por Franco Machiavelo
El espectáculo electoral se viste de fiesta, pero en el fondo no es más que una puesta en escena cuidadosamente diseñada para reproducir el mismo modelo que ha mantenido a la mayoría en la precariedad y a unos pocos en el poder. Los candidatos se presentan con discursos inflados, llenos de promesas huecas, mientras detrás del telón repiten el mismo libreto económico y político que garantiza la continuidad del neoliberalismo.
La contradicción es evidente: hablan de justicia social, pero se arrodillan ante los grandes grupos empresariales; dicen representar al pueblo, pero negocian en los salones cerrados con los mismos poderes que han dictado las reglas durante décadas. Es un teatro de espejos, donde la ilusión de cambio sirve para mantener intacto el statu quo.
Se multiplican las inconsistencias y mentiras. Unos se autoproclaman “progresistas” mientras profundizan la privatización disfrazada; otros se llaman “renovadores” cuando en realidad reciclan las viejas recetas que han precarizado el trabajo, saqueado los recursos y debilitado la soberanía. Todos, con diferentes matices, terminan obedeciendo a la misma lógica: el mercado por encima de la vida, la ganancia por encima de la dignidad.
El continuismo no necesita grilletes, porque ha domesticado a la política misma. La democracia se convierte en un rito vacío, un desfile electoral donde la diferencia está en el color del cartel, no en la esencia de las propuestas. La ciudadanía es reducida a espectadora de una feria que ofrece mercancías políticas repetidas, envueltas en discursos cada vez más incoherentes.
Así se perpetúa un orden que normaliza la desigualdad, que castiga la disidencia y que vende ilusiones cada cuatro años. La elección no es entre proyectos distintos, sino entre administradores del mismo modelo. Y mientras la mayoría busca esperanza, lo que recibe es un menú único: neoliberalismo servido en diferentes platos, pero siempre con el mismo sabor amargo.
