Arturo Alejandro Muñoz
Todo se mueve. El universo, la Tierra, la gente. Es un constante ir y venir que señala existencia de vida, de actividad, única forma de provocar avances y mejoras en los escenarios particulares. Tenía razón mi viejo profesor cuando decía que si no hay movimiento no hay vida.
Las migraciones son exactamente eso: movimiento y vida.
En nuestro país y en Sudamérica, todos, de una u otra forma, descendemos de migrantes. Incluso las llamadas ‘etnias originarias’ proceden de tribus asiáticas y oceánicas que arribaron a este territorio hace más de diez mil años. Nadie, en Chile, ha sido originario de Chile. Y nadie lo ha sido tampoco en nuestro subcontinente, aunque el paleontólogo Florentino Ameghino, en el siglo diecinueve, postuló que el ser humano moderno (el último eslabón evolutivo conocido) había surgido en territorios sudamericanos (argentinos, para mayor precisión), y de allí se habría distribuido por el planeta, teoría que por cierto se derrumbó rápidamente, ya que todos los huesos encontrados correspondían a homo sapiens, vale decir, a la misma especie que todavía puebla la tierra, lo que significa inexistencia de un proceso de hominización en el subcontinente.
Entonces…migrantes todos; eso somos, y de allí procedemos.
La Historia nos relata movimientos migratorios de enorme trascendencia, los cuales concluyeron siendo más que un aporte, una verdadera revolución tecnológica y de progreso cultural y económico en las tierras que los recibieron. Irlandeses, italianos, polacos, judíos, alemanes y españoles en Estados Unidos… portugueses, italianos, alemanes y japoneses en Brasil… italianos, polacos y españoles en Argentina, etc., etc., configuraron finamente el acervo y la idiosincrasia de esas naciones.
El nuestro es también un país de migrantes. Los primeros llegaron –como ya se dijo– desde Asia y Oceanía. Les siguieron después los enviados por el inca, más tarde aparecieron los invasores europeos (españoles, para mejor precisión), y vinieron luego los alemanes, palestinos y sirios, croatas e italianos. En estas últimas décadas han llegado numerosos grupos de peruanos, bolivianos, venezolanos, chinos, coreanos, ecuatorianos, argentinos, colombianos y haitianos. Un crisol de razas y de acervos que más temprano que tarde deberá fulgurar en beneficio de nuestra ya amplia comunidad. respetando.
Pero, para quien migra la situación es extremadamente difícil y no siempre alegre. Esa persona deja atrás su patria, sus raíces, su gente, su idioma, y arriba a un territorio que le abre las puertas para que cumpla sus sueños y honre su esperanza. No se le pide que olvide quién es y de dónde viene, ni se le exige desechar sus costumbres culinarias y culturales. Sólo se le pide que se sume y se integre social y productivamente a la “nueva patria” que lo acoge, respetando a cabalidad los requisitos y leyes de su nueva anfitriona, pues en ella nacerán y crecerán sus hijos y sus nietos formando un crisol que nutrirá el conocimiento y la cultura.
Para entender y aquilatar lo que significa ser inmigrante (y sentir en el alma los dolores que afligen), es necesario haberlo sido alguna vez, aunque también se siente algo similar cuando es imperioso estar lejos del terruño, del lar, por circunstancias temporales. Lo ocurrido a un amigo de quien suscribe, sirve como buen ejemplo de lo relatado en estas líneas. Esta es su breve historia.
Vicente llegó a Berlín a comienzos de la primavera el año 1971. Era un excelente matricero, con estudios en liceo industrial y luego en INACAP. Una Fundación alemana (no recuerdo si fue la Ebert o la Seidel) tramitó y consiguió para él una beca completa que le permitiría perfeccionarse en una de las principales empresas del rubro en Münich. Era aún la época en que Alemania (y gran parte de Europa) capacitaba a sus técnicos y trabajadores con el sistema educativo del “aprender haciendo”. Vicente se adaptó bien y su aprendizaje fue siempre provechoso, aunque extrañaba muchas cosas de Chile.
Una mañana de sábado, paseando por uno de los hermosos barrios muniqueses (Haudhausen) donde brillan las artesanías y las artes culinarias, escuchó a la distancia lo que le pareció ser una canción conocida. Al aproximarse constató que se trataba de un vals peruano y de inmediato comenzaron a rodar lágrimas por sus mejillas. Con ojos de asombro ingresó al pequeño local comercial de café, cervezas y sándwiches para topar, cara a cara, con una fotografía gigante que mostraba al famoso futbolista peruano Teófilo Cubillas vistiendo la camiseta de la selección del Rimac.
El dueño del local –un arequipeño de edad madura– le vio llorar y lo abrazó solidariamente. “Todos los hermanos sudamericanos que pasan por este lugar, escuchan los valses de mi tierra y entran a mi cafetería con caras alegres y sorprendidas ¿Qué fue lo que te trajo aquí, patita?”. Vicente contestó con emociones contenidas: “escuchar castellano, luego de cinco meses de oír sólo alemán e inglés, y escuchar música de un país hermano que es fronterizo con el mío, me provocó una enorme alegría y llenó mi alma de nostalgias”.
Vicente no era un inmigrante propiamente tal, pero en menos de un semestre fuera de su país experimentó el dolor que sacude el espíritu cuando se da con emociones que a uno le llevan mentalmente al nido. Tenía solamente cinco meses habitando en Berlín, y sabía que su regreso a Chile era cosa segura que se concretaría un trimestre más tarde. Pese a ello, aquel valsecito le arrancó lágrimas haciéndole rememorar el lugar que le vio nacer.
Ser inmigrante es asunto difícil, doloroso. Nadie migra si no es imperiosamente necesario hacerlo. Todos procedemos de migraciones. Todos somos parte de ese movimiento constante de astros, mares y gentes.
Y se construye patria y hogar sólo donde se es bienvenido.