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Haití – El mismo perro, con collar negro

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Una nueva “misión internacional”

El mismo perro, con collar negro

Todo estaría listo para el próximo envío hacia Haití de otra fuerza de intervención, esta vez con el objetivo de «combatir a las pandillas» que controlan buena parte del territorio. Para hacerla más tragable, sería comandada por los «hermanos africanos» de Kenia. Pero quienes la controlarían serían los mismos de siempre.

Daniel Gatti

Brecha, 29-9-2023

La semana pasada el primer ministro de Haití, Ariel Henry, volvió a pedir al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas el envío inmediato de una fuerza de seguridad internacional para «ayudar a la Policía Nacional de Haití (PNH) a combatir a las pandillas armadas y restaurar la seguridad». El secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, lo respaldó de inmediato y lo mismo hizo, un día después, el presidente Joe Biden. Un mes antes, y en agosto, en julio y desde fines de 2022 el secretario general de la ONU, António Guterres, había hablado de la «urgencia» de «ayudar a Haití» a luchar contra las pandillas. Y también la Organización de Estados Americanos (OEA). Y varios países europeos.

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Es objetivo: las pandillas en cuestión (serían algo más de 200) controlan más de la mitad del territorio nacional y cerca del 80 por ciento de la capital, Puerto Príncipe. Y están matando como nunca antes: en el primer semestre de este año, unas 2.400 personas fueron asesinadas por estas bandas, bastante más del doble que en el mismo período del año pasado, y otras 165 mil se vieron obligadas a abandonar sus casas, según datos de un informe presentado por Guterres al Consejo de la ONU. Las pandillas, además, secuestran, saquean, roban, violan, incendian, chantajean, atacan centros de salud, lugares de trabajo, mercados.

Paralelamente, alrededor de 5,2 millones de personas (sobre una población de 11,5 millones), entre ellas 3 millones de niños, están en situación de inseguridad alimentaria severa y necesitadas de asistencia para sobrevivir, un dato que no es novedoso en el contexto haitiano desde hace varias décadas, pero que ahora es evocado ostensiblemente, al igual que el de la «delincuencia organizada», por el propio gobierno y por quienes promueven el envío de una nueva misión militar. ¿Cómo oponerse a un reclamo de este tipo, dicen, de tan claro sentido humanitario? ¿Cómo la «comunidad internacional» podría ser tan insensible, tan insensata, como para no responder positivamente al llamado del propio gobierno del país? «Era para ayer», dijo Guterres en la ONU. «Vamos a concretarlo», prometió Blinken. «Tal vez lleve algunos meses», pero que se hará se hará, agregó el secretario de Estado de la superpotencia.

Al margen de la Asamblea General de las Naciones Unidas, Kenia, fiel aliado de Estados Unidos en África, recordó la semana pasada que se podía contar con ella para liderar una fuerza internacional de intervención en Haití. Nairobi ya había mostrado su disponibilidad a fines de julio y lo había reiterado unas semanas después. En la última semana de agosto, una delegación oficial keniata estuvo en Puerto Príncipe para «estudiar las necesidades de la PNH». Antes de reunirse con las autoridades haitianas, los africanos fueron a la embajada estadounidense, y luego juntos, keniatas y norteamericanos, marcharon a ver a representantes del gobierno de Henry. Cuando abandonaron Haití y antes de regresar a su país, los keniatas pasaron por la Casa Blanca. Y luego anunciaron que su idea de una intervención en Haití era «total», la misma posición que defiende Estados Unidos. Hasta entonces, Nairobi era favorable a un despliegue defensivo de tropas en sitios estratégicos clave (como aeropuertos o puertos) para evitar que sean tomados por las bandas armadas. Ahora se sumó a la idea de que la intervención debe ser también «ofensiva». Henry saludó «la férrea voluntad de colaboración demostrada por Kenia, un país hermano de África». Y Estados Unidos se dijo dispuesto, si no a intervenir directamente, sí a financiar plenamente la nueva misión militar, que estaría, de hecho, bajo su control, aunque fueran de otros países los soldados que pusieran el cuerpo. Blinken anunció ya una contribución de más de 165 millones de dólares, así como apoyo logístico, incluido transporte aéreo y comunicaciones. Este martes 26 se supo (la lista la publicó el diario estadounidense Miami Herald) que la fuerza de intervención, que se llamaría Misión Multinacional de Respaldo a la Seguridad en Haití, contaría con participación de otros 11 países, además de Kenia: Jamaica, Bahamas, Mongolia, Italia, España, Perú, Senegal, Belice, Guatemala, Antigua y Barbuda y Surinam. Kenia la comandaría con unos 1.000 efectivos, y estaría al mando de la PNH, una literal tomadura de pelo teniendo en cuenta la incapacidad de la policía local para comandar nada. Un político dominicano, Narciso Isa Conde, escribió el martes en la publicación digital Resumen Latinoamericano que también podría haber participación en la misión de «tropas procedentes de la minoría negra estadounidense». De esa nueva perversión, al menos todavía, no se ha hablado oficialmente.

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El 6 de agosto más de 60 organizaciones sociales y personalidades haitianas dirigieron una carta a «los jefes de Estado y de gobierno de los países hermanos de África, en especial de la Unión Africana», en la que les pedían que intercedieran ante Kenia para disuadirla de intervenir en el país caribeño. «Estamos consternados al saber que Kenia, un país hermano, aceptó ponerse al frente de una supuesta “fuerza multinacional” en Haití orquestada por las potencias imperialistas», dice la carta, denunciando el proyecto de una nueva misión «de ocupación estadounidense-onusiana, camuflada detrás de un objetivo pretendidamente humanitario». En Estados Unidos, la Black Alliance for Peace calificó esta nueva iniciativa como «acto del imperialismo occidental bajo máscara negra», y, desde Francia, la Fundación Frantz Fanon denunció «la instrumentalización de Estados africanos para actuar en función de los intereses de los Estados imperialistas». En un sentido similar, Frédéric Thomas, un politólogo especializado en Haití que investiga para el Centro Tricontinental en Lovaina, Bélgica, destacó en un artículo que tituló «Subtratar el imperialismo» (Mediapart, 8-IX-23) la subordinación del gobierno keniata al estadounidense, equivalente a la dependencia del Ejecutivo haitiano respecto de la misma potencia. «Las instancias diplomáticas onusianas –apuntó– deben de ser los únicos lugares de poder en el mundo que no se han dado cuenta todavía del papel considerable –es un eufemismo– que juega Washington en Haití», así como de sus lazos con un gobierno como el de Henry, «no electo por nadie, totalmente impopular y rechazado por la mayor parte de la población», y carente, por lo tanto, de toda legitimidad para pedir una intervención. ¿Es pertinente, se pregunta Thomas, reclamar un nuevo envío de tropas «a un país que ya ha conocido otras muchas misiones» de este tipo a lo largo de su historia que han dejado detrás suyo un reguero de muertes, violaciones, miseria y no han resuelto ni uno solo de los problemas del país? «¿Y cuál podría ser la eficacia de tal intervención, a la cual se opone una franja importante de las organizaciones haitianas y que reforzará a un gobierno vinculado a las bandas armadas a las cuales pretende combatir?»

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Porque el tema está precisamente allí: si las bandas armadas han llegado a tal nivel de poder en Haití, si la institucionalidad política es tan débil, si la pobreza alcanza a tanta gente y todo eso tiene lugar hace tanto tiempo, incluidos largos períodos en que había una presencia militar extranjera ostensible en Haití, nunca puede ser producto del azar o de no se sabe qué incapacidad congénita de los haitianos para autogobernarse, decía el año pasado a Brecha Henry Boisrolin («Donde el fuego arde», 16-IX-22), coordinador del Comité Haití Democrático, una de las organizaciones firmantes de la carta a los gobernantes africanos. «Es cierto que en Haití la descomposición política y social está llegando a niveles extremos. Pero esa degradación surge del riñón mismo del poder político y económico, y es producto de las políticas concretas que se han llevado adelante desde que Estados Unidos, con complicidad de la OEA, derrocó en 1990 al único gobierno surgido de elecciones libres en la historia reciente de Haití, el de Jean-Bertrand Aristide», afirmaba el dirigente, que hace largo tiempo está exiliado en Argentina. Boisrolin dejaba en claro otro punto central, también destacado por la mayor parte de las organizaciones sociales y los partidos de izquierda haitianos o por analistas como Thomas: el de los vínculos de las bandas armadas con el gobierno de Ariel Henry. «Son funcionales al poder esas pandillas. De ahí vienen. […] Son una creación del propio Estado neocolonial para amedrentar a la población y romper la espina dorsal del movimiento popular», decía, y apuntaba algo que, según las organizaciones sociales haitianas, se sigue dando aún hoy: el desconocimiento, en el exterior, del alto nivel de resistencia en el territorio y el hecho de que esa resistencia es blanco de ataques provenientes de dos frentes, el de la Policía y el de las propias bandas.

El 3 de setiembre hubo en Puerto Príncipe un homenaje a decenas de personas asesinadas por pandillas en diversas matanzas: en Carrefour-Feuilles Rosemberg, en Tabarre, en Martissant, en Canaan. La mayoría cayó queriendo desalojar a las bandas armadas de sus barrios. Algunas fueron asesinadas a machetazos, otras, quemadas vivas, por lo general, a balazos. La PNH brilló por su ausencia en todas esas masacres. «Tenemos un Estado que ha fracasado en su misión. Un Estado servil y moribundo. Un Estado que elige masacrar a su propio pueblo para permitir que los extranjeros vengan a mancillar el suelo y saqueen nuestro subsuelo», dijo en ese acto el profesor Patrice Célestin, secretario general del grupo Resistencia por Haití (EFE, 3-XI-123).

Las continuas masacres y la inacción de la Policía han llevado a que haya habido, en reacción, una gran cantidad de acciones de «justicia por mano propia» de parte de pobladores, fundamentalmente en los barrios populares, donde vive la inmensa mayoría de los haitianos. Los casos de linchamientos y de ejecuciones sumarias de integrantes de bandas armadas, en buena parte por jóvenes armados de machetes y de fusiles, se han multiplicado: alrededor de 200 en unos pocos meses, según datos de la prensa local. A algunos les cortaron la cabeza, a otros los quemaron.

La violencia de la reacción popular está dividiendo profundamente a la izquierda, le dijo unos meses atrás Henry Boisrolin a Resumen Latinoamericano (7-V-23), e identificó, en ese sector, a tres grandes grupos: los que condenan de pique las ejecuciones partiendo de la base de que una barbarie no justifica otra; los que ni la condenan ni la aprueban, suponiendo que todo va a ir a peor, pero «sin ofrecer alternativa», y un tercer conjunto, en el que él se ubicaría, para el cual la izquierda debe «acompañar al movimiento popular de reacción» así como se da hoy, apuntando a corregirle el rumbo, pero «insertándose» en él, y sabiendo que, sobre todo en una situación de descomposición global como la haitiana, «este tipo de movimientos puede ser aprovechado por cualquier sector de la sociedad». «En cualquier lugar donde la injusticia es ley, la reacción popular, la rebelión es justicia, es un derecho», piensa Boisrolin. «Claro que Haití hoy es invivible, que todo el mundo se quiere ir, pero ninguna misión va a solucionar nada. Hace 30 años que nos mandan misiones y han empeorado las cosas; violaron, masacraron, nos pusieron el cólera, manipularon elecciones.» Son parte del problema, no de la solución. ¿Una misión más, ahora africanizada, ennegrecida? «Sinceramente, lo que pueda decir la “comunidad internacional” a mí y a muchos haitianos nos tiene sin cuidado.»

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Mientras Boisrolin y tal vez los otros signatarios de la carta abierta apuestan a que de una unidad todavía imperceptible del movimiento popular surja alguna alternativa, en Estados Unidos y en los corredores onusianos se mueven para ajustar la «misión multinacional». Y entre bambalinas preparan algún retoque político que haga algo menos imbebible para los haitianos la nueva poción que intentarán administrarles para que todo siga, en el fondo, más o menos igual.

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