por Franklin Andrade
Alguna vez, la izquierda en Chile fue sinónimo de lucha, de resistencia digna frente a la barbarie de una dictadura que desapareció, torturó y silenció a un pueblo entero. Fue la voz de los sin voz, la bandera de los obreros, los campesinos, los estudiantes, los pobladores, los pueblos originarios. Fue esperanza en medio del terror, y memoria en medio del olvido. Pero hoy, una parte significativa de esa izquierda se ha transformado en lo que alguna vez juró combatir.
Ya no se trata de transformar las estructuras, sino de negociarlas. No se busca justicia, sino «gobernabilidad». No se quiere incomodar al poder, sino sentarse con él, compartir sus privilegios, y de paso, administrar el modelo neoliberal que ayer decían detestar. Esa es la izquierda que encontró en las cuotas de poder una forma de perpetuarse, de simular cambio mientras todo sigue igual. La izquierda que prefiere pactar con los herederos de la dictadura antes que incomodar a los dueños del capital.
¿Dónde quedó el compromiso con los derechos humanos? ¿Dónde la memoria activa, esa que no solo recuerda, sino que exige justicia y reparación? Hoy, desde sus cargos públicos y sillones institucionales, esta izquierda repite una frase peligrosa: «hay que dar vuelta la página». Como si las heridas de la dictadura fueran un capítulo incómodo de un libro viejo. Como si los desaparecidos pudieran enterrarse bajo una alfombra de “realismo político”. Como si la impunidad fuera parte del precio a pagar por estar en La Moneda, en el Congreso o en algún directorio empresarial disfrazado de ONG progresista.
Se volvieron expertos en la retórica del cambio sin cambiar nada. Hablan de «transformaciones responsables», pero mantienen intacto el modelo económico que concentra la riqueza y precariza la vida. Levantan consignas feministas, ecologistas o de derechos indígenas, pero sólo cuando esas luchas no incomodan al mercado ni alteran la lógica del capital. En el fondo, administran el neoliberalismo con rostro humano, mientras entregan el alma al pragmatismo electoral.
Y en ese camino, traicionan no solo a sus bases, sino a la historia. Porque la izquierda chilena tiene muertos. Tiene exiliados. Tiene presos. Tiene sangre en las manos, pero no por haber matado, sino por haber sido golpeada, humillada, asesinada. Esa memoria no puede ser transada en una mesa de acuerdos con la derecha. No puede ser intercambiada por cargos, embajadas o una frágil estabilidad que sólo beneficia a los mismos de siempre.
Lo más doloroso no es que la derecha gobierne, sino que lo haga con la complicidad —cómoda, tibia, funcional— de una izquierda que ya no cree en la utopía, sino en la planilla Excel. Que ya no canta por cambiar el mundo, sino por ganar la próxima elección. Una izquierda sin proyecto, sin coraje y sin pueblo.
Pero fuera de los salones del poder, hay otra izquierda. La que sigue en la calle, en la organización barrial, en las comunidades mapuche, en las ollas comunes, en las huelgas invisibles, en los centros culturales que sobreviven con lo mínimo. Una izquierda sin corbata ni marketing. Una que no se vende ni se arrodilla. Quizás no tenga voceros en televisión ni asesores de imagen, pero tiene algo que la otra perdió: dignidad.
Y mientras esa dignidad resista, hay esperanza.