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La muerte del ex capitán Toledo bajo Estado de Excepción: ¿Muestra de laboratorio de un nuevo tipo de represión?

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El Porteño

por Valeria Menéndez

La muerte del ex capitán de Carabineros Miguel Ángel Toledo, denunciante de una red de corrupción incrustada en el corazón mismo del aparato policial en La Araucanía, no constituye solo un episodio trágico aún rodeado de interrogantes, sino un acontecimiento de espesor político cuya oportunidad histórica resulta imposible ignorar. Ocurre luego de más de cuatro años de Estado de Excepción permanente en la zona, en un territorio sometido a una militarización que, lejos de resolver conflicto alguno, ha consolidado un régimen de administración armada del espacio, donde la excepción se ha vuelto norma y donde los dispositivos de fuerza no operan ya como mecanismo transitorio sino como arquitectura estable de gobierno.

Las denuncias de Toledo no apuntaban a meras irregularidades administrativas ni a excesos individuales propios de una institución tensionada por la contingencia. Lo que su testimonio revelaba era la existencia de un circuito organizado en torno al robo, blanqueo y exportación de madera, en el cual funcionarios activos y en retiro de Carabineros cumplían un rol activo, funcional y determinante. La violencia, los montajes, la manipulación de información y la fabricación de enemigos internos no eran errores: constituían herramientas coherentes para garantizar la continuidad de un negocio altamente lucrativo, íntimamente ligado a intereses forestales históricamente dominantes en el Wallmapu, y protegido por una estructura estatal que opera selectivamente para asegurar su reproducción.

En sus declaraciones, Toledo detalló un modus operandi que desmonta el relato oficial de una policía dedicada meramente al resguardo de la seguridad pública. Desde la exigencia de marcar con GPS los puntos de acopio de madera hasta la negativa a aceptar dispositivos de control propuestos por él mismo, pasando por la simulación de atentados y el uso de armamento exclusivo de Carabineros atribuido luego a comunidades mapuche, todo indica un entramado donde la fuerza pública no protege a la ciudadanía, sino que administra el conflicto y determina quién puede operar y quién queda expuesto. El territorio aparece así sometido a una jerarquía de violencia regulada, donde la protección se convierte en mercancía y la amenaza en condición estructural del negocio.

La madera, en este escenario, no es un recurso más, sino una mercancía estratégica cuya circulación —entre lo legal y lo ilegal— se sostiene sobre una red de complicidades que involucra a sectores empresariales, exportadores y agentes estatales. El relato de Toledo permite comprender que la seguridad no es el eje real de la conflictividad; lo es la disputa por un bien de alto valor, controlado y custodiado por un aparato que, bajo la retórica del orden y la paz social, produce condiciones favorables para la acumulación y el saqueo. La militarización no corrige esa lógica: la profundiza, la normaliza y la vuelve opaca.

La reiteración de montajes, como los asociados a la Operación Huracán y otros episodios mencionados por Toledo, configura un régimen de verdad donde el enemigo se construye discursivamente para legitimar la presencia armada, invisibilizar la violencia económica y desplazar la responsabilidad hacia comunidades históricamente desplazadas. La producción de relato es aquí una tecnología de poder, tan decisiva como el fusil o el blindado, que ordena el conflicto según los intereses del capital concentrado y convierte a la Araucanía en laboratorio de un modelo de control territorial.

En este marco, la muerte de Toledo, encontrado sin vida y sin esclarecimiento concluyente, expone la vulnerabilidad radical de quienes osan interpelar estructuras dotadas de poder de fuego, cobertura institucional y capacidad de silenciamiento. Revela, asimismo, la eficacia de un sistema que opera por encima de los controles formales y que administra la impunidad como parte de su funcionamiento regular. No estamos frente a un caso aislado, sino ante un síntoma de relaciones de fuerza que articulan Estado, mercado y coerción bajo una lógica de excepcionalidad permanente.

La Araucanía, bajo este régimen, prefigura el tipo de dictadura que se propone para el conjunto del país detrás del discurso de seguridad y antiinmigración, donde la promesa de orden encubre la instalación de un control autoritario, segmentado, clasista y funcional a la acumulación de unos pocos. La normalización del Estado de Excepción, la expansión del poder policial y la legitimación mediática de la violencia institucional delinean un horizonte en el que la democracia formal convive con zonas de soberanía armada, donde los derechos se suspenden y la legalidad se subordina al imperativo del negocio.

Miguel Ángel Toledo no fue un denunciante cualquiera. Fue un hombre formado en la institución policial que, tras ingresar al negocio forestal, decidió exponer desde dentro la maquinaria corrupta que la atraviesa. Su muerte resuena como advertencia y como espejo de un proceso más amplio de regresión autoritaria, en el que desafiar las redes de poder cuesta caro y donde la verdad se convierte en amenaza. Comprender su caso es comprender que la militarización no es un accidente del conflicto, sino su consecuencia más coherente: un orden que protege intereses concentrados, produce violencia y fabrica relatos para perpetuarse.

En última instancia, la muerte de Toledo confronta no solo a Carabineros, sino al conjunto de una estructura estatal que ha hecho de la excepción su forma ordinaria de gobierno. La pregunta que queda no es únicamente quién controla estos territorios, sino qué cuál es el programa político que se agazapa tras estos hechos cuando el silencio, la intimidación y el montaje reemplazan al derecho, y cuando la seguridad se convierte en mascarada de una de un nuevo tipo de dictadura para nuestro país.

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