La crisis del neoliberalismo generó una crisis de la dominación imperial. En ese marco, la invasión rusa a Ucrania es un eslabón en una cadena de acontecimientos históricos que, por primera vez en décadas, torna realista un escenario de nueva guerra mundial.
En un artículo reciente en el New York Times, Thomas Friedman afirmó haber salido de un almuerzo con el Presidente Biden «con el estómago contento y el corazón triste». ¿La razón? Aunque Biden no lo dijo, Friedman creyó leer entre líneas que «a pesar de haber unido Occidente él teme no poder unir Estados Unidos». Pero, ¿es posible separar de modo tan taxativo la dominación doméstica de la dominación imperial? Detrás de esa afirmación se atisba la incomprensión, bastante usual, de la conexión interna que existe entre ambas y, más concretamente, entre crisis del neoliberalismo y crisis imperialista. Y aún hay algo más, «unir Occidente» ya no alcanza, al menos si de lo que se trata es de suturar la dominación imperial. Más bien, «unir Occidente» es polarizar el mundo, todo lo contrario de un nuevo orden mundial.
En lo que sigue, en primer lugar, trataremos de mostrar por qué la crisis del neoliberalismo significó, simultáneamente, una crisis de dominación política y una crisis de lo que Leo Panitch denominó el «imperio informal». En segundo lugar, partiremos de allí para intentar entender la invasión rusa de Ucrania y las tensiones mundiales que se despliegan alrededor de ella.
Crisis del neoliberalismo…
En un artículo anterior definimos el neoliberalismo como un modo de dominación política «basado en la extensión e intensificación de la competencia. La desregulación de los mercados, la apertura comercial y las privatizaciones sometieron al imperativo de la valorización a empresas y personas impulsando la reestructuración de la producción y provocando el aumento del desempleo y la desigualdad […]. En el neoliberalismo la restricción monetaria y las políticas de equilibrio fiscal son un medio permanente de imposición de la coerción del mercado sobre masas desmovilizadas e individualizadas. La presión de la competencia, de este modo, se transformó en un mecanismo de sometimiento de los trabajadores y de las mayorías populares.»
A su vez, planteamos que el neoliberalismo y la fase actual de internacionalización capitalista se encuentran históricamente asociados aunque es necesario distinguirlos. Mientras la segunda es el proceso más profundo y duradero, el neoliberalismo estructuró la ofensiva del capital sobre esa base y ofreció una solución temporal a los problemas de dominación que la internacionalización plantea.
Más precisamente, la internacionalización productiva instituye una contradicción entre la reproducción global del capital y la de los Estados nacionales. La reproducción del Estado depende de la fijación de capitales en su territorio, de la inserción de la acumulación local en los procesos de reproducción global (función de acumulación) y de la construcción de dominación política (función de legitimación), pero la internacionalización del capital debilita sus capacidades de regulación de la acumulación a nivel local y erosiona sus posibilidades de integración política. La desmovilización e individualización a través de mecanismos de mercado permitió la sutura temporal de esa contradicción.
Pero, entre fines de los años noventa e inicios de los dos mil, Sudamérica atravesó un ciclo de insurrecciones contra el neoliberalismo. Y desde 2008 la crisis del neoliberalismo se volvió global. Una a una las grandes potencias y gran parte de la periferia abandonaron la restricción monetaria, que sobrevive, con crecientes dificultades, en la zona euro. Con la crisis del neoliberalismo se reabrió el problema de dominación que plantea la internacionalización capitalista a los Estados nacionales. Las crisis políticas recurrentes y los ciclos de protestas a escala global en 2011-2012, 2018-2019 y actualmente en la pospandemia dan cuenta de ello.
… y crisis del imperialismo
Pero, hasta el momento de su crisis, el neoliberalismo también había instituido una coordinación de facto de las políticas de los Estados nación y es necesario preguntarse cómo su fin afecta al sistema imperialista.
Las teorías clásicas del imperialismo entendían, en una forma simplificada, que la competencia y la guerra entre Estados eran expresiones más o menos directas de la competencia entre los capitales nacionales. Sin embargo, la relación entre competencia de capitales y disputas interestatales es más compleja, especialmente en la actual fase de internacionalización capitalista.
Los Estados nación siguen siendo los espacios de construcción de la dominación política. Y, dado que la dominación de los capitalistas como clase solo se organiza a través del Estado, de ello se sigue la fragmentación nacional de la dominación de clase y, por lo tanto, de la clase capitalista. Pero eso implica, como regla general, que un Estado nación nunca se enfrenta a una clase capitalista ya construida de la que sería expresión.
En la fase actual de la internacionalización del capital, además, los Estados nacionales se enfrentan a la presión exterior de los capitales transnacionalizados y de los procesos de acumulación globales.
Es decir, no es posible reducir el Estado a los intereses de los capitales fijados en el territorio nacional ni a los intereses de los capitales transnacionalizados en competencia en el mercado mundial. En este sentido, como señala Pascual, la territorialización de la dominación política a través de muchos Estados nación supone fragmentación y competencia y, por lo tanto, conflicto. Pero el hecho de que los Estados nación dependan de la reproducción ampliada del capital, y aún más en la medida en que el ciclo de esa reproducción es crecientemente global, empuja hacia relaciones de cooperación.
No obstante, las teorías clásicas del imperialismo registraron aspectos esenciales de un proceso de transformación histórica del capitalismo que inauguró una fase particular. En primer lugar, registraron que la expansión imperialista de fines del siglo XIX y comienzos del XX produjo un cambio cualitativo: la mundialización del capital. Por primera vez el mundo era un mundo capitalista. Desde esa perspectiva, todavía estamos dentro de la época imperialista. La mundialización del capital y la persistencia del carácter estatal nacional de la dominación política y de la formación de clases exigen una coordinación entre Estados y el establecimiento de jerarquías para la estabilización del sistema internacional. En segundo lugar, registraron el cambio de la dinámica y del resultado de la expansión capitalista en un período dominado por la gran industria, en el que se produjo un salto cualitativo en la concentración y centralización del capital. En particular, la noción de desarrollo desigual y combinado de León Trotski sepultó las miradas evolutivas y etapistas del desarrollo capitalista y captó la combinación de atraso y desarrollo que produce la expansión capitalista a la periferia durante su fase imperialista, una dinámica que está en la base de la fractura mundial entre centro y periferia y de la producción de relaciones de dependencia.
De estas dos dimensiones se sigue una sobredeterminación política del desarrollo capitalista global, esto es, del modo en que se reproduce la separación explotación/dominación a nivel mundial. Sin ella no pueden entenderse los fenómenos de estabilización/desestabilización de la dominación del capital sobre el trabajo a escala planetaria ni, a un nivel más profundo, la configuración/ reconfiguración de los espacios de producción y realización del valor.
¿Qué hipótesis podemos formular, a partir de este marco, sobre la cuestión imperialista en la actual fase de internacionalización del capital?
Frente a los planteos de una transnacionalización del capital y la dominación política, Panitch y Gindin afirmaron que, a pesar de los procesos de internacionalización del capital, siguen existiendo burguesías nacionales. De modo que, durante la fase neoliberal, tendió a configurarse un imperio informal bajo la hegemonía de Estados Unidos, que articuló la dominación de su capital a nivel global. Desde esa perspectiva, dicho Estado presentaría un doble carácter, por un lado, representante del capital estadounidense y, por otro lado, articulador de la reproducción global del capital.
Podemos apropiar y generalizar la tesis de Panitch y Gindin del imperio informal diciendo que, dada la fragmentación de la dominación del capital sobre el trabajo en muchos Estados nación la única forma de existencia de un sistema imperialista es la constitución de un imperio informal. Ello requiere mecanismos de coordinación que al mismo tiempo que instituyan jerarquías en el plano del sistema internacional de Estados —es decir, que estructuren el sistema internacional como sistema de dominación— generen un marco para la competencia y el conflicto entre Estados y que estabilicen ciertas condiciones para la reproducción ampliada del capital global. El establecimiento de los acuerdos de Bretton Woods en la segunda posguerra es un ejemplo de ello, como lo es el Consenso de Washington en el período neoliberal. La crisis de los mecanismos de coordinación es, por lo tanto, la crisis del sistema imperialista y la apertura de períodos de predominio del conflicto y de los acuerdos trabajosos para obtener treguas temporales.
Por lo tanto, la coordinación de facto instituida por el neoliberalismo configuró el sistema internacional de Estados como imperio informal. En este sentido, Panitch y Gindin también aciertan al señalar el doble carácter del Estado estadounidense en el período y la contradicción que esto supuso para sus intervenciones. No obstante, si bien la ruptura de los grandes capitales con sus territorios y con sus Esta- dos nación de origen no es completa también es cierto que el proceso de internacionalización de la producción y de centralización global del capital ha acelerado ese proceso. La fractura en los países centrales entre capitales cuyo espacio de acumulación es efectivamente internacional y aquellos cuyo ámbito predominante sigue siendo el nacional es indicativa de ello. El punto central no es el carácter nacional de los capitales individuales sino que los procesos de articulación de la dominación siguen siendo nacionales. Por lo tanto, el Estado estadounidense en su función de dominación territorial tiene como su fundamento la reproducción de una relación de fuerzas nacional. Mientras que en su función global, dado su lugar en la jerarquía del sistema imperialista, tiene como fundamento la reproducción del sistema de dominación estructurado por el imperio informal. La sutura de dicha contradicción durante la fase neoliberal se desarrolló mediante la represión de demandas por la vía de la coerción económica. Es decir, mediante la subordinación/adecuación de la relación de fuerzas nacional al ejercicio de la función global.
Por todo ello, la crisis del neoliberalismo fue simultáneamente la crisis de los modos nacionales de estructurar la dominación política y de la coordinación de facto del sistema imperialista. Esto explica la falta de coordinación de las respuestas de los Estados nación a la crisis de 2008, la crisis climática o la pandemia de COVID-19.
La crisis del neoliberalismo se ha establecido como un terreno de disputa por la configuración de un nuevo modo de dominación política posneoliberal e intentos fallidos de restauración neoliberal, lo que supone necesariamente un trasfondo de inestabilidad en la reproducción global del capital. Sin dudas, el entrelazamiento internacional de los capitales modera la tendencia a que la descoordinación y el conflicto entre Estados se convierta en guerra. Sin embargo, del mismo modo en que los procesos de separación entre economía y política a nivel nacional pueden dar lugar a relaciones afuncionales o disfuncionales, la separación entre explotación y dominación a nivel global puede dar lugar a largos períodos de descoordinación e incluso a una disfuncionalidad del sistema internacional de Estados, lo que no excluye escenarios de guerra como el actual.
Unir Occidente no es suficiente
Una de las consecuencias más relevantes de la expansión geográfica del capitalismo tras el derrumbe soviético y el fin de los socialismos reales fue la transición china al capitalismo y su espectacular desarrollo económico. Para inicios de los dos mil China ya asomaba como una potencia económica comparable a Japón y una década después era la segunda economía del mundo.
El desarrollo chino, aun con características singulares, no puede desvincularse del proceso de desarrollo capitalista de la región Asia-Pacífico desde fines de los años cincuenta, acelerado a partir de los setenta. En un contexto de competencia entre Estados por la territorialización de capitales y la inserción en los procesos de reproducción global, la región fue el polo más atrayente de capitales, de industrialización exportadora e inserción en cadenas globales de valor.
La crisis mundial de 2008 enfrentó a Estados Unidos con un mundo que ya no dominaba —a pesar de ser la principal potencia económica y militar— y con nuevos actores desafiantes. La larga fase de crecimiento débil posterior —marcada por presiones por la reestructuración de la producción global, a las que se sumó la pandemia de COVID-19 — mostró un escenario internacional de descoordinación global y de acumulación de tensiones regionales y mundiales marcada por la guerra económica entre EE. UU. y China.
Durante su mandato presidencial, Donald Trump intentó resolver la tensión entre dominación doméstica e imperial subordinando la segunda a la primera. Mientras desarrollaba una política de atracción de capitales —con especial énfasis en la repatriación de los de origen estadounidense— y transformaba la polarización interna en herramienta de legitimación política, los conflictos internacionales estuvieron estrictamente marcados por los intereses económicos y políticos de orden doméstico. Esto acentuó la descoordinación global, lesionó la relación entre Estados Unidos y Europa y debilitó a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
A su turno, Joe Biden buscó recomponer las relaciones con Europa y relanzar la OTAN, tratando de devolver a EE. UU. a la posición de potencia dominante. Ese esfuerzo se completó con los intentos de aislar a China y Rusia, profundizando los lazos con Corea del Sur y Japón en Asia y presionando a Europa para limitar su integración energética con Rusia y de comercio con China. Pero pronto descubrió que, tras el ascenso de China y la región Asia-Pacífico y con el acercamiento creciente entre China y Rusia, unir Occidente no era suficiente.
Mirar el mundo desde Rusia
La configuración plena del Estado y de la sociedad soviética se desarrolló desde la década de 1930 sobre la base de la colectivización forzosa del campo, la instauración de la planificación centralizada como mecanismo de coordinación económica, la burocratización estatal y la fusión entre el Estado y el partido comunista. Por lo tanto, es coetánea de la fractura del mercado mundial pos- crisis de 1930 y de su reconstrucción, sobre la base de los acuerdos de Bretton Woods. La integración de la Unión Soviética a ese mercado mundial y a ese sistema internacional de estados de posguerra es parte de su definición.
La dinámica económico-política de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se caracterizó por la contradicción entre centralización política y presión objetiva por la descentralización de los mecanismos de coordinación económica. El crecimiento desequilibrado y la reproducción de la escasez de bienes de consumo impulsaban a las autoridades soviéticas a ensayar formas de descentralización económica. Dicha presión se hizo aún más intensa frente a las dificultades de la economía soviética para generar innovación productiva en el marco de la competencia con Occidente y de una inserción en el mercado mundial cada vez más centrada en la provisión de energía y materias primas. El desarrollo científico tecnológico tuvo su mejor desempeño en aquellas ramas y sectores mejor adaptados a la planificación central: la investigación en ciencia básica, el desarrollo tecnológico aplicado a industrias básicas y energía y el desarrollo de tecnología armamentística. Esas son aún las actividades de exportación de Rusia.
Sin embargo, cualquier proceso de descentralización de toma de decisiones, más allá de cierto punto, agrietaba los mecanismos de integración política en una formación social compleja y heterogénea como la de la Unión Soviética.
La crisis mundial de la década de 1970 y el proceso de internacionalización del capital que desató no podían dejar de impactar en la URSS, que entró en una fase de estancamiento, aunque el aumento de los precios del petróleo limitó sus efectos. A inicios de los años ochenta, con el fin de los precios altos de los hidrocarburos y ya en el marco del giro neoliberal, de una nueva revolución tecnológica y de la reestruturación de la producción global, las tendencias centrífugas se desataron. La perestroika de Mijaíl Gorbachov aceleró un proceso que se incubaba por la expansión del mercado negro y la apropiación de facto de las empresas estales por sectores de la burocracia y la Unión Soviética se desintegró en el corto periodo transcurrido entre el fallido golpe de Estado del 19 de agosto de 1991 y diciembre del mismo año.
El impacto inicial de la desintegración de la Unión Soviética fue el colapso de la red de conexiones e interdependencias que permitía la reproducción económica y política de todo el espacio soviético. De modo que la formación de estados nacionales, la construcción de mercados interiores y la relación con el mercado mundial y con el sistema internacional de Estados eran problemas estrechamente interrelacionados. La transformación de esas interdependencias asimétricas en el interior del espacio soviético en relaciones de comercio exterior es expresiva del grado de entrelazamiento de estos problemas.
La transición al capitalismo en Rusia durante la era de Boris Yeltsin se desarrolló de manera caótica. Los procesos de privatizaciones, desregulación económica y, ante todo, de separación entre Estado y mercado, culminaron en la crisis rusa de 1998 que señaló el fin del neoliberalismo en ese país y en gran parte de los Estados de la órbita soviética. También fue el inicio de un proceso de recentralización política y de un creciente papel del Estado en la economía a partir del control de sectores estratégicos y de la alianza con la nueva oligarquía rusa (en particular a través de las Fuerzas Armadas).
En términos políticos, Rusia avanzó hacia un régimen híbrido (semidemocrático, semidictatorial). Una modalidad de régimen que encontramos con variaciones en China –de carácter definidamente totalitario– o en Turquía, con rasgos semidemocráticos. Estos regímenes «articulan el apoyo activo de minorías constituidas por amplias capas de la población; la fuerte presencia de las FF. AA. en el sistema político y su interrelación a través de diversos mecanismos con la producción capitalista; y la exclusión/neutralización política de la mayoría de la población adulta».
Pero en términos de política internacional se apuntó a la reconstrucción de las relaciones asimétricas con el espacio de la ex Unión Soviética. Se trataba del inicio de la era de Vladimir Putin, con su ascenso a primer ministro en 1999.
No es casualidad que en 1998, en el marco de la crisis rusa se iniciara la política expansiva de la OTAN hacia el oriente Europeo, tampoco que en 1999 la OTAN interviniera en Yugoslavia. Además, la coordinación imperialista comenzó a erosionarse antes de 2008. A las crisis del neoliberalismo en la periferia les siguió una primera advertencia en el centro: la crisis de las puntocom en Estados Unidos. Y, fundamentalmente, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 el creciente unilateralismo norteamericano empezó a tener sus primeros efectos sobre el orden mundial pos Guerra Fría.
A pesar de ello, Putin, inicialmente, mantuvo sus expectativas de cooperación con Estados Unidos, sobre todo en el marco de la masacre perpetrada en Chechenia que determinó su entusiasta adhesión a la lucha antiterrorista post 2001.
Pero los intentos cada vez más claros de Rusia de transformar las antiguas relaciones asimétricas den- tro del Estado soviético en relaciones de dominio sobre los nuevos Estados del Asia Central y el Cáucaso genera- ron tensiones crecientes con Estados Unidos y Europa, que desarrollaban también una política expansiva hacia el este. Las llamadas revoluciones de colores de Georgia, Ucrania y Kirguistán entre 2003 y 2005 fueron el escenario de la disputa regional de Rusia con Estados Unidos y Europa. También el teatro de las primeras incursiones militares rusas y de presiones diplomáticas y económicas cada vez menos disimuladas ante los intentos de algunos países de salir de la órbita rusa. De hecho, la revolución naranja de 2004-2005 en Ucrania fue el inicio de un largo período de conflicto interno que derivó en la revolución de 2013 y en la invasión rusa a Crimea de 2014.
Pero después de la crisis de 2008, las tensiones se inscribieron en un nuevo escenario global de guerra económica China-EE. UU y de abierta crisis imperialista. A su vez, la crisis imperialista se tradujo en vaivenes de la política estadounidense y en oscilaciones de Europa, que alternó entre una mayor autonomía respecto de EE. UU. y una mayor integración comercial y energética con China y Rusia durante el gobierno de Trump, para pasar a un reforzamiento de la OTAN y a un enfrentamiento con Rusia (¿y China?) a partir de la asunción de Biden.
La política de Biden de «unir Occidente» lleva a la polarización global y al acrecentamiento de las tensiones regionales, especialmente en el Cáucaso y en la región Asia-Pacífico. La invasión rusa de Ucrania es un eslabón en una cadena de acontecimientos que, por primera vez en décadas, torna realista un escenario de nueva guerra mundial. Pero deducir de ello que Rusia respondió a una agresión de la OTAN es reconocerle a Rusia el derecho de oprimir a los Estados de la ex Unión Soviética, una posición reñida con las mejores tradiciones de la izquierda de defensa de la autodeterminación de los pueblos y de rechazo a las guerras interimperialistas.
ADRIÁN PIVA
Sociólogo, profesor de la Universidad de Buenos Aires y autor de Economía y política en la Argentina kirchnerista (Batalla de Ideas, 2015).