Resumen
A base de un recuentro de los dos siglos de historia republicana, el autor
sostiene que la generación de los diversos instrumentos constitucionales
que han regido en Chile desde su Independencia, no han contado con un
ejercicio democrático real de la sociedad chilena, constante que
redundaría en el permanente cuestionamiento de legitimidad y adhesión
al régimen político y de partidos.
Palabras clave: Democracia, Textos Constitucionales; Poder
constituyente; Fuerzas Armadas; Fuerzas populares.
Sergio Grez Toso**
- *Artículo basado en la intervención del autor en el panel “Importancia e implicancias de una Asamblea Constituyente en Chile”, realizado el en el marco del Seminario “Asamblea Constituyente. Un proceso
posible en Chile”, Santiago, Universidad Central, 28 de mayo de 2009.
** Chileno, Doctor en Historia, profesor del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad de Chile. Correo electrónico: sergiogreztoso@gmail.com
Difícilmente podría la Ciencia Política considerar democrático un país en el que nunca se hubiese realizado un debate nacional acerca de las normas esenciales que deben regir su vida en comunidad. Un Estado cuyas cartas constitucionales más importantes siempre hubiesen sido el fruto de las discusiones, conciliábulos, consensos o imposiciones por la
fuerza de pequeños grupos. Una sociedad cuyas Constituciones más duraderas fueran el resultado de la presión ejercida por la fuerza militar. Mal podría definirse dicha sociedad política como democrática y a sus habitantes como ciudadanos de derecho pleno. A lo sumo se diría que se trata de un país semidemocrático con una ciudadanía restringida.
Chile es un país de ese tipo: ninguno de sus textos constitucionales ha sido producido democráticamente. Aunque la historiografía chilena ha sido generalmente esquiva a abordar esta cuestión (porque las evidencias históricas contradicen los supuestos de la mitología “patriótica democrática” en los que se ha basado el consenso político nacional), una breve revisión de la gestación de las cartas constitucionales en el Chile republicano basta para ratificar la hipótesis de la ausencia de procesos constituyentes de carácter democrático, como podrá apreciarse a continuación.
Los primeros ensayos constitucionales
Para entender el carácter que tuvieron los primeros ensayos constitucionales, realizados durante los años de la lucha por la Independencia, es necesario tener presente que la emancipación política de Chile fue un acto eminentemente aristocrático. Por su riqueza, poder, intereses, instrucción y el conjunto de sus características que la habían convertido en la clase dirigente de la vieja sociedad colonial, solo la aristocracia criolla estaba en condiciones de liderar la lucha independentista y echar las bases para la construcción de un Estado nacional. Y lo hizo de acuerdo con sus intereses y concepción del mundo, implementando los mecanismos que aseguraran su plena hegemonía en la vida social y política de la nueva era histórica que se iniciaba en el primer cuarto del siglo XIX en Chile (1). Uno de estos dispositivos –vigente hasta comienzos de la década de 1870- fue la ciudadanía censitaria, que excluyó de la vida política legal a la inmensa mayoría de la población, acordando solo a los hombres más pudientes los derechos políticos de elegir, ser elegidos y, por ende, de debatir sobre el destino de la nación.
Por eso, en las deliberaciones sobre los primeros reglamentos constitucionales solo participó una ínfima minoría de personajes “ilustrados”. El primer Congreso Nacional ordenó en agosto de 1811 poner en vigencia un Reglamento constitucional que consagró al mismo órgano legislativo como “único depositario de la voluntad del reino” e instituyó una Junta denominada “Autoridad ejecutiva provisoria de Chile” destinada a funcionar hasta que se dictara una Constitución política definitiva. Pero la comisión encargada de redactar el texto constitucional no alcanzó a cumplir su misión ya que las rivalidades entre dos poderosas familias aristocráticas del bando patriota –los Larraín y los Carrera- derivaron en noviembre del mismo año en un segundo golpe de Estado del general José Miguel Carrera quien ordenó la clausura del Congreso Nacional a comienzos del mes siguiente (2).
El Reglamento Constitucional de 1812, que estableció una “Junta Superior
Gubernativa” de tres miembros a la espera de la elección de representantes que elaboraría una Constitución definitiva, fue preparado por una comisión nombrada por el gobierno y luego fue sometido a la ratificación exclusiva de los vecinos (de alcurnia) de Santiago por medio de firmas recaudadas mediante el sistema de “suscripciones”, reservado exclusivamente para quienes recibían una invitación a manifestar su opinión (3).
Igualmente restringida a una ínfima cantidad de personas fue la preparación, discusión y aprobación del Reglamento Constitucional de 1814, que solo alcanzó a estar vigentemenos de siete meses (4).
La “Reconquista española” (1814-1817) puso fin a estos primeros ensayos
constitucionales de la elite patriota. Pero su triunfo en Chacabuco y Maipú y la instauración de la dictadura del general Bernardo O’Higgins en el inicio de la llamada “Patria Nueva”, colocaron nuevamente a la orden del día la cuestión de las normas esenciales que debían regir la vida política del emergente Estado republicano. Aunque O’Higgins logró concentrar en su persona y círculo más cercano la plenitud de los poderes dictatoriales, muy pronto las tendencias “frondistas” de la aristocracia se hicieron sentir.
El historiador conservador Jaime Eyzaguirre cuenta que en 1818:
[…] la noticia del fusilamiento de los hermanos Juan José y Luis
Carrera en Mendoza, en el que se atribuyó concomitancia a O’Higgins,
precipitó en Santiago la reunión de un Cabildo abierto que exigió de
O’Higgins la convocatoria de un Congreso y la dictación de un
reglamento constitucional provisorio. O’Higgins rehusó de inmediato
todo lo que se le pedía, pero un mes después nombró una comisión
encargada de redactar una carta política, que al fin fue sometida a la
aprobación popular por el sistema de ‘suscripciones’ (5).
El mismo historiador sostiene que la Constitución provisoria de 1818 resultante de este procedimiento, “no vino sino a dar apariencia legal a la dictadura” ya que entregó el Poder Ejecutivo en manos de un Director Supremo, “cuya designación se daba por verificada y al que no se le fijó término para su mandato”. Además instituyó un Senado de cinco miembros y un Supremo Tribunal Judiciario, todos nombrados por el Director (6).
No obstante el origen no democrático de sus cargos, muy pronto los senadores designados expresaron la arraigada tendencia de la aristocracia a gobernarse por sí misma y resistieron a la omnipotencia de O’Higgins.
La prueba de fuerza concluyó en 1822 con la clausura del Senado y la convocatoria a elecciones para una nueva asamblea. La Constitución de 1822 fue finalmente aprobada por una Convención Preparatoria en cuyo nombramiento intervino activamente O’Higgins por medio de las
autoridades locales designadas por él mismo. De tal modo que el texto constitucional fue un instrumento adecuado a sus ambiciones: el Poder Ejecutivo quedó confiado a un Director Supremo elegido por seis años y reelegible por cuatro más.
El historiador Eyzaguirre –de escaso fervor democrático- no pudo ser más lapidario respecto al origen espurio de esta nueva Constitución, al sentenciar pertinentemente que: “La circunstancia de haberse generado en una asamblea gubernativa y al ser redactada por el impopular favorito Rodríguez Aldea, quitaron todo prestigio a la nueva Carta y
aceleraron el derrumbe del régimen” (7).
La caída de O’Higgins abrió un nuevo escenario político, más abierto y dinámico, en el que era posible un debate más amplio e inclusivo sobre las cuestiones constitucionales y el futuro del país. Bajo el mando del general Ramón Freire en el cargo de Director Supremo, el Congreso de 1823 tuvo también un carácter constituyente.
El reglamento electoral elaborado ese año significó una ampliación importante del cuerpo electoral por cuanto acordó el derecho a voto a todos los hombres mayores de 23 años que supieran leer y escribir y que cumplieran alguno de los siguientes requisitos: tener una propiedad
de más de $2.000; o un negocio de más de $3.000; o un título profesional: o una pensión de Estado de más de $300 anuales: o un empleo público (aunque no tuviera sueldo); o haber sido miembro de un Cabildo; o ser un eclesiástico secular; o tener un grado militar superior a alférez; o ser maestro mayor de un oficio, y/o tener un capital superior a $3.000 sumando todos sus bienes. De este modo, contrariando al Senado que propiciaba
derechos políticos (votar y ser elegidos) solo para los propietarios de bienes raíces (la clase de los grandes terratenientes), el gobierno de Freire amplió ese derecho incluyendo –en el decir del historiador Gabriel Salazar- a quienes componían la clase media de la época: “letrados pobres, sacerdotes, oficiales de bajo rango, empleados públicos, mineros y otros empresarios”. Pero el “bajo pueblo” (inquilinos, peones y otras categorías que
constituían la mayoría de la población) siguió excluido del país legal (8). Según Salazar, esas fueron las “primeras elecciones libres realizadas en Chile desde 1811”9, pero agrega más adelante, que el texto constitucional propuesto por encargo del gobierno por el jurisconsulto Juan Egaña, además de confuso y engorroso, representó una clara opción por un sistema político centralista, europeizante, elitista y aristocrático (ya que la
soberanía popular electoral debía ser calificada por un sindicato “ilustrado” compuesto por el Senado y la Cámara). Contando con el apoyo de los diputados santiaguinos, que abreviaron el plazo de discusiones, se aprobó con pocos debates el proyecto de Egaña.
Pero esta Constitución –que reflejaba casi exclusivamente los intereses de Santiago y la región central- nació muerta por la fuerte oposición de las provincias de Coquimbo y Concepción, del propio Freire y de diputados como Camilo Henríquez y Manuel de Salas, de reconocida filiación liberal10.
La llamada “Constitución de 1826” fue, en realidad, un conjunto de “leyes federales” propuestas por José Miguel Infante y sancionadas por el Congreso entre julio y octubre de ese año, pero el proyecto constitucional nunca fue aprobado ya que el Congreso se disolvió pocos meses más tarde a causa de la inestabilidad política (11) . Lo que no impidió la realización de un breve ensayo de federalismo que no prosperó debido, principalmente, a la férrea oposición de la aristocracia santiaguina.
La Constitución de 1828 fue la más avanzada de aquella época de ensayos
constitucionales. Su sello fue liberal-democrático por los amplios derechos individuales que garantizaba, el igualmente amplio poder electoral de los ciudadanos y porque para ser ciudadano no se requería contar con cierto patrimonio sino solo un mínimo de edad: 21 años los hombres casados y 25 años los hombres solteros. Solo quedaron excluidos de los derechos políticos los sirvientes domésticos, los deudores al Fisco y los viciosos reconocidos. En teoría, hasta los analfabetos que no estuvieran en estas categorías gozarían del derecho a sufragio, algo poco común para los cánones de la época, incluso en Europa (12). Desde su óptica conservadora, Jaime Eyzaguirre comentaría este avance democratizador diciendo que:
“El derecho a sufragio era tan amplio que podía ejercerlo cualquiera
que se inscribiese en las milicias, lo que iba a generar un poder
electoral en su mayoría analfabeto, entregado al control de los
audaces. El Ejecutivo radicaba en un Presidente y un Vicepresidente
nombrados por votación indirecta y cuya gestión dependía casi por
entero de la voluntad de un Congreso bicameral. Por añadidura la
gran autonomía de las provincias, que conservaban sus asambleas con
derecho a general los senadores, a formar ternas para el nombramiento más adelante, que el texto constitucional propuesto por encargo del gobierno por el jurisconsulto Juan Egaña, además de confuso y engorroso, representó una clara opción por un sistema político, centralista, europeizante, elitista y aristocrático (ya que la soberanía popular electoral debía ser calificada por un sindicato “ilustrado” compuesto por el Senado y la Cámara). Contando con el apoyo de los diputados santiaguinos, que abreviaron el plazo de discusiones, se aprobó con pocos debates el proyecto de Egaña.
Pero esta Constitución –que reflejaba casi exclusivamente los intereses de Santiago y la región central- nació muerta por la fuerte oposición de las provincias de Coquimbo y Concepción, del propio Freire y de diputados como Camilo Henríquez y Manuel de Salas, de reconocida filiación liberal (10). La llamada “Constitución de 1826” fue, en realidad, un conjunto de “leyes federales” propuestas por José Miguel Infante y sancionadas por el Congreso entre julio y octubre de ese año, pero el proyecto constitucional nunca fue aprobado ya que el Congreso se disolvió pocos meses más tarde a causa de la inestabilidad política11. Lo que no impidió la realización de un breve ensayo de federalismo que no prosperó debido, principalmente, a la férrea oposición de la aristocracia santiaguina. La Constitución de 1828 fue la más avanzada de aquella época de ensayos constitucionales. Su sello fue liberal-democrático por los amplios derechos individuales que garantizaba, el igualmente amplio poder electoral de los ciudadanos y porque para
ser ciudadano no se requería contar con cierto patrimonio sino solo un mínimo de edad: 21 años los hombres casados y 25 años los hombres solteros. Solo quedaron excluidos de los derechos políticos los sirvientes domésticos, los deudores al Fisco y los viciosos reconocidos. En teoría, hasta los analfabetos que no estuvieran en estas categorías gozarían del derecho a sufragio, algo poco común para los cánones de la época, incluso en Europa12. Desde su óptica conservadora, Jaime Eyzaguirre comentaría este avance democratizador diciendo que:
El derecho a sufragio era tan amplio que podía ejercerlo cualquiera
que se inscribiese en las milicias, lo que iba a generar un poder
electoral en su mayoría analfabeto, entregado al control de los
audaces. El Ejecutivo radicaba en un Presidente y un Vicepresidente
nombrados por votación indirecta y cuya gestión dependía casi por
entero de la voluntad de un Congreso bicameral. Por añadidura la
gran autonomía de las provincias, que conservaban sus asambleas con
derecho a general los senadores, a formar ternas para el nombramiento de los Intendentes y supervigilar a las municipalidades, reducían aún
más las atribuciones presidenciales (13).
La génesis de esta Constitución–al igual que la de 1823- fue semi democrática ya que el Congreso Nacional que la aprobó había sido elegido en base a un electorado masculino que incluía a las capas medias, más precisamente, hasta el estrato superior de los sectores populares representado por el artesanado-, pero no al “bajo pueblo”.
Ese fue el punto más alto de democratización alcanzado en Chile en el período que siguió la Independencia. Pero muy luego vino la virulenta reacción aristocrática centralista contra los proyectos liberales, dirimiéndose el conflicto entre ambos bandos en la guerra
civil de 1829-1830.
El poder constituyente de las bayonetas: la Constitución “portaleana” de 1833
El triunfo conservador (estanquero-pelucón) en la batalla de Lircay en abril de 1830 puso término a la guerra civil e inauguró una larga etapa conocida como el “régimen portaleano” o el “Estado en forma” (14), cuya fase inicial fue la más clara expresión del dominio sin contrapeso de la aristocracia, especialmente de Santiago y la región central.
La célebre Constitución portaleana de 1833, inspirada y redactada principalmente por el ultraconservador Mariano Egaña, fue el fruto directo de la victoria militar estanquero-pelucona en la guerra civil de 1830. Aunque el artículo 133 de la Constitución de 1828 establecía que esta no podía reformarse hasta 1836, los vencedores de Lircay pasaron
por encima de esta disposición y, recurriendo a diferentes argucias, impusieron su reforma. Poco después de instalado el régimen dirigido por el comerciante Diego Portales y el general José Joaquín Prieto, el Cabildo de Santiago (controlado por el bando vencedor) pidió al gobierno que autorizara al próximo Congreso a emprender la reforma constitucional a través de una “Gran Convención” convocada exclusivamente, con ese objeto. Aunque este organismo estaría en principio compuesto por dieciséis
diputados elegidos por el Congreso Nacional (ya depurado de los liberales más prominentes) y veinte ciudadanos “de reconocida probidad e ilustración” nombrados por el mismo cuerpo legislativo (mediante el envío de “esquelas de invitación”), en la práctica fue una hechura completa del Congreso ya que a los dieciséis diputados del bando vencedor se sumaron catorce más en ejercicio para llenar los cupos reservados a
los hombres de “reconocida probidad e ilustración” (15).
A estas libertades tomadas con las formas legales se sumaba algo aún más grave y decisivo: la instauración de una verdadera dictadura aristocrática resuelta a barrer con cualquier obstáculo que se le antepusiera.
Muchos opositores fueron encarcelados u obligados a partir al destierro; el Ejército sufrió una severa purga de oficiales sospechosos de simpatizar con los liberales; se generalizó y fortaleció una red de espionaje de la policía secreta y se estableció una férrea censura de prensa que impidió
cualquier debate de fondo del texto constitucional que se preparaba, a no ser el intercambio de ideas que podía darse entre los partidarios del nuevo régimen. Gabriel Salazar sintetiza de esta manera algunos de los aspectos del clima represivo al que estaba sometido el país cuando se desarrolló el proceso constituyente portaleano:
“[…] centenares de funcionarios públicos no adictos al nuevo régimen
fueron exonerados, se eliminaron con el mismo objetivo establecimientos como la Casa de Moneda de La Serena, becas para estudiantes como las del Liceo de Chile […], se clausuró la Sociedad Médica de Chile (establecida por Blanco Encalada y encabezada por un médico español), mientras se cerraban o aplicaban grandes multas a los periódicos de oposición y se creaban nuevos cuerpos de ‘guardias cívicas’ (16).”
La afamada Constitución de 1833 no fue sino un texto destinado a dar legitimidad jurídica a un régimen con características dictatoriales resultante de la victoria militar del bando conservador en 1830. El nuevo texto constitucional fue un traje a la medida de la facción dominante de la aristocracia, que concentró de manera excluyente el poder durante varias décadas. El centralismo, autoritarismo y elitismo fueron sus rasgos
principales. La inmensa mayoría de la población resultó excluida de la vida política activa a través del sufragio censitario. El derecho a elegir y ser elegidos para cargos representativos quedó reservado solo a los hombres casados mayores de 21 años o solteros mayores de 25 años, que sabiendo leer y escribir fueran dueños de una propiedad inmueble o un capital invertido “en una especie de giro o industria” cuyo valor sería fijado para cada provincia cada diez años por una ley especial, o que en su defecto, ejercieran “una industria o arte”, o que gozaran de algún empleo, renta o usufructo, cuyos emolumentos o productos guardaran proporción con la propiedad inmueble o capital, de que se hablaba en la disposición anterior. Los sirvientes domésticos estaban expresamente excluidos de los derechos políticos (17).
Un comentario del historiador conservador Fernando Campos Harriet, admirador de Portales y su régimen, nos ahorra más acotaciones sobre el sistema político consagrado por esta Constitución:
“El cúmulo de atribuciones del Presidente de la República, reforzadas
por la ley electoral, hicieron de este el gran elector durante 60 años. El
Presidente tenía veto absoluto: un proyecto vetado no podía iniciar
sus trámites constitucionales hasta el año siguiente. Declarado el
estado de sitio, se suspendía en ese punto el imperio de la Constitución
[…].”
El sufragio limitado y controlado por el Ejecutivo, el veto, la ausencia de
responsabilidad efectiva en el Jefe de Estado, las facultades extraordinarias, la organización del Consejo de Estado, la preponderancia de la Cámara de senadores con su comisión conservadora, manifiestan claramente el espíritu aristocrático y oligárquico de esta Constitución” (18).
Durante casi un siglo Chile no vivió otro proceso constituyente (19), solo reformas y reinterpretaciones a la Constitución portaleana que recortaron poderes del Presidente de la República, aumentaron los del Parlamento e instauraron –en la década de 1870- el sufragio universal masculino con el solo requisito de saber leer y escribir.
Populismo y fuerza militar en la gestación de la Constitución democrático – liberal de 1925
Cuando en 1925 se planteó la discusión en torno a una nueva Constitución, el contexto político y social era muy distinto al que había existido al imponerse la carta de 1833. La “cuestión social” había cambiado la relación entre las clases sociales y alterado el debate político nacional. El movimiento obrero se encontraba en pleno desarrollo y las
tendencias más radicales (anarquistas y comunistas) gozaban de una notoria influencia en su seno, llegando a controlar las principales organizaciones sindicales. Como respuesta al malestar y rebeldía de “los de abajo”, un sector de la burguesía había levantado un programa reformista de marcado corte populista, logrando instalar a su líder, el liberal Arturo Alessandri Palma, en la Presidencia de la República a fines de 1920. Pero sus planes se habían estancado debido a la crisis económica y la cerrada
oposición de la oligarquía parlamentaria (20).
El sistema parlamentario impuesto por los vencedores de la guerra civil de 1891 se encontraba profundamente desprestigiado y la crisis de la economía salitrera, reiterativa desde 1918, tenía sumido al país en un clima de permanente agitación social y fuertes tensiones políticas. Por su parte, la oficialidad joven del Ejército, luego de constatar el fracaso del populismo civil, desde septiembre de 1924 había ocupado el escenario político
enarbolando programas de reforma social. La entrada activa en política de los militares con dos irrupciones sucesivas –septiembre de 1924 y enero de 1925- había cambiado los parámetros del juego político. La crisis era general. El país se aprontaba a una refundación política en base a un nuevo texto constitucional. Entonces, por primera vez en la historia de Chile, otros actores, los sectores populares, especialmente el movimiento obrero organizado, intentaron hacer oír su voz en el debate constitucional.
El movimiento obrero y popular llevaba varios años interesándose por este tipo de cuestiones. Las gigantescas movilizaciones impulsadas durante el bienio 1918-1919 por la Asamblea Obrera de Alimentación Nacional habían puesto en el tapete de la discusión entre vastos sectores de la clase obrera y de las capas medias la necesidad de un nuevo orden social y político. Poco después, en 1923, durante el gobierno de Arturo Alessandri Palma, un organismo denominado Asamblea o Comité de Obreros, Estudiantes y
Profesores, empezó a pensar en reformas estructurales, pero la reflexión no avanzó mucho, diluyéndose la iniciativa sin trascender mayormente en esa coyuntura.
No obstante, por iniciativa del Partido Comunista y de la Federación Obrera de Chile, pocos días después del golpe de Estado de los militares jóvenes que llamaron de vuelta a Alessandri al gobierno, el 25 de enero de 1925 numerosas organizaciones obreras junto a la Asociación General de Profesores, la Federación de Estudiantes y la Unión de Empleados de Chile, decidieron crear un organismo denominado Comité Obrero Nacional que convocó a la realización de un Congreso Constituyente de Asalariados e Intelectuales (21).
Lo que más distinguió esta iniciativa de los proyectos constitucionales de la clase política tradicional fue la exigencia de una Constituyente de base gremial. Uno de sus promotores, el dirigente comunista Salvador Barra Woll, lo precisó en estos términos:
“La Juventud Militar nos ha ofrecido ahora una Constituyente. No
queremos dudar que vendrá esa Constituyente. Hemos adherido
nuestra cooperación a ese propósito para encarnar más ese deseo en las masas. Pero cuando llegue el momento de llamar a la Constituyente se verá que las bases no consultarán la representación obrera sindical revolucionaria porque la burguesía le impedirá su resguardo de sus privilegios de clase […] Hay pues que no olvidar este detalle, tenerlo muy presente: Queremos una Constituyente; pero a base gremial. Si no se nos da una Constituyente en esa forma la burguesía habrá traicionado una vez más al proletariado, de quien se ha servido para fines propios (22).”
De acuerdo con estos postulados, la convocatoria para la reunión de la Asamblea Constituyente de Obreros e Intelectuales (conocida también como la “Constituyente chica” ya que sus impulsores la concebían como un “preludio de la futura Constituyente fundamental” en la que estarían representados todos los sectores de la nación(23) ), fijó como objetivo la presentación de un proyecto de Constitución Política de Chile que
contendría las aspiraciones inmediatas del proletariado y de los intelectuales que simpatizaban con los “modernos principios de justicia y solidaridad” (24). El comité de iniciativa estableció los siguientes porcentajes de congresales para cada una de las categorías socio profesionales llamadas a participar en la “Constituyente chica”: proletarios, 45%; empleados, 20%; profesores, 20%; profesionales e intelectuales, 8%; y estudiantes, 7% (25).
Rápidamente las fuerzas comprometidas en esta iniciativa se desplegaron por distintos puntos del territorio nacional para difundir su propuesta. El Comité Obrero Nacional (al que se incorporaron dirigentes de distintas tendencias incluidos los anarquistas) mandó a algunos de sus miembros en gira al sur del país a explicar la convocatoria (26).
La Asamblea Constituyente de Obreros e Intelectuales inauguró sus sesiones en el Teatro Municipal de Santiago el domingo 8 de marzo de 1925 en medio de un clima de gran expectación. Los mil doscientos cincuenta delegados provenientes de distintos provincias eran el reflejo de las tendencias políticas que actuaban en el seno del movimiento popular y de las clases medias asalariadas: comunistas, fochistas (militantes de la Federación Obrera de Chile, que por esos días casi se confundían con los comunistas), demócratas, laboristas sin partido, anarquistas, radicales, feministas y distintas expresiones del “alessandrismo popular”. Los debates entre estas corrientes fueron apasionados, a ratos muy duros. El obrero anarquista Alberto Baloffet logró hacer aprobar por amplia mayoría una moción en la que se sostenía que los proletarios no debían proponerse la redacción de una Constitución que reglamentara los poderes del Estado, sino limitarse a fijar principios generales que orientaran la acción de las autoridades hacia los productores. Un fuerte enfrentamiento se produjo entre el Presidente de la Federación de Estudiantes, y Vice-Presidente del Centro de Propaganda del Partido Radical, Enrique Rossel, y la mayoría de los delegados obreros claramente alineados con las posiciones del Partido Comunista (27).
Algo menos virulentos fueron los debates entre el sector comunista-fochista (alrededor de 300 delegados, esto es, alrededor del 25% del total) y los representantes de los profesores, de los intelectuales y de los empleados, entre los que se contaban personas de distintas filiaciones, especialmente anarquistas, demócratas y radicales (28).
Las divisiones internas le restaron fuerza a la “Constituyente chica”. Durante cuatro días los delegados aprobaron distintas mociones en las que se formularon una serie de demandas a los poderes públicos y aprobaron varios “principios constitucionales”, que debían servir de base para la discusión nacional cuando se convocara a la “Constituyente grande”. El primero y más importante de estos principios fue el reclamo de una Asamblea Constituyente compuesta de delegados de las “fuerzas vivas de ambos sexos”, y en cuyo seno los elementos asalariados tuvieran la mayoría de la representación para asegurar el cumplimiento de sus postulados de redención social.
Como principios específicos se inscribieron, entre otros: la socialización de la tierra y de los medios de producción; la forma federal del gobierno; el deber del Estado de coordinar y fomentar la producción y asegurar la distribución de los productos; el sistema colegiado de gobierno tanto a nivel comunal, nacional como de los Estados federados; la organización del Poder Legislativo en base a “cámaras funcionales”, compuestas por representantes (revocables en todo momento) de los gremios organizados; la separación de la Iglesia del Estado; la enseñanza gratuita desde la escuela hasta la Universidad, colocando su dirección en manos de los maestros, padres y estudiantes; la igualdad de derechos políticos y civiles de ambos sexos y la supresión del ejército permanente (29).
“La proposición de las “cámaras funcionales a base gremial” (cercana en algunos aspectos a las ideas corporatistas que estaban en boga por aquellos años en Europa) constituía una innovación mayor, resistida por algunos integrantes de la “Constituyente chica” y apoyada fervorosamente por los comunistas. Uno de sus impulsores la explicaba como el instrumento que permitiría abolir las “cámaras políticas”, fuente de la opresión política del pueblo:
“La Cámara Funcional, que como su nombre lo indica reúne en su seno
todas las funciones de las diversas actividades de la vida económica,
intelectual y moral de la sociedad, es el sistema necesario y eficiente
capaz de destruir, desde sus raíces, todos los intereses creados y privilegios de castas que hoy producen el estado caótico de la administración del país, injusticias irritantes y el desconcierto social. Será la única forma de nivelar todos los derechos que disminuirán, grandemente, las desigualdades odiosas porque siendo la finalidad de la Cámara Funcional esencialmente de armonía y de progreso donde convergen y se complementan todos los pensamientos de las fuerzas creadoras del trabajo, la resultante de su labor será lógicamente, de perfección y armonía social. Y recién, entonces, desapareciendo la causa de todas las desgracias del pueblo, con la extinción del aparato político opresor de la oligarquía y burguesía en general, empezará la era de justicia y armonía social. La técnica de la producción y el consumo controlados por los productores mismos, y peritos
profesionales, se perfeccionará gradualmente y desaparecerá la
miseria, la ignorancia y la maldad que el actual egoísmo de los
privilegiados reinantes, produce a la sociedad. La Cámara Funcional a
base gremial, es pues, el antídoto de las Cámaras políticas
mantenedoras de la esclavitud y los sufrimientos del proletariado (30).”
Los acuerdos tan laboriosamente concluidos en la “Constituyente chica” no tuvieron mayor eco político. Gabriel Salazar, autor de la visión historiográfica más optimista acerca del significado y alcance de la Asamblea Constituyente de Asalariados e Intelectuales de 1925 (interpretada en sus escritos como un ejercicio de soberanía de “las
bases sociales”, con menciones poco relevantes a las fuerzas políticas que la
promocionaron y se enfrentaron en su seno), ha señalado que a su retorno al gobierno, Arturo Alessandri Palma “restauró el régimen estrictamente civil (marginando a los militares) y las decisiones estrictamente políticas (marginando a los movimientos sociales de base)” (31).
Así ocurrió, efectivamente. Haciendo caso omiso del ejercicio deliberativo de los trabajadores manuales e intelectuales sobre las normas constitucionales que deberían refundar la organización social y política de la nación, Alessandri, por sí y ante sí, designó a los miembros de las dos comisiones que debían preparar la Asamblea Constituyente, escogiendo a una mayoría de viejos políticos como Luis Barros Borgoño (su rival en la elección de 1920), Guillermo Edwards Matte, Eleodoro Yáñez, Juan Enrique Concha, Ernesto Barros Jarpa, Guillermo Subercaseaux y Domingo Amunátegui, entre otros. Solo unos cuantos dirigentes de organizaciones sociales y de partidos y grupos de izquierda que habían formado la “Constituyente chica”, como Carlos Contreras Labarca, Víctor L. Cruz, Manuel Hidalgo, Carlos Alberto Martínez, Onofre Avendaño y Fernando García Oldini, fueron invitados a participar en las discusiones (32). El propio Alessandri presidió la comisión que debía estudiar las reformas constitucionales y Arturo Lyon quedó a la cabeza de la comisión encargada de preparar la convocación a la Asamblea Constituyente. Este grupo –lo dejó consignado el “León de Tarapacá” en sus Recuerdos de gobierno- nunca se reunió (33). Como bien observaría el historiador Gonzalo Vial, “esto solo indica hacia donde se dirigía Arturo Alessandri” (34).
Es necesario recalcar que inicialmente Alessandri había expresado su deseo de convocar a una Asamblea Constituyente en el menor plazo posible, nombrándose dos tercios de sus integrantes mediante elección popular y el tercio restante con representantes de “las fuerzas vivas de la Nación”, en su concepto: “la Universidad, el Ejército, la Marina, la Iglesia, representados por sus jefes, las actividades obreras y algunos gremios que tienen
importancia en la vida de la República” (35). El 26 de marzo el Presidente de la República firmó un decreto fijando el 15 de abril como fecha de inicio de las inscripciones extraordinarias para la elección de una Constituyente (36). Pero muy pronto abandonó esta idea aduciendo “falta material de tiempo para verificar las inscripciones del electorado, para instalar enseguida la Constituyente y para que dispusiera del tiempo necesario para terminar su misión y alcanzar a fijar las reglas de la elección del Congreso y del
Presidente” que debía sucederlo el 23 de diciembre de ese mismo año37.
El único grupo de trabajo que funcionó (conocido como la “comisión chica”) se dividió en tres corrientes al discutirse las fórmulas propuestas para aprobar la nueva Constitución:
1.-elección de una Asamblea Constituyente mediante sufragio universal;
organización de una Constituyente sobre una base gremial, o ratificación del proyecto preparado por la comisión mediante un plebiscito (38).
2.- La exigencia de la Constituyente sobre base gremial era inaceptable para la clase política y Alessandri puesto que, como sostiene Salazar, significaba su propio colapso (39). Por otra parte, intuyendo que su proyecto de Constitución presidencialista no sería aprobado en una Asamblea Constituyente (en la que los partidos tradicionales, muy reticentes a abandonar el sistema parlamentario, tendrían la mayoría), Alessandri apostó a la vía más expedita convirtiendo a la comisión en la Constituyente misma y utilizó toda su influencia y poder para vencer las múltiples resistencias que suscitaba su proyecto constitucional, tanto entre muchos representantes de la vieja clase política adictos al régimen parlamentario como en el movimiento obrero y popular partidario de la Constituyente de base gremial. Aunque invocó la falta de tiempo, su comportamiento estuvo motivado principalmente por la intuición de que en una Asamblea Constituyente su plan de reforma no prosperaría, como lo confesaría posteriormente:
“Yo más que nadie me había resignado a abandonar la idea de la Constituyente por la falta material de tiempo apuntada y, principalmente, porque tenía la resolución firme e inquebrantable de implantar en nuestro país la fórmula salvadora. Tenía el convencimiento profundo, como lo he dicho reiteradas veces que, si llevábamos el asunto a una asamblea, no saldría jamás de allí el necesario régimen presidencial. Un grupo de hombres en asamblea, carece de la superioridad moral para despojarse de atribuciones y facultades.” (40)
Entre el 18 de abril y el 23 de agosto de 1925, en 33 sesiones a las que asistieron un promedio de doce personas, la “comisión chica” preparó el proyecto de Constitución presidencialista que reemplazaría a la Constitución de 1833 (reinterpretada en un sentido claramente parlamentarista desde 1891). Los debates de este pequeño grupo
transformado en “comisión constituyente” se centraron preferentemente en cómo equilibrar los poderes Ejecutivo y Legislativo, conforme a la perspectiva liberal. El único “convidado de piedra” de la “Constituyente chica”, el comunista Manuel Hidalgo, quedó completamente aislado. (41)
Finalmente, el elemento decisivo que inclinó la balanza, fue, una vez más, el Ejército. A partir del 23 de julio el general Navarrete apoyó
abiertamente las proposiciones de Alessandri de Constitución presidencialista y plebiscito como fórmula de aprobación (42). De esta manera, el jefe de Estado logró imponer la vía plebiscitaria en vez de la convocatoria a una Asamblea Constituyente que implicaba un verdadero debate constitucional nacional.
La presión militar en apoyo de esta alternativa, fue –como señala acertadamente el historiador conservador Gonzalo Vial- el tercer golpe de Estado (después de los de septiembre de 1924 y enero de 1925):
“Así se consumó el tercer golpe de Estado: la imposición militar de que
se llamase a plebiscito inmediato, sin Asamblea Constituyente, la
nueva Carta conteniendo las reformas de Alessandri. Un silencio casi
generalizado recibió el úkase: partidos y prensa (salvo, respecto de la
última El Diario Ilustrado) doblaron la cerviz…, con mayores o
menores y más o menos audibles rezongos, pero la doblaron. Ni
siquiera, esta vez, hubo necesidad de complotar en las sombras,
sublevar regimientos y entrar a La Moneda empuñando pistolas.
Indudablemente, el establishment político había aprendido las
“múltiples lecciones objetivas” del 5 de septiembre y el 23 de enero, de
las que hablara Navarrete, la ‘enseñanza práctica’ señalado por
Grove”. (43)
El plebiscito fue convocado el 31 de julio para el 30 de agosto. Los ciudadanos deberían elegir entre tres cédulas de voto: una roja, de aprobación del proyecto de la mayoría de la “comisión constituyente” armada por el gobierno; una azul, obra de los disidentes (especialmente radicales, conservadores y comunistas), que conllevaba la aprobación de
una serie de proposiciones destinadas a recortar el poder del Ejecutivo (como la posibilidad de que el Congreso acusara y destituyera al Presidente); y una blanca, que importaría “buscar otros procedimientos para restablecer la normalidad institucional del país” (44). Los opositores subrayaron la amenaza implícita de esta última fórmula que
insinuaba, casi sin disimulo, una nueva intervención militar. Igualmente criticaron el reducido plazo –apenas un mes- para hacer campaña y el hostigamiento y represión policiales a sus mítines.
El proyecto de Constitución impulsado por Alessandri fue aprobado el 30 de agosto del mismo año por una minoría de electores. Sobre 302.304 inscritos solo votaron 135.783, de los cuales 127.509, o sea, 42,18% de los inscritos y
93,9% de los sufragantes aprobaron el proyecto de Constitución. La alternativa de los partidos opositores (cédula azul) obtuvo 6.825 votos (2,26% de los inscritos y 5,03 de los sufragios); la cédula blanca (la incierta búsqueda de “otros procedimientos”) reunió solo 1.449 preferencias (0,48% de los inscritos y 1,07% de los votos)45. La Constitución de 1925 –calificada generalmente como “la más democrática de la historia de Chile”- fue,
pues, aprobada por menos del 50% de los votantes potenciales, pero con el apoyo decisivo de los militares, que expresaron con sutileza la amenaza de una nueva intervención.
Con algunas reformas, dicho texto constitucional sobrevivió hasta septiembre de 1973 (46), cuando una nueva irrupción de las Fuerzas Armadas –la más violenta y de mayores consecuencias- la echó por tierra, arrastrando junto con ella al frágil “Estado de compromiso” que tanto enorgullecía a la clase política y buena parte de la ciudadanía.
Nuevamente el poder constituyente de las armas: la Constitución dictatorial y neoliberal de 1980
Las condiciones y la forma como fue elaborada y aprobada la Constitución de Pinochet en 1980 son ampliamente conocidas. Chile vivía los años más duros de la más dura dictadura militar. Un régimen de terror mantenía al país sometido a la cúpula militar y empresarial que se encontraba implementando un proyecto de sociedad y economía neoliberal extremo. La ciudadanía carecía de las condiciones mínimas para debatir y
manifestar libremente sus ideas y preferencias. Miles de opositores habían sido asesinados, encarcelados, torturados o exiliados. No existía libertad de prensa, derecho de reunión ni de asociación para los opositores; los registros electorales habían sido quemados por los militares golpistas; el estado de emergencia regía en todo el territorio nacional y el “receso político” o prohibición de funcionamiento de los partidos políticos
se prolongaba desde el mismo día del sangriento derrocamiento del Presidente Salvador Allende.
Desde 1973 la dictadura militar, había venido preparando su proyecto constitucional. Pocos días después del golpe de Estado, la Junta Militar de Gobierno había creado una Comisión de Estudio o Comisión Constituyente encabezada por el ex ministro Enrique Ortúzar del derechista ex Presidente Jorge Alessandri Rodríguez. Durante cinco años este grupo trabajó en un anteproyecto constitucional, siguiendo las orientaciones del gobierno de facto (47). En noviembre de 1977 el dictador Pinochet entregó a Ortúzar instrucciones escritas por su Ministra de Justicia Mónica Madariaga y por Jaime Guzmán, principal ideólogo del régimen, para que elaborara un proyecto de Constitución de acuerdo con los planes del gobierno militar. Al cabo de casi un año de trabajo, la Comisión Constituyente produjo el texto que la Presidencia esperaba, de modo que el 31 de octubre de 1978 Pinochet pidió formalmente al Consejo de Estado que comenzara a analizarlo. Al término de ese estudio, el 26 de junio de 1980, doce días antes de la fecha fijada para que el Consejo de Estado presidido por el ex Presidente
Jorge Alessandri entregara oficialmente el proyecto de nueva Constitución, el gobierno formó un grupo de trabajo encargado de revisarlo a cuya cabeza quedó la ministra Mónica Madariaga. La ministra y cuatro auditores militares más algunos invitados ocasionales, realizaron un trabajo sigiloso e intenso dando lugar a 175 cambios que reflejaron las contradicciones y debates en el seno del bloque dominante (48).
El texto corregido fue remitido oficialmente el 8 de julio por el Consejo de Estado a la Junta de Gobierno, luego fue analizado durante algunas semanas por juristas y algunos miembros del cenáculo en el poder, y el 10 de agosto de 1980 se aprobó la versión final. Todas las deliberaciones fueron secretas. El 11 de agosto, el gobierno de la dictadura
anunció por cadena nacional de radio y televisión que en un plazo de treinta días se realizaría un plebiscito para aprobar o rechazar la nueva Constitución (49).
El debate ciudadano se realizó en las condiciones que imperaban desde 1973 y que pueden sintetizarse en la vigencia en todo el país del estado de emergencia, el receso político, el control gubernamental de las publicaciones, un clima de terror generalizado y, como ha sido señalado por un cientista político norteamericano, “sin alternativas para los votantes, sin el claro establecimiento de las consecuencias jurídicas de una
derrota y, lo más significativo para la oposición, sin registros electorales y sin supervisión ni recuento electoral independiente”50. Aunque el gobierno autorizó la realización de un meeting opositor encabezado por el ex Presidente democratacristiano Eduardo Frei Montalva (que luego de apoyar el golpe de Estado se había pasado a las filas de la oposición), otras manifestaciones contrarias al régimen fueron prohibidas y las
fuerzas oficialistas pusieron todos los recursos que les daba su dominio total del aparato de Estado y un amplio control de los medios de comunicación al servicio de la campaña por la aprobación (el voto “Sí”) de la nueva Constitución (51).
Los resultados oficiales del plebiscito organizado por la dictadura según el principio de gobierno interior, esto es, a través de los intendentes, gobernadores y alcaldes nombrados por el gobierno, fueron los siguientes: votos por el “Sí” a la nueva Constitución, 4.204.879 (67,04%); por el “No” (rechazo), 1.893.420 (30,19%); nulos, 173.569 (2,77%) (52).
La oposición denunció todo tipo de fraudes e irregularidades. En el 39,7% de las mesas, controladas por sus voluntarios se detectaron irregularidades, llegando a precisarse posteriormente que, en al menos nueve provincias (Tocopilla, Chañaral, Linares, Cauquenes, Huasco, Choapa, Valparaíso, San Antonio y Malleco) había “votado” más del 100% de la población (53). Cinco años más tarde, el sociólogo Eduardo Hamuy (“padre” de las encuestas de opinión en Chile) informó que un equipo de 660 voluntarios
había observado los votos y los recuentos del plebiscito de 1980 en 981 mesas electorales escogidas al azar en el Gran Santiago (alrededor de 10% de las 10.522 mesas en 170 locales de votación), registrando cinco tipos de fraudes o irregularidades: recuento erróneo de votos (contabilización de votos “No” y nulos como blancos o “Sí”, o anulación de votos “No”); inconsistencias entre el número de votos contados y el número de firmas de votantes registrados (votantes excesivos o faltantes); recuentos no públicos; personas que votaron más de una vez; y una categoría de diversas irregularidades. Aunque Hamuy no pudo cuantificar la magnitud exacta del fraude, estimó que, a partir del 39,7% de las mesas donde se cometieron irregularidades, era legítimo suponer que sin fraudes electorales el resultado del plebiscito habría sido contrario al gobierno en el Gran Santiago, concluyendo que estaba “probabilísticamente justificado dudar de la legitimidad Constitución de 1980 e incluso negarla”54.
En un penetrante estudio sobre la génesis, contenidos y efectos de esta Carta constitucional, el cientista político norteamericano Robert Barros emite un certero juicio que nos permite concluir este punto:
“Tanto en sus orígenes como en su forma de ratificación, la
Constitución de 1980 aparece nada más que como una imposición a la
fuerza, un acto coercitivo, que, de acuerdo a los principios del derecho
público, era jurídicamente nulo y vacío. Desde esta perspectiva, su
validez no era diferente que la de cualquier otro decreto ley; la
Constitución era de facto; y su eficacia práctica, una función exclusiva
de las relaciones de fuerza que la sostenían. Al momento de su
promulgación, aparecía como un mero mecanismo de prolongación del
régimen militar –y, dada la propensión del régimen a organizar
plebiscitos bajo sus propios términos, esta carta fundamental parecía
presagiar dieciséis años más de régimen militar. El texto permanente,
por ende, era meramente nominal, dado que era ineficaz; mientras que
las disposiciones transitorias, la constitución efectiva, hacían que la Constitución en sí misma fuera semántica porque solo codificaba el
monopolio del poder existente” (55).
Conclusión
Este rápido recorrido histórico prueba que nunca se ha desarrollado en Chile un proceso constituyente democrático. Todos los textos constitucionales han sido elaborados y aprobados por pequeñas minorías, en contextos de ciudadanía restringida (como ocurrió con algunas variantes en el siglo XIX) o como resultado de imposiciones de la fuerza
armada (como sucedió durante ese mismo siglo e invariablemente en el siglo XX). Las tres cartas principales (1833, 1925 y 1980) tuvieron como parteras a las Fuerzas Armadas que, actuando como “garantes” del Estado y del orden social, pusieron sus fusiles y cañones para inclinar la balanza a favor de determinadas soluciones constitucionales propiciadas por facciones social y políticamente minoritarias. Los momentos de refundación del Estado y de la sociedad política en Chile han tenido
siempre ese mismo rasgo. Incluso ciertas coyunturas históricas en las que no se desarrolló un proceso constituyente sino una mera reinterpretación constitucional – como la lectura parlamentarista de la Constitución presidencialista de 1833 a partir de 1891- también fueron el fruto de la “crítica de las armas”. Las evidencias históricas demuestran que las Constituciones chilenas han surgido de la imposición militar y de
maniobras, generalmente combinadas con el uso de la fuerza armada, de los grupos hegemónicos de las clases dominantes y de la clase política (civil y militar).
Exceptuando algunas tentativas abortadas, como la “Constituyente chica” de 1925, la ciudadanía ha sido casi siempre un espectador o un actor secundario que, a lo sumo, ha sido convocado a última hora por los grupos en el poder para respaldar o plebiscitar proyectos constitucionales preparados sigilosamente, pero nunca para participar activamente en su generación.
No obstante, en los últimos años se han manifestado síntomas de un progresivo malestar popular que se relaciona, en una de sus expresiones más propositivas, con la idea de generar democráticamente una nueva carta constitucional. Las reformas constitucionales acordadas hacia fines del gobierno de Ricardo Lagos entre las cúpulas partidarias, sin participación de la ciudadanía, dejaron intactas las bases fundamentales
de la Constitución de 198056. El descontento ha ido in crescendo. Personas de variada condición comenzaron a organizarse y movilizarse para proponer un proceso constituyente verdaderamente democrático.
El 21 de julio de 2007 se presentó públicamente en Santiago el movimiento “Ciudadanos por una Asamblea Constituyente”, encabezado por el abogado de Derechos Humanos Roberto Garretón y el sociólogo Gustavo Ruz. En su Comité de Iniciativa, figuran personalidades como ex juez Juan Guzmán Tapia, el ex canciller Enrique Silva Cimma y el ex ministro Jacques Chonchol. Su convocatoria ha ido creciendo sistemáticamente: numerosas organizaciones sociales, grupos de izquierda extra parlamentaria, personalidades de distintos ámbitos y un núcleo no despreciable de parlamentarios de la Concertación de Partidos por la Democracia (o disidentes de dicha coalición), que han apoyado la idea de una Asamblea Constituyente. En varias ciudades se han organizado conferencias, debates y otras iniciativas destinadas a expandir el movimiento (57). Si se lograra concretar la aspiración a la convocatoria de una Asamblea Constituyente como resultado de un amplio e informado debate democrático ciudadano, significaría que por primera vez en Chile se empezaría a hacer y escribir otra historia, una historia de ciudadanía activa y efectiva.
1) Un desarrollo de estos temas en Sergio Grez Toso, De la “regeneración del pueblo” a la huelga general.
Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890) Santiago, RIL Editores, 2007, 2ª
ed., págs. 233-248.
2 )Jaime Eyzaguirre, Historia de las instituciones políticas y sociales de Chile, Santiago, Editorial
Universitaria, 1992, pág. 63.
3) Op. cit., pág. 64.
4) Los textos de los Reglamentos Constitucionales de 1811, 1812 y 1814 están disponibles en Internet en la
página web de la Biblioteca del Congreso Nacional: http://www.bcn.cl/ecivica/histcons
5) Op. cit., págs. 71 y 72.
6 ) Op. cit., pág. 72.
7) Op. cit., pág. 73.
8 )Gabriel Salazar, Construcción de Estado en Chile (1760-1860). Democracia de los “pueblos”. Militarismo
ciudadano. Golpismo oligárquico, Santiago, Editorial Sudamericana, 2005, págs. 192 y 193.
9) Op. cit., pág. 193. Cursivas en el original.
10) Op. cit., págs. 209-222.
11) Véase: http://www.bcn.cl/ecivica/histcons;
http://www.educarchile.cl/integracion/nuestrosmomentos/NuestrosMomentos_Hitos.asp?periodo=41752&
ano=1826
12) Op. cit., págs. 322-327.
13) Eyzaguirre, op. cit., pág. 77.
14) Esta última fórmula fue acuñada por el historiador conservador Alberto Edwards en La fronda
aristocrática en Chile, Santiago, Imprenta Nacional, 1928.
15) Eyzaguirre, op. cit., págs. 97-100; Fernando Campos Harriet, Historia Constitucional de Chile, Santiago,
Editorial Jurídica de Chile, págs. 356-358.
16) Salazar, op. cit., pág. 378.
17) Constitución de la República de Chile jurada y promulgada el 25 de mayo de 1833, Santiago, Imprenta de la Opinión, 1833. Posteriormente, mediante una ley complementaria se estableció que para gozar de
derecho a voto, los ciudadanos debían poseer “una propiedad inmueble de diez mil pesos, o un capital en giro de dos mil”, prohibiendo expresamente que fueran calificados como electores los soldados, cabos y sargentos del ejército permanente y los jornaleros y peones gañanes. Rafael Sotomayor Valdés, Historia de Chile bajo el gobierno del general D. Joaquín Prieto, Santiago, Imprenta y Litografía Esmeralda, 1900, 2ª ed., vol. I, págs. 270 y 271.
18) Campos Harriet, op. cit., págs. 363 y 364. Entre los análisis críticos de la Constitución de 1833 conviene
destacar: Julio César Jobet, Ensayo crítico del desarrollo económico-social de Chile, Santiago, Editorial
Universitaria, 1955, págs. 33-35; Sergio Villalobos R., Portales, una falsificación histórica, Santiago,
Editorial Universitaria, 1982, págs. 107-112.
19) Hacia fines de 1858 los liberales intentaron crear opinión pública a favor de la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Para ello fundaron clubs políticos y periódicos en Santiago, Valparaíso, San Felipe, Talca, Concepción, Los Ángeles, La Serena, Caldera y Copiapó. Pero sus esfuerzos fueron anulados por las medidas autoritarias adoptadas por el gobierno de Manuel Montt, que decretó el estado de sitio el 12 de diciembre, cerró los centros opositores y encarceló a las principales figuras del liberalismo. El Club de la Unión de Santiago y el periódico La Asamblea Constituyente fueron los principales blancos de la represión gubernamental. Benjamín Vicuña Mackenna, Isidoro Errázuriz, Ángel Custodio Gallo y los
hermanos Manuel Antonio y Guillermo Matta, entre otros, fueron encarcelados y sometidos a proceso por sedición. Poco después los opositores se alzaron en armas, pero al cabo de unos meses de combates su
“Revolución Constituyente” fue aplastada por el gobierno. Pedro Pablo Figueroa, La Revolución Constituyente (1858-1859), Santiago, Imprenta Victoria, 1889; Luis Vitale, Interpretación marxista de la historia de Chile, Santiago, Prensa Latinoamericana, 1973, 2ª ed., tomo III, págs. 249-287; Grez, op. cit., págs. 401-438.
20) Sobre el proyecto populista alessandrista, véase, Julio Pinto y Verónica Valdivia, ¿Revolución proletaria o querida chusma? Socialismo y Alessandrismo en la pugna por la politización pampina (1911-
1932), Santiago, Lom Ediciones, 2001; Sergio Grez Toso, “El escarpado camino hacia la legislación
social: debates, contradicciones y encrucijadas en el movimiento obrero y popular (Chile: 1901-1924)”,
en Cuadernos de Historia, Santiago, diciembre de 2001, págs. 160-178 y “¿Autonomía o escudo protector? El movimiento obrero y popular y los mecanismos de conciliación y arbitraje (Chile, 1900-
1924)”, en Historia, vol. 35, Santiago 2002, págs. 138-149.
21) “La formación del Comité Obrero Nacional”, Justicia, Santiago, 27 de enero de 1925.
22) Salvador Barra Woll, “Nuestros puntos de vista. La Constituyente y sus bases”, Justicia, Santiago, 29
de enero de 1925.
23) “Asamblea Constituyente de Obreros e Intelectuales”, Justicia, Santiago, 8 de marzo de 1925.
24) “El nuevo gobierno del país. Las bases del próximo Congreso Constituyente de Asalariados e Intelectuales”, Justicia, Santiago, 1 de febrero de 1925.
25) Ibid. La pretensión del Partido Comunista de asegurar una cuota de cuatro representantes de sus filas en la “Constituyente chica”, fue rechazada por la mayoría de los integrantes del Comité Obrero Nacional
que adujeron que dicho partido ya estaba representado a través de los delegados de la Federación Obrera de Chile. Esta decisión motivó el retiro del representante comunista del Comité Obrero Nacional y la
acusación en contra de ese organismo de dar espacio a “elementos de partidos burgueses”. “Las actividades obreras alrededor del movimiento militar”, Justicia, Santiago, 5 de febrero de 1925; “Actividades del Comité Ejecutivo Nacional”, Justicia, Santiago, 9 de febrero de 1925.
26) “La delegación del Comité Obrero Nacional”, Justicia, Santiago, 16 de febrero de 1925; “Lota. Ecos de
la jira hecha por el Comité Nacional Obrero”, Justicia, Santiago, 21 de febrero de 1925. En algunas
provincias como, por ejemplo, en Llanquihue, se efectuaron convenciones regionales pro Asamblea
Constituyente. “La Gran asamblea de anoche de obreros e intelectuales. Se forma el Comité Obrero
Rejional”, La Jornada Comunista, Valdivia, 13 de febrero de 1925; “La Convención regional de
Llanquihue pro-Asamblea Constituyente”, La Jornada Comunista, Valdivia, 19 de febrero de 1925.
27) Rossel había sido nombrado por la Junta de Gobierno militar como miembro oficial de la comisión de
festejos en honor al Presidente Alessandri con motivo de su retorno al país. “Asamblea Constituyente de
obreros e intelectuales”, Justicia, Santiago, 10 de marzo de 1925.
28) Ibid.; “Asamblea Constituyente de obreros e intelectuales”, Justicia, Santiago, 12 de marzo de 1925;
“El grandioso triunfo del Comunismo en la Asamblea Obrera e Intelectual” y “El Congreso Constituyente de Obreros e Intelectuales pone fin a sus labores el Miércoles en la noche”, Justicia, 13 de marzo de 1925;
Carlos Contreras Labarca, “Una polémica que debe terminar”, Justicia, Santiago, 17 de marzo de 1925; “La opinión de ‘El Mercurio’ sobre la actuación que cupo a los trabajadores”, Justicia, Santiago, 18 de
marzo de 1925. “¡Alerta comunista!”, Justicia, Santiago, 28 de marzo de 1925.
29) “Principios constitucionales de la República de Chile. Aprobados por la Asamblea de obreros e
Intelectuales”, Justicia, Santiago, 14 de marzo de 1925; “Principios porque debe luchar el proletariado en
las elecciones para la Constituyente. Aprobados en el Congreso de Asalariados e Intelectuales celebrado en
Santiago el 8 de marzo de 1925”, La Jornada Comunista, Valdivia, 4 de junio de 1925
30) Manuel A. Silva R., “El Congreso de asalariados y los debates doctrinarios. La Cámara gremial a base
gremial”, Justicia, Santiago, 22 de marzo de 1925.
31) Gabriel Salazar V., “Movimiento social y construcción de Estado: la Asamblea Constituyente popular de 1925”, Documentos de Trabajo, Nº133, Centro de Estudios Sociales y Educación SUR, Santiago, noviembre de 1992, pág. 15.
32) Arturo Alessandri Palma, Recuerdos de gobierno, Santiago, Editorial Nascimento, 1967, tomo II, págs. 167-163; Gonzalo Vial, Historia de Chile (1891-1973), Santiago, Empresa Editora Zig-Zag S.A., 2001, vol.
III, págs. 536 y 537. Es importante destacar que casi todos los dirigentes sociales militaban en algún partido político: Carlos Contreras Labarca, Víctor L. Cruz y Manuel Hidalgo eran destacados líderes del
Partido Comunista; Fernando García Oldini y Onofre Avendaño eran dirigentes del Partido Democrático.
33) Alessandri, op. cit., pág. 173.
34) Vial, op. cit., vol. III, pág, 537.
35) El Presidente Alessandri y su gobierno, Santiago, Imprenta Guttenberg, 1926, pág. 351.
36) “Sobre la Constituyente”, Justicia, Santiago, 30 de marzo de 1925.
37) Alessandri, op. cit., tomo II, pág. 173. Sobre las razones que motivaron el cambio de posición de Alessandri respecto de la forma cómo debía gestarse la nueva Constitución, véase también, Vial, op. cit.,
vol. III, págs. 532-536.
38) Alessandri, op. cit., tomo II, págs. 177 y 178. En realidad, el único miembro de la “Constituyente chica” que participó en la única comisión gubernamental que funcionó, fue el comunista Manuel Hidalgo.
Ignoramos si el demócrata Nolasco Cárdenas, que también fue invitado a formar parte de ella, había participado en la Asamblea de Asalariados e Intelectuales.
39) Salazar, “Movimiento social…”, op. cit., pág. 15. Sobre la “Cámara funcional” como alternativa a las “Cámaras políticas”, véase Manuel A. Silva R., “El Congreso de los Asalariados y los debates doctrinarios.
La Cámara funcional a base gremial”, Justicia, Santiago, 22 de marzo de 1925.
40) Alessandri, op. cit., tomo II, pág. 229.
41) Op. cit., tomo II, págs. 189-242.
42) Vial, op. cit., vol. III, págs. 539-546; Alessandri, op. cit., tomo II, págs. 228 y 229.
43) Vial, op. cit., tomo III, pág. 546. Las cursivas corresponden a destacados o cursivas en el original.
44) Alessandri, op. cit., tomo II, págs. 235 y 236.
45) Vial, op. cit., tomo III, pág. 548.
46) El texto íntegro de la Constitución de 1925, con indicación de las reformas que sufrió posteriormente se encuentra en: http://www.leychile.cl/Navegar?idNorma=131386
47) Al cabo de algunos años, los únicos elementos que no eran totalmente dóciles al gobierno dejaron de integrar esta comisión: Alejandro Silva Bascuñán y Enrique Evans abandonaron la comisión, molestos
por la lentitud de su trabajo y por su oposición al decreto ley de disolución de los partidos políticos; más tarde, Jorge Ovalle fue separado del grupo al ser objetado por Pinochet por su cercanía con el general Leigh, y en 1979 falleció el ex rector de la Universidad de Chile Juvenal Hernández. Ascanio Cavallo, Manuel Salazar y Óscar Sepúlveda, La historia oculta del régimen militar. Memoria de una época 1973-1988, Santiago, Editorial Randomhouse-Mondadori, Mitos Bolsillo, 2004, 2ª ed., págs. 425- 427.
48) Op. cit., págs. 426-441. Poco tiempo después, Jorge Alessandri, profundamente irritado porque sus propuestas de relativa liberalización del régimen no fueron tomadas en cuenta, renunció a su cargo de
Presidente del Consejo de Estado, pero no manifestó públicamente su malestar y no se atrevió a “cruzar el Rubicón” que lo hubiera llevado a formar parte de la oposición moderada, como se lo sugerían algunos
dirigentes democratacristianos. Cavallo, Salazar y Sepúlveda, op. cit., págs. 442, 443, 447 y 448.
49) Op. cit., págs. 440 y 441.
50) Robert Barros, La junta militar, Pinochet y la Constitución de 1980, Santiago, Editorial Sudamericana,
2005, págs. 411 y 412.
51) Cavallo, Salazar y Sepúlveda, op. cit., págs. 444- 456.
52) Op. cit., pág. 455.
53) Op. cit., págs. 456, 457 y 852.
54) Citado en Barros, op. cit., pág. 255. Las cursivas son nuestras.
Recibido: 2 de junio 2009
Aceptado: 23 de agosto 2009
Fuente: Revista Izquierdas, Año 3, Número 5, año 2009
Editado por: Laburantes.org, 26/09/2020