestado: Yo se las subo si usted se los baja. Con ese rumor me recibió la ciudad. Otra época, sin duda. Mi padre se aburría bastante rápido de las mujeres y yo estaba acostumbrado a sus malabares para acomodar las situaciones, los tiempos, los distintos rincones para el amor, era la misma habilidad que utilizaba para tratar de hacerme un lugar decente y digno en el mundo a la manera en que él entendía la decencia y la dignidad.

Me recuerdo de un edificio muy feo de cuatro pisos con escaleras por el exterior, una de mis clases se impartía en el último así que la perspectiva desde las ventanas era más amplia, podía mirar el desierto y la infinita sucesión de cerros con las más variadas tonalidades del ocre. Delante del curso se plantaba el profesor Espinoza a hablarnos de William Shakespeare y a mí me asistía la nebulosa impresión de que la escena presidida por ese hombre quijotesco de pelo blanco peinado hacia atrás con laca era un equívoco irremediable y penoso, no digo que Shakespeare fuera indigno de ser conocido por nosotros, por cualquier estudiante en cualquier rincón del planeta, digo que el dramaturgo inglés no se avenía con el desierto de Atacama y que el desierto no se avenía conmigo, y yo no me avenía con los tres o cuatro alumnos de Lengua Inglesa que habían caído en esa sala como si los hubieran arrojado en paracaídas con una venda en los ojos, para que me entiendan.

Al volver de clases me topaba con la amante de mi padre, con quien tampoco me avenía. Me miraba como si le hubiese arruinado la existencia. Su nombre intimidaba de por sí: Carlota. Carlota en Copiapó, la llamábamos entre mi padre y yo. A pito de nada sacaba a relucir a un abuelo alemán que había sido ingeniero en las salitreras. Apenas nos dirigíamos la palabra; ella cocinaba para sí misma, así que yo debía preocuparme de comprar algo de comida para la tarde y el desayuno de la mañana siguiente. Cuando mi padre aparecía por Copiapó se convertía en otra persona, una mujer dulce, amable, encantada de mi presencia. Mi padre no era ningún idiota y se daba cuenta de todo, y cierta vez que nos quedamos solos me insinuó la posibilidad de que también me hiciera amante de Carlota, siempre y cuando estuviese disponible para él durante sus viajes. Mi padre poseía ante todo olfato práctico y le parecía la mejor solución a los problemas de convivencia, pues dinero para pagar una casa aparte a esa mujer o a mí no tenía. Entonces no me resultó aberrante su proposición, ignoro si habrá sido porque yo era como era o porque vivía como un sonámbulo anestesiado por todas las circunstancias que parecían haberme elegido a mí y no al revés, como dicen que debería suceder cuando uno toma las riendas de su propio destino. Pero a Carlota la encontraba demasiado mayor, demasiado parca, y además no me atraían sus caderas anchas y esas piernas como jamones que siempre fueron la perdición de mi padre. Me hice el de las chacras, como se dice.

Duré un año en Lengua Inglesa y arranqué a Santiago. Realmente fue una fuga porque no di aviso a mi padre sino hasta encontrarme de vuelta con él, cara a cara en su oficina. Tampoco me despedí de su amante ni le dejé una nota escrita ni mensaje alguno, aunque pensé en cagar encima de su cama. Sé que murió hace unos años en un accidente de carretera, algo terrible. Me fui de Copiapó el mismo día en que al profesor Espinoza le sucedió un episodio más denigrante que bochornoso: escupió su placa dental superior en plena recitación de un soneto shakesperiano. No olvido los primeros versos:
When I consider everything that grows
holds in perfection but a little moment…

Un objeto con forma de herradura rebotó por el piso de vinilo, los alumnos lo seguimos con la vista sin movernos de nuestras sillas. En vez de correr tras la placa el profesor se agachó con toda calma y aplomo y abandonó la sala. Nos quedamos esperándolo, mirándonos desconcertados sin poder abrir la boca, pero esa tarde no volvió.

Quizás porque soy el que soy pienso que ese accidente guarda relación con el hecho de que la lengua inglesa, en particular la de los siglos dieciséis y diecisiete, jamás será el idioma del profesor Espinoza, entonces el sobreesfuerzo realizado para dar con la pronunciación y el tono (o lo que él estimaba habrían de ser la pronunciación y el tono apropiados) le pasó la cuenta y el artefacto dental cobró vida propia como cabreado de tantos despropósitos. He sabido que el profesor también dejó este mundo.

*Durante unos meses atendí una confitería en avenida Matta, cerca de donde vivía, para pagarme los estudios en la Escuela de Artesanos. Todos los días sacaba un helado del congelador que luego el dueño de la confitería me descontaba de la paga. Era incapaz de vencer mi impulso por el helado. Un día entró un tipo a venderme una cadena de oro. Me dijo que se iba de viaje y necesitaba dinero, lo que fuera. Tomé la cadena y se la pagué con plata de la caja. Al final resultó ser de bronce y ese mes quedé debiendo dinero al dueño de la confitería. Digamos que pagué por trabajar. Mi padre se estaba preocupando por mí o mejor dicho nunca había dejado de preocuparse, yo era un problema pendiente dentro del esquema mental que le dictaba la manera de conducirse en la vida. Así que me ofreció reingresar a la universidad, esta vez a la Escuela de Artes, para seguir desarrollando mis capacidades plásticas pero con mayores perspectivas, a su modo de ver…

Un año pasé en esa escuela donde se fumaba marihuana a destajo, hasta que una tarde me dirigí a su oficina, ubicada en el mismo campus, para anunciarle de frente que no quería saber nada más de estudios y que por favor se abstuviera de ayudarme, su hijo no quería ser un profesional a como diera lugar sino… sino… Quiero hacer lo que me dé la gana, le dije. Me miró un instante y se tomó las manos como hacen los sacerdotes: Bueno, hijo, a trabajar se ha dicho… No esperaba ninguna ayuda de su parte, pero al poco tiempo me ofreció el empleo administrativo y lo acepté porque estaba muy pobre.

*De verdad estaba pobre. Arrendaba una pieza en el patio trasero de una casa en La Cisterna y trataba de ganarme la vida como ayudante del que había sido mi maestro en la Escuela de Artesanos, esculpiendo y puliendo roca por muy pocos pesos. Comencé a hurtar dinero a la primera oportunidad. Billeteras o carteras descuidadas, dinero suelto en los cajones de un velador. La peor parte se la llevó Eliana, mi vecina de la pieza contigua. Era de mi edad pero ya trabajaba como profesora de educación básica con jornada completa, y yo me presentaba en su pieza por las noches y me tendía a su lado. Algunas veces me permitió darle unos besos y abrazarla, pero nunca ir más allá como si intuyera lo que me traía entre manos. Le pedía por favor que me preparase un té, ella partía a la cocina y yo empezaba a rebuscar dinero entre sus pertenencias. Nunca me soplé de una sola vez todos sus billetes, suponiendo que como Eliana recibía un sueldo fijo cada mes quizás no echaría de menos dos, tres y hasta cinco mil pesos de la época. Robo sostenible, podríamos decir hoy. Hasta que una noche entró en mi pieza sin golpear y me preguntó por qué lo hacía, por qué a ella que me había entregado su confianza y hasta un poco de su afecto. Lo había notado desde un principio e incluso cuando partía a preparar el té iba con el grueso de su dinero en los bolsillos y digamos que me dejaba una propina para mis necesidades esperando, sin embargo, que ésa fuera la última vez. Esperaba que yo me arrepintiese y le confesara mi conducta. Pero pasaba el tiempo y yo no decía nada, así que se había decidido a encararme. ¿Hasta cuándo?, me preguntó.

Lo peor de robar es que te descubran. En realidad era lo único malo. Eso pensé entonces y reconocí que no sentía ningún remordimiento; pagar por algo me producía una sensación dolorosa, en cambio robarlo me causaba placer. Ante mis ojos se desplegó la perspectiva del ladrón profesional. Era un “tómalo o déjalo”. Robar me resultaba indiferente, ahí estaba el peligro. Por eso desistí. Puede que en ese mismo instante haya dejado de ser lo que era o renunciado a convertirme en otro muy distinto del que soy. No lo tengo claro. Casi en sincronía con esa decisión vino la oferta de mi padre para tomar el empleo en la universidad.

*Nadie me explicaba nada. Digo: pasaron días, semanas, meses y yo seguí sin comprender mi trabajo. Mi jefe, la única persona con quien me relacionaba, era un fantasma laboral. Se asomaba al mediodía por la oficina y me hacía la misma pregunta: ¿Mandaste los papeles al ICE? ICE era la sigla del instituto que promovía la capacitación a gran escala, la panacea del fin de milenio. Esos papeles debían remitirse cada treinta días, pero mi jefe entendía menos que yo del trabajo y seguía haciéndome la misma pregunta una y otra vez. Desaparecía hasta el mediodía siguiente porque estaba contratado en otro servicio público. En esos tiempos todavía era posible tener dos y hasta tres contratos en paralelo, yo diría que la administración pública se había convertido en la carroña del botín luego de que los grandes empresarios terminaran por apropiarse de todos los bienes comunes: la tierra y el agua, los recursos naturales, las empresas del Estado, etc., con el concurso de estas almas que por primera vez en su vida al menos podían acceder a cargos en cuya descripción podía leerse la palabra “jefe”, la palabra “director”, la palabra “especialista” o “asesor”, y que recibían un sueldo fijo cada mes más otras prebendas que podrían obtener por fuera siempre y cuando se hallaran en posición de negociar alguna adjudicación de servicios de terceros o, dicho con una imagen plástica, si lograban encajar su poruña en alguno de los caudales de dinero que comenzaban a fluir en abundancia en esa larga temporada de buenos negocios llamada transición a la democracia, al decir de los autores de una reciente nota de periódico. Lo vi y lo viví.

Nadie me explicaba nada, pero yo tampoco hacía esfuerzos por entender; seguía dibujando figuras humanas en escorzo. Por las tardes el encierro se volvía desesperante y entonces partía al cine. “Voy al ICE”, anunciaba a cualquiera que pudiera oírme al cruzar el pasillo, otros funcionarios administrativos a quienes no incumbían ni interesaban mis funciones y que al oírme no harían más que constatar para sí: “Fulanito partió al ICE”. Nunca vi tanto cine como entonces. Vi de todo y sin discriminar, desde Terminator II hasta Ghost, la sombra del amor. Hollywood a la vena. Siempre me apasionó el cine, debe ser una de las expresiones de la cultura que más disfruto, así que las tardes se convirtieron en un relajo. Luego regresaba a la universidad para marcar asistencia en el reloj control y como lo hacía tarde más encima me pagaban horas extras.

No siempre partía al cine; a veces me juntaba con mi polola de entonces que se había comprado un Renault usado color ladrillo y nos dirigíamos al Cajón del Maipo para tirar sobre los asientos en algún camino perdido entre las montañas. Cualquiera fuese el destino ella me hacía pagar la mitad de la bencina. Esto me parecía normal y solo discutía por el remanente de combustible que quedaba en el estanque, del cual ella haría usufructo más tarde. Son las reglas, me decía, y yo terminaba por aceptarlas, y tampoco me parecía extraño que a cada uno de nuestros amigos le cobrara una cuota por la bencina nada más posar el culo en el Renault. Recuerdo su palma extendida hacia arriba como un platillo para depositar el dinero. Otras veces estacionábamos el auto al pie de un cerro y nos internábamos por las quebradas cargando por turnos cronometrados el peso de la mochila. Podíamos discutir quién se llevaba la peor parte debido al desnivel o la irregularidad del terreno, pero respetábamos la regla del tiempo cronológico. Como un recuerdo aparte sitúo la noche en que subimos hasta una de las piscinas municipales que se encuentran en el cerro San Cristóbal. Era invierno y la inmensa piscina estaba sin agua. El cuidador nos dejó pasar, cosa rara. Algo especial vivimos esa noche corriendo como niños por un espacio vacío con forma de ocho o de infinito. Hoy no le encuentro ningún encanto, tal vez porque ya no soy el que era o porque una piscina sin agua me devuelve una sensación de angustia, no de libertad.

*Puedo decir que con la llegada del Flaco Ayala comencé a entender mi trabajo, pero ya era demasiado tarde. El Flaco era un hombre sencillo, también joven, no miraba más allá de las situaciones inmediatas y jamás me cuestionó por la tremenda cagada con que venía a encontrarse. Hasta aquí yo no me daba cuenta del desastre. Hizo todo lo que yo no había hecho en meses: comenzó a leer documentos, salió a hablar con las personas indicadas, sacó cuentas. No tardó mucho en entender. Hasta aquí yo me olía que había dineros comprometidos pero no podía decir de dónde provenían ni a qué se destinaban. El Flaco me lo explicó y digamos que vi la luz. Pero el barco ya se estaba hundiendo. El ICE financiaba cursos de capacitación, implementos y herramientas, a condición de que más tarde la universidad certificara la asistencia de los participantes y al término de la capacitación los colocara en una práctica profesional o técnica. Esto que puedo describir en cuatro o cinco líneas no lo había entrevisto en meses de sopor, dibujos con un bolígrafo y tardes de cine. Entendí la lógica del asunto y hoy me permito pensar, quizás porque ya no soy el que era, que esa lógica también era fallida o tal vez proyectaba la sombra de otro asunto, una actividad que se lleva adelante sin ninguna convicción porque las verdaderas convicciones deben permanecer ocultas. ¿Qué destino tenía capacitar a jóvenes que con suerte acabarían como mano de obra barata en negocios que requerían cualquier cosa menos “técnicos” calificados, pues todo venía manufacturado del exterior? Los equívocos, las mascaradas, las segundas intenciones eran la música de fondo que acompañaba mi vida. Yo era el que era. Golpeé la puerta de la oficina de mi padre para ponerlo sobre aviso sin preámbulos: Papá, tenemos la cagada en el programa. Le conté que en todos esos meses jamás había hecho seguimiento de los cursos, la universidad había desembolsado mucho dinero teniendo a la vista el financiamiento del ICE, pero se había hecho todo mal y el retorno de los fondos era más que improbable. Mi padre me oyó y luego hizo un gesto que me era muy familiar: se selló los labios con los dedos. Jamás firmes ningún documento, y por ningún motivo —enfatizó— se te ocurra pegar un grito; esto queda entre nosotros. Lo peor es que te descubran, pensé entonces. Lo único malo.

Yo diría que mi padre estuvo detrás del despido de mi jefe, pero nunca llegué a comprobarlo. Lo borró del mapa para tratar de componer el entuerto y nos cayó encima un tipo peor, uno que se daba ínfulas pero tampoco era capaz de entender el programa o de prestarle un mínimo de atención para sacarlo a flote. Le decían Larry, por un personaje de Los Tres Chiflados. Se teñía el pelo de un tono caoba, mismo color de la superficie del escritorio donde yo seguía dibujando a plena vista del Flaco, que no lo reprobaba. Larry colgó en la pared de su oficina el diploma más extravagante que he visto, una fotocopia de bordes chuecos donde se certificaban estudios en marketing y publicidad por la YMCA de Caracas. Entraba en la oficina para darnos alguna instrucción superflua y al final nos recordaba: Ustedes son auxiliares, no administrativos. Au-xi-lia-res. No sé qué clase de resentimiento se traía desde Caracas o donde sea que hubiese vivido. El Flaco y yo nos mirábamos y le contestábamos de lo más tranquilos: Somos administrativos, revisa nuestros contratos. Salía negando con la cabeza como fastidiado de lidiar contra un par de incompetentes.

Ahora que gracias al Flaco Ayala empezaba a entender mis funciones nuestra misión exclusiva consistía en tratar de demostrar ante el ICE que los cursos se habían ejecutado tal y como establecía el contrato, a fin de que nos reintegraran los fondos. El forado iba creciendo y cada tanto partía adonde mi padre para ponerlo al corriente, y él volvía a deslizar los dedos por sus labios como si fueran una cremallera. Me repetía su mantra: No se te ocurra firmar nada, tú no estás para firmar ni autorizar ni un puto papel. Mi padre comprendía mucho mejor que yo los riesgos de que la Contraloría o alguna auditoría interna nos cayera encima, pienso que trataba de no alarmarme para que mantuviese la mente fría, siguiera concentrado en mi misión y no fuera a huir como en otras ocasiones. Me conocía bien y por lo mismo me preparaba sin decírmelo algo así como un asilo en una embajada.

Pero me estoy adelantando. Por entonces terminé con mi polola del Renault. Lo resolvimos de mutuo acuerdo. Una tarde después de tirar en el auto más arriba de San José de Maipo nos quedamos mirando y una luz de inteligencia cruzó entre nosotros. Nos declaramos nuestro profundo aburrimiento recíproco. ¿Cómo nos habíamos soportado tanto tiempo? Soltamos una carcajada. De inmediato hicimos una lista de los objetos que nos habíamos prestado, la mayoría para las excursiones; me cobró una deuda por sus pastillas anticonceptivas y nos preguntamos si devolvernos las fotos y las cartas de amor. Cada cosa que había salido de nosotros fue restituida. No la veo hace años. Sigue viva, estoy seguro.*El Flaco seguía descubriendo mis faltas en el trabajo, errores cometidos antes de su llegada y que de no ser por su aplicación jamás habría advertido. Fuimos a una de las bodegas donde se almacenaban herramientas destinadas a los cursos y me enseñó las cajas donde venían las sierras. Me mostró una orden de compra y una guía de despacho, ambas firmadas por mí. Recordé las advertencias de mi padre. Los cursos requerían cuatrocientas sierras y yo había comprado cuatro mil: las cajas subían hasta el techo. Un cero de más hacía una diferencia de tres mil seiscientas apiladas en la bodega, esperando para oxidarse. Este mes te pagarán en sierras, me dijo.

Saliendo de ahí me apartó hacia un sector aislado del campus donde le gustaba fumar cobijado junto a una higuera y me dijo que estábamos con el agua al cuello. Esta vez sí. Esta vez más que nunca. Los plazos nos caían como una guillotina. Me enseñó listas de nombres a los que les faltaba una firma en la última columna. Cientos de nombres que no sabíamos si habían finalizado el curso de capacitación, si habían asistido al menos a una clase. Si habían realizado su práctica en una empresa. Hojas y hojas en blanco que deberían hallarse completas. De eso se trataba mi trabajo, evidentemente. Ni una palabra a Larry, me advirtió. Seguro que nos tiraba a los leones para salvarse el pellejo. Ya empezaba a sospechar que mi padre había metido al Flaco Ayala en el programa como un ángel de la guarda para corregir mis desatinos. Le propuse pagar de nuestros sueldos un batallón de recolectores de firmas. Lo encontró de alto riesgo, nos exponíamos a destapar la cagada. Fui entendiendo que él pertenecía a la escuela de mi padre y lo agradecí, pues yo seguía siendo el que era.

Esos últimos meses en el programa una Van con chofer nos esperaba temprano en uno de los caminos interiores del campus, cerca de la oficina. Nadie se preguntaba nada al ver que dos funcionarios de traje y corbata bien peinados, bien afeitados, partían a quién sabe qué dentro de un vehículo de la universidad. Pareces recién graduado, me decía el Flaco arriba de la Van. Tal cual, le respondía yo, es mi traje de graduación, a la que no fui. ¿Y por qué no? No quería saber nada del liceo ni de mis compañeros. Y mira dónde terminaste, me decía él sin ánimo de denigrarme ni nada parecido. Todas sus frases eran una simple y clara constatación de los hechos. La ciudad decrecía en altura, en verdor, en asfalto; aumentaba en suciedad y miseria a medida que nos internábamos hacia las poblaciones marginales donde íbamos a pescar a nuestros alumnos, jóvenes en quienes el programa había encendido una llamita de esperanza para su futuro (en modo piloto de calefón, habría que precisar hoy) y a quienes debíamos pedir, convencer, rogar o suplicar, según fuera la disposición del interpelado, que pusieran su firma para acreditar que habían hecho lo que en realidad no habían hecho o sólo hecho a medias, o incluso terminado concienzudamente pero sin obtener ningún beneficio a cambio; todos esos jóvenes seguían donde mismo.

Bajábamos por turnos de la Van para darnos tiempo de digerir el mal rato. Una visita el Flaco, otra yo. La primera se sorteaba al cara y sello. Se me había ocurrido llevar sierras de regalo y al Flaco Ayala no le pareció mala idea.

De las muchas visitas que hicimos en la Van recorriendo los barrios pobres de Santiago recuerdo sobre todo la última. Fue la última porque yo decidí que así fuera. Digamos que fue un acto incondicionado de mi parte, o al menos así lo experimenté en mi fuero interno. Las experiencias anteriores nos decían que por cada diez domicilios lográbamos en promedio dos firmas, las ocho pendientes las postergábamos para más adelante, para una próxima vuelta en la Van que jamás haríamos, para cuando el gobierno anunciara un bono a los más desposeídos o un agresivo plan de empleo que los hiciera cambiar de humor. Como se ve, depositábamos nuestras esperanzas en hechos vagos y muy hipotéticos.

Digo que hubo una última visita y me recuerdo que el joven se llamaba Jonás Lonconao. Todavía lo recuerdo. Era incluso más flaco que el Flaco Ayala y usaba el pelo largo tomado en cola de caballo. Cuando llegué a buscarlo no estaba. Anda comprando el pan, me dijo la madre, y me invitó a pasar para esperarlo dentro. Esa población había nacido de una toma de terreno, algunas casas habían prosperado un poco; ésta no. El piso era de tierra y los padres traslucían todas las señas de ser la primera generación en la ciudad. Puse la sierra sobre la mesa y me miraron agradecidos. El torbellino del mundo les pasaba por delante de los ojos. Ante sus caras impávidas repetí el mismo discurso que largaba en cada visita: la universidad necesitaba certificar la participación de los alumnos, así íbamos acumulando experiencia para mejorar el programa y entregar más capacitación… Una idea no pegaba con la otra, pero yo seguía desenrollando la prédica de un incrédulo. Apareció Jonás y me lanzó su recelo a la cara; volví a repetir el discurso, pero esta vez puse la hoja en blanco y una lapicera delante de sus ojos por si lo pillaba con la guardia abajo. Era mi estrategia y de vez en cuando resultaba. Gruñó al oírme. Nunca le avisaron del curso, hacía más de un año que se había inscrito y se quedó esperando un llamado, una carta, algo. Yo sabía cómo mentir en esos casos, al fin y al cabo era siempre el mismo caso: ¡Cómo! ¿No te llegó el telegrama? ¡Pero cómo! Siempre enviamos cuatro o cinco notificaciones… Estaba muy decepcionado, molesto, cualquiera podía adivinar sus tremendas expectativas con la capacitación. Podría haberle dicho: Olvídate de los cursos, son una mierda, una pérdida de tiempo. Pero por dentro le rogaba: Por favor firma de una vez, me faltan nueve huevones como tú y sólo disponemos de la Van hasta las seis de la tarde. Y firmó. No sé qué habrá pasado por su mente, lo hizo con un desagrado y un sentimiento de derrota que en ese mismo instante ya no me importaron: ahora faltaban nueve firmas. Cuando me alejaba de la casa sentí que un pájaro terrible me rajaba la cabeza. Me palpé y vi sangre en mis dedos. La sierra había volado varios metros más allá. Jonás Lonconao seguía insultándome desde la puerta, entre la rabia y las lágrimas. Corrí hasta la Van cubriéndome la cabeza con las manos por temor a una lluvia de proyectiles.

*Es poco más lo que podría agregar, al cabo de unos treinta años de los hechos. El Flaco Ayala me ayudó con un vendaje provisorio y me llevó hasta el hospital donde me raparon y me suturaron el cuero cabelludo con veintiocho puntos quirúrgicos. Mi aspecto era de terror. Pasamos los costos por un accidente laboral, nadie más se enteró de las circunstancias. Bueno, sí, también mi padre. Pero él se enteraba de todo como un narrador omnisciente. No fue necesario anunciar, ni a él ni al Flaco, que hasta ahí llegaba mi parte en la cacería de firmas; las que seguían pendientes las falsificamos entre el Flaco y yo durante las dos o tres semanas que me restaban en el programa, cambiando de marca de bolígrafo, de color de tinta y también de mano, una firma con la derecha, otra con la izquierda. La última vez que entré en la oficina de mi padre lo hice con un aire todavía más desafiante: Entre el Flaco y yo falsificamos unas quinientas firmas, para que te hagas una idea. Silencio. ¿Entran los peritos calígrafos en las auditorías?, le pregunté con curiosidad real. Me contestó: En las auditorías no creo, en los juicios por malversación de fondos sí. Y enseguida cambió de tema, pues entre nosotros siempre fue él quien decidió el curso de las conversaciones. Estamos listos, me anunció, salió la beca. Renuncia mañana a primera hora. A primera hora, me repitió.

El escándalo estalló al año siguiente. Hoy lo veo como esas explosiones de película de las que el protagonista se salva por un pelo. Estaba estudiando fuera de Chile, no diré dónde ni qué pues eso forma parte del que soy, aun cuando todavía no sepa quién soy. Vine a enterarme tiempo después. Me contaron que Larry pataleó bastante e intentó ensuciar a mi padre, en vano; el Flaco Ayala se sometió al sumario administrativo con dignidad, jamás mencionó mi nombre y se ganó una prohibición de trabajar por veinte años en el servicio público; hoy es procurador y trajina por los juzgados civiles entre casos de divorcios y accidentes de tránsito. Nunca me lo volví a encontrar ni lo intenté. Mi padre murió en mi último año de estudio en el extranjero. Viajé de urgencia y alcancé a estar presente en el funeral. Pude ver su rostro por última vez, era lo único que deseaba en cuanto recibí la noticia. No podría despedirme sin verlo una vez más. Pero un cadáver es el fraude de un ser vivo, es la estafa de un ser vivo. No importa, me dije ante el féretro, aquí estoy. Había viajado de A a B para estar con él, para acompañarlo en la muerte. Había abolido las distancias espaciales. No podría decir lo mismo del tiempo y su sustancia, el tiempo es una comida que se digiere mal, causa halitosis, acidez, esofagitis, produce úlceras, en sus pliegues se van alojando restos de comida, por no decir todos los muertos y olvidados del camino.

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