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La economía después de la catástrofe

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Por Atilio A. Boron

La Gran Depresión de los años treinta arrastró en su caída la ortodoxia liberal cuyos puntales eran la división internacional del trabajo entre países avanzados y la periferia capitalista productora de materias primas; el patrón oro; y la doctrina del laissez-faire que consagraba la primacía absoluta de los mercados y, como contrapartida, el “estado mínimo” que se limitaba a garantizar que aquéllos pusieran bajo su órbita los más diversos componentes de la vida social instaurando, de hecho, una verdadera “dictadura libremercadista”.

Pero a fines de 1929 estalló la Gran Depresión y el mundo que emergió de las cenizas de la crisis fue muy distinto: la división internacional del trabajo comenzó a desdibujarse porque algunos países de la periferia iniciaron un vigoroso proceso de expansión industrial.

El patrón oro fue reemplazado, luego de un turbulento interregno que concluiría recién con el fin de la Segunda Guerra Mundial, por el dólar, que se instituyó como moneda universal de cambio porque en ese momento no había ninguna otra que pudiera competir con ella habida cuenta de la destrucción originada por la guerra. Y, lo más importante: los mercados fueron sometidos a una creciente regulación por parte de los gobiernos, lo que llevó a trastocar una asimetría que si antes había sido enormemente favorable a los mercados pasó a serlo a favor de los estados.

Consecuentemente, el gasto público requerido por las nuevas demandas de una ciudadanía movilizada y empoderada por las luchas contra la depresión y la reconstrucción de la posguerra hizo que el tamaño del estado en relación al PBI creciera de manera notable, como lo demuestra la siguiente tabla.

Las cifras son elocuentes y nos ahorran la tarea de acudir a complicadas argumentaciones para demostrar la enorme magnitud del cambio experimentado por el paradigma de gobernanza macroeconómica del capitalismo después de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Alemania más que triplicó el gasto público entre 1929 y 1975; el Reino Unido lo aumentó poco más de dos veces y Estados Unidos y Japón ¡casi diez y doce veces respectivamente!

Más estado que mercado para sostener el proceso de democratización y ciudadanización de la posguerra. Salud, seguridad social, educación, vivienda y todos los bienes públicos que debe ofrecer el estado fueron los motores que impulsaron la creciente centralidad del estado en la vida económica y social. 

Pero eso no es todo: otro aspecto a ser resaltado es que una vez agotado el ciclo keynesiano en 1974/75 y producido el nefasto retorno del liberalismo (ahora edulcorado con el prefijo “neo”, para engañar a los ingenuos que era una fórmula novedosa) en ninguno de esos países el estado se redujo al nivel que tenía en vísperas de la Gran Depresión, revirtiendo la radical gravitación adquirida en sus economías.

El ritmo de crecimiento se desaceleró y el gasto público se redujo, de modo más pronunciado en Gran Bretaña (con el Thatcherismo) y Alemania (con la engañifa de la “tercera vía”) y menos en Estados Unidos y Japón. Pero aún así en el 2010 estos cuatro países todavía estaban, en lo que hace al tamaño del estado, muy por encima de los niveles que exhibían durante el apogeo del liberalismo en las primeras tres décadas del siglo veinte. Incluso tomando en cuenta los recortes que tuvieron lugar en los últimos diez años hay todavía en ellos mucho más estado que lo que había en 1929.  ¿Cuál sería la conclusión a extraer de este análisis? Que la pandemia que hoy azota al planeta va a tener un impacto igual o mayor al que en su momento tuvieron la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial.

Los capitalismos europeos y estadounidenses, que ya venían dando claras señales de acercarse a una inminente recesión, serán arrasados por el efecto económico de la actual catástrofe sanitaria. Y la salida a esa crisis tendrá como uno de sus signos distintivos la bancarrota ideológica del neoliberalismo, con su estúpida fe en la “magia de los mercados”, en las privatizaciones y desregulaciones, y en la presunta capacidad de las fuerzas del mercado para asignar racionalmente los recursos.

Esto obligará a una profunda revisión del paradigma de las políticas públicas, comenzando por la sanidad e inmediatamente después por la seguridad social como preludios a lo que será la batalla decisiva: poner bajo control al capital financiero y su red global que asfixia a la economía mundial, provocando recesiones, aumentando el desempleo y disparando a niveles extravagantes la desigualdad económica.

Un capital financiero ultraparasitario que financia y protege a las mafias de “guante blanco” y que, con la complacencia o complicidad de los gobiernos de los capitalismos centrales y las instituciones económicas internacionales, crean las “guaridas fiscales” que facilitan el ocultamiento de sus delitos y la evasión tributaria que empobrece a los estados privándolos de los recursos necesarios para garantizar una vida digna a sus poblaciones. Ese es el mundo que se vendrá una vez que la pandemia sea un triste recuerdo del pasado.

Claro que para ese momento las fuerzas populares tendrán que estar muy bien organizadas y concientizadas (y articuladas internacionalmente) porque estos cambios no vendrán como el obsequio de una burguesía imperial arrepentida de sus crímenes y deseosa de abandonar sus privilegios sino que deberán ser conquistados a mediante grandes movilizaciones y luchas sociales para imponer un nuevo orden económico y social poscapitalista.

Habrá que tener valor para pelear por la construcción de ese nuevo mundo pero también inteligencia para estimular la conciencia crítica de las grandes masas populares y evitar que caigan, una vez más, en las trampas que los hechiceros del neoliberalismo ya están preparando. Ellos tienen muy claro su objetivo: después de la pandemia, que todo siga igual.

Nosotros debemos estar dispuestos a enfrentarlos y encargarnos de lograr precisamente lo contrario: que nada siga igual, alumbrando con nuestras luchas y nuestra conciencia los contornos de la nueva sociedad que pugna por nacer. Una sociedad, en fin, en donde la salud, los medicamentos, la educación, la seguridad social, la vivienda, el transporte, la cultura, la comunicación, la recreación, el deporte y todos los componentes que hacen a una vida digna dejen de ser mercancías y adquieren su imprescindible condición de derechos universales. Y esta será una gran oportunidad para intentarlo.

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