Laburantes, Mendoza 05/05/2020
por Julia Cámara
No importa el tiempo que pase o lo mucho que se decreten el fin de la historia, la muerte de los grandes relatos y fantochadas similares: el debate estratégico y en torno a la organización siempre vuelve. Tema fundamental para la acción política, ha sido un debate recurrente en la izquierda desde los comienzos del movimiento obrero, presente de manera embrionaria ya en el siglo XIX y explícitamente desde que Lenin escribiera sobre la táctica-plan y desde la ruptura de los revolucionarios con la socialdemocracia.
Es cierto que las cuestiones de la organización y la estrategia se pueden abordar de manera separada, pero en la realidad (y también inevitablemente en la teoría) siempre se presentan como mutuamente relacionadas. Hasta el punto de que es necesario tocarlas ambas para poder explicar en profundidad cualquiera de ellas. A lo largo del siglo XX, sus diversas combinaciones y ramificaciones coyunturales dieron lugar a muchos debates y fórmulas concretas: qué es una organización revolucionaria, el tan repetido debate reforma o revolución, la formulación del Frente Popular, la concepción del Frente Único, los partidos de masas o de vanguardia, la táctica del entrismo o las dos grandes hipótesis estratégicas que rigieron el siglo pasado (la Huelga General Insurreccional y la Guerra Popular Prolongada) son sólo algunos ejemplos. El objetivo de este texto no es entrar a enumera cada uno de estos debates, sino ofrecer algunas herramientas básicas para orientarnos teóricamente y en nuestra práctica política.
Porque en estos tiempos confusos, donde parece que el horizonte se difumina, es tremendamente importante tratar de conjurarlo y pensar cómo nos organizamos para hacerlo posible.
Algunos conceptos básicos
Nuestra comprensión estratégica se apoya en una serie de conceptos que se han ido desarrollando a partir de la experiencia histórica. No es posible tratar aquí todos y tampoco tendría sentido recitarlos como mera enumeración; muchos irán apareciendo a lo largo del texto. Pero sí me gustaría detenerme un momento en algunos de ellos antes de seguir, porque proporcionan una base teórica sobre la que asentar el resto de ideas.
En 1915, en La bancarrota de la Segunda Internacional, Lenin empieza a desarrollar la noción de crisis revolucionaria. Conocida popularmente como “cuando los de arriba ya no pueden, los de abajo ya no quieren y los de en medio dudan y basculan con los de abajo”, supone una crisis del conjunto de las relaciones sociales al mismo tiempo que una crisis nacional. La idea que esta noción introduce es que hay circunstancias particulares y relativamente excepcionales en las que el Estado y el conjunto del sistema devienen vulnerables y destructibles. Que esto no ocurre en cualquier momento y que hay, por tanto, un ritmo en la lucha de clases: rupturas y discontinuidades que deben ser pensadas en términos de crisis.
El segundo concepto es el de acontecimiento político. Lenin entendió que esta crisis puede estallar por cualquier resquicio, que el conjunto de las contradicciones del sistema capitalista puede expresarse, de manera condensada, en cualquier conflicto, por parcial que resulte a simple vista: una revuelta estudiantil, una demanda democrática, una movilización de mujeres, o un conflicto nacional son algunos de los ejemplos que se han dado en la historia. Este momento de condensación y estallido de la crisis es el acontecimiento político. Saber detectar el acontecimiento, hacer explotar las contradicciones y resolver victoriosamente una crisis requieren de la intervención consciente; es decir, de la organización política. Porque hablar de estrategia implica hablar de iniciativa, decisión, proyecto, implantación y relaciones de fuerza.
El tiempo de la política, por tanto, no es un tiempo lineal hacia el progreso, sino un tiempo roto, plagado de crisis y de interrupciones de la normalidad histórica para las que hay que estar preparados y que hay que saber aprovechar.
Daniel Bensaïd hablaba de tiempos vacíos y tiempos densos, es decir: periodos donde no pasa nada y periodos donde, de pronto, el tiempo se acelera y caben muchísimas más cosas. La política revolucionaria es también el dominio de este tiempo político, saber reaccionar ante los cambios de velocidad.
Por último, Trotsky habló de la revolución como la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos. O lo que es lo mismo: la emancipación de los trabajadores y trabajadoras será obra de ellos y ellas mismas. Esto puede ser entendido, entre otras cosas, como una señal de alerta contra quienes acaban queriendo liberar a las masas desde la otredad: para participar del gobierno de sus propios destinos hace falta ser consciente de estar participando de ello. Esta salvaguarda la desarrollaremos más adelante.
En torno a la estrategia
Uno de los debates recurrentes dentro de la izquierda radical es el denominado debate partido / movimiento. O lo que es lo mismo: ¿qué relación debe mantener la organización política (el partido) con lo que ahora llamamos movimientos sociales o, hace un siglo, con lo que se llamaba movimiento obrero?
Lo cierto, a pesar de los intentos burocráticos y populistas de reducir la realidad a los márgenes de la lucha política y de las pretensiones de la post-autonomía de declarar a ésta como diluida en la lucha social, es que lo político y lo social forman dos campos profundamente interrelacionados pero con características, ritmos y existencia propias. La lucha política es irreductible a una prolongación de la lucha social: se rige por normas propias y se juega en un terreno propio. La lucha política es, estrictamente, la lucha por el poder. No en un sentido burdo o politiquero, sino en su dimensión más profunda.
Construir una estrategia anticapitalista y revolucionaria requiere de la convicción en que la conquista del poder por la clase trabajadora es posible; en caso contrario, acabará siendo inevitable acabar dando pasos hacia otra cosa: hacia una dinámica de resistencia cotidiana, en el mejor de los casos, pero donde se ha abandonado ya toda vocación transformadora.
Una estrategia revolucionaria implica tener presente la actualidad de la revolución; actualidad no en el sentido de que vaya a ocurrir mañana sino de que es posible en nuestra época. La actualidad de la revolución lleva a su anticipación, a tratar de traerla al presente y de llevar el presente hasta ella. La revolución funciona así como horizonte regulador de nuestros actos en el presente: si la revolución no se encuentra en nuestro horizonte desde un principio, hay pocas posibilidades de acercarse a ella; si somos capaces de imaginarla ahí, en cambio, trataremos de caminar hacia ella. Aquí entra en juego la política como arte estratégico, nuestra capacidad colectiva de poner a prueba en la realidad nuestras hipótesis estratégicas.
Porque la lucha política no funciona ni con certezas imaginarias ni con improvisaciones sin fundamento sino con hipótesis: apuestas sólidamente justificadas pero que no dejan de ser eso, apuestas. Abordar la realidad estratégicamente es precondición para la victoria, aunque no garantía de la misma.
Esta forma de entender la lucha política (actualidad de la revolución, la revolución como horizonte regulador, y la elaboración de hipótesis estratégicas que deben de ser confirmadas por la realidad) tiene dos virtudes entrelazadas. La primera es que rompe con la visión etapista de la lucha política, heredera de una concepción del tiempo histórico propia de la socialdemocracia clásica y que, como hemos visto, no se corresponde con la realidad del tiempo roto de la política. La segunda es que permite responder con éxito a los ritmos quebrados del tiempo político, anticipar las crisis y prepararse para las bifurcaciones y los giros.
El futuro no es, de este modo, el resultado inevitable de una cadena de causas. Más bien, el futuro es en sí mismo la causa que nos hace tomar una u otra decisión en el presente, es el horizonte regulador de nuestra práctica política. Y a su vez, nuestra capacidad para imaginar el presente está condicionada (que no determinada) por nuestra comprensión del pasado. Escapar de la política teleológica, donde todo pasa irremediablemente y nada podría haber sido de otra forma; escapar de la rigidez mecanicista que confunde condición con determinación y elimina el factor subjetivo de la historia, es precondición necesaria para el pensamiento estratégico. Daniel Bensaïd lo expresa con una frase que siempre me ha gustado: “el pasado está lleno de presentes que nunca llegaron a realizarse”.
Contra quienes escriben la Historia como inevitable cuando ya se ha resuelto, se trata de entender que siempre hay (siempre hubo) un abanico de posibilidades reales. El que finalmente acabe realizándose una u otra de entre ellas depende, fundamentalmente, de la correlación de fuerzas y del nivel de la lucha de clases. El relato en torno a la Transición española y a los tan de moda Pactos de la Moncloa es un buen ejemplo de cómo el discurso de lo que pasó, pasó porque era lo único posible esconde la justificación de decisiones y actuaciones políticas que contribuyeron a cortocircuitar otros desenlaces que, en un momento concreto, fueron también realizables.
Aquí, en el empujar hacia uno u otro camino, empieza el terreno de la estrategia. Que las hipótesis sean acertadas o no dependerá entre otras cosas de experiencia histórica acumulada, la correlación de fuerzas, la capacidad de análisis de la situación nacional o Estatal, y de la implantación y vinculación en el movimiento de masas. Y a pesar de todo eso, siempre es posible errar.
Para la tradición de la izquierda revolucionaria, la estrategia es la base sobre la cual reunir, organizar y educar a los militantes; es un proyecto de derrocamiento del poder político burgués. Que la política sea la lucha por el poder implica tener vocación de mayorías.
O lo que es lo mismo: voluntad de agrupamiento, no sólo de diferenciación. Romper con el fatalismo minoritario del siempre diferentes y nadie nos comprende para construir, en términos gramscianos, un proyecto contrahegemónico y no meramente una expresión política alternativa.
Tratar de invertir la correlación de fuerzas es una de las cuestiones de fondo de todo pensamiento estratégico, y el único método posible es el de ensayo y error, la capacidad de rectificar y de acumular experiencia. Aquí entra en juego el papel de la organización.
En torno a la organización
Volviendo a Lenin, otra de sus principales aportaciones fue la delimitación entre clase y partido. Desde Qué hacer, se acaba la confusión entre ambos: el partido no equivale ya a la clase, sino que organiza a un grupo de individuos con un nivel elevado de conciencia y con acuerdos estratégicos amplios. De aquí se derivan dos cuestiones recurrentes en los debates de la izquierda del último siglo: el debate en torno al concepto de vanguardia y la existencia o no de modelos partidistas más correctos que otros. Hablaremos de esto más adelante. El caso es que Lenin nunca dijo, por tanto, que la organización revolucionaria fuera una encarnación de la clase. Más bien, se trata de un proyecto con carácter de clase, un instrumento para la optimización de su potencia transformadora.
Una conclusión importarte es que, si el partido está delimitado con respecto a la clase, entonces hay espacio para varios partidos. La defensa de la pluralidad ha sido algo fundamental para todo el marxismo revolucionario durante el duro siglo XX. Para empezar, porque la democracia socialista sólo se puede aprender ejerciéndola. Pero también, y esto no es una cuestión menor, porque dicha pluralidad no es evitable. Voy a tratar de explicar esto.
Trotsky acertaba al afirmar que los partidos, además de la bien sabida pretensión de encarnar clases o partes de las mismas, son también portadores de ideología y de apuestas estratégicas. Y es imposible (el capitalismo mismo lo impide) que la clase obrera sea homogénea ideológicamente. Esto no se debe en primer lugar a una manipulación consciente y masiva, sino que es el resultado directo del mecanismo de la economía y la sociedad existentes sobre la conciencia de los oprimidos. Una toma de conciencia general de las masas sólo podrá darse, y de forma no exenta de contradicciones, en el durante de un proceso revolucionario. La pluralidad, por tanto, no sólo es deseable en términos democráticos sino que es además inevitable: si las organizaciones revolucionarias, así entendidas, son propuestas ideológico-estratégicas, entonces es esperable la existencia (y la competencia) de distintas propuestas ideológicas para una misma clase.
Volvamos a partir de aquí a la noción de vanguardia. La delimitación leninista del partido con respecto a la clase ha sido malinterpretada en demasiadas ocasiones como una separación total, haciendo de la supuesta vanguardia un grupo de iluminados aislado del movimiento real. Esto no es así. La propia historia del Partido Bolchevique demuestra que no hay vanguardia autoproclamada. Ésta tiene que ganarse, en palabras de Ernest Mandel, el derecho histórico a ejercer como tal. Y este derecho sólo puede ganarse mediante la participación en el seno de la lucha de masas. No se puede llegar a ser dirigente, a ejercer un liderazgo real, si no es desde el interior de la lucha de masas.
En la historia de la izquierda revolucionaria, los mejores teóricos han sido siempre dirigentes, y muchos de los mejores dirigentes han hecho importantes aportaciones teóricas. Por citar solamente algunos casos que ya hemos nombrado, podemos pensar en Lenin, Gramsci o el propio Bensaïd. Pero incluso cuando hacemos el recorrido inverso y pensamos en personas reconocidas especialmente por su papel dirigente, como el Che Guevara, nos encontramos con que su producción teórica tampoco es despreciable. Esto ilustra lo que venimos diciendo, pero también evidencia el papel del partido, de la organización política, como mediación entre teoría y praxis.
Así, el partido elabora hipótesis estratégicas, pero no lo hace de la nada sino a partir de la condensación de la experiencia histórica acumulada. La acumulación de experiencia y su memorialización por una capa militante implantada en las luchas y que, por tanto, también aprende de ellas, convierte a la organización política en correa de transmisión en un doble sentido. El partido es, de esta manera, tanto productor como producto de la acción revolucionaria de las masas.
Un segundo aspecto de nuestra concepción de la organización política, después del partido como mediación entre teoría y praxis, es el del partido estratega. Un partido estratega es aquel que aborda la realidad estratégicamente, que no sólo educa y acompaña la experiencia de las masas sino que además es capaz de organizar los avances y las retiradas, las rectificaciones, los ritmos y los momentos. Un partido que entiende y sabe moverse en el tiempo roto de la política.
Por último, y siguiendo a Gramsci, el partido jugaría un rol de fuerza dirigente de un bloque histórico compuesto por una galaxia de diversas formas organizativas de las clases subalternas en la sociedad civil (el campo social del que hablábamos antes, distinto de la esfera política o sociedad política gramsciana). Con bloque histórico nos referimos a una articulación, a la formación de una voluntad colectiva que trascienda los particularismos y se piense a sí misma como una totalidad opuesta a la dominante. El partido tiene como tarea facilitar ese proceso de articulación, generar centros de anudamiento, ofrecer una visión de conjunto y una hipótesis estratégica.
No se trata, y esto es importante, de establecer una dirección política que sea la realización de un proyecto externo. Recordemos a Mandel y su afirmación de que una vanguardia tiene que ganarse el derecho a serlo, es decir, el reconocimiento como tal. Y desde el momento en que reconocemos la existencia de una pluralidad de organizaciones políticas, reconocemos también el debate el ideológico y la competencia de hipótesis estratégicas que pugnan entre sí por ser puestas a prueba en la realidad, algo que no es posible sin una implantación en el movimiento de masas. El partido aparece entonces como dirección política del bloque histórico, pero que llega a dirección política como indicación de un objetivo aceptado y reconocido como propio por las masas.
Llegados a este punto, me parece importante hacer un inciso. Estamos hablando en todo momento de partido y organización política como sinónimos, pero lo cierto es que existen otras formas de organización política:
1) Tras la crítica recurrente de la forma partido se esconden muchas veces grupos políticos organizados también en base a delimitaciones ideológicas e hipótesis estratégicas, pero que no funcionan como partidos sino como lobbies. Esto trae consigo importantes problemas de falta de democracia tanto a la interna (quién y cómo toma las decisiones, estructuras de participación y debate, etc.) como a la externa: falta de transparencia, no saber quiénes son miembros ni en base a qué criterios, muchas veces incluso se esconde su existencia, etc.
2) Por otro lado, no hay que confundir el partido (los partidos) con las instituciones para la lucha política que, en momentos históricos concretos, crea el propio movimiento obrero. Cuando la clase en su conjunto se identifica a sí misma como alternativa revolucionaria (cuando surge y se articula un nuevo bloque histórico) aparece la necesidad de formas de organización autónomas y unitarias, con la doble función de órganos de contrapoder en la sociedad capitalista y de instrumento de formación de las masas en la autogestión socialista. El ejemplo histórico más recurrente es el de los sóviets. Los partidos (pues la pluralidad inevitable pero también deseable era real también entonces) intervienen en los sóviets, pero éstos son mucho más que la suma de ellos: son el instrumento del que se dota la clase para su propia emancipación. Son, ahora sí, la forma de organización política que media entre la clase y su conciencia.
Volviendo a Gramsci y a su interpretación de Lenin, podríamos decir que el acento debe ponerse en el agente social directo, la clase trabajadora. Sólo así puede establecerse una dialéctica entre clase y dirección política que impida al partido convertirse en un cuerpo, no ya delimitado con respecto a la clase, sino separado y extraño a ésta.
Recogiendo las ideas anteriores, dos vacunas. La primera, pluralidad y democracia contra el siempre presente peligro de la burocratización. Pluralidad y democracia hacia fuera (reconocimiento de la legitimidad de las instituciones de las que se dota la propia clase, participación honesta y leal en el movimiento de masas) y hacia dentro: centralismo democrático bien comprendido, control por parte de las bases, formación permanente de la militancia para que sean capaces de comprender e intervenir en los debates y en la elaboración estratégica, limitación de mandatos, órganos colegiados, derecho a tendencia y no existencia de mandato imperativo, etc. La segunda vacuna: lazos sólidos e implantación en el movimiento real (en el campo de lo social o sociedad civil) como salvaguarda contra la institucionalización, la integración en el aparato del Estado y la cooptación capitalista.
Un esbozo de propuesta
Hasta aquí ha quedado claro el modo en que los debates sobre estrategia y organización se cruzan y entrelazan: no es posible pensar qué organización queremos sin pensar al mismo tiempo para qué la queremos. En palabras de Daniel Bensaïd, la pregunta sería si se puede y si se quiere hacer la revolución. Y, en ese caso, con qué instrumentos. Porque, en lo que se refiere a la organización revolucionaria, la forma es parte del contenido.
La forma partido está siempre condicionada históricamente. Con esto respondemos a la pregunta abierta antes sobre si hay modelos mejores o más revolucionarios en sí mismos, una idea en la que han caído repetidamente muchos grupos pretendidamente marxistas y que es en el fondo profundamente antileninista. Lo que hay son criterios, referencias y guías, pero el tipo de partido que debemos construir hoy surge de la situación concreta global y de la relación de fuerza entre las clases, de la situación de crisis y de la evolución del movimiento obrero y social.
La gran dificultad de la revolución social es que es la primera de la historia que necesariamente implica la existencia previa de una conciencia de lo que se quiere lograr. La lucha política es fundamental para conseguir esto, pues tiene un efecto en la modificación de los niveles de conciencia de la clase, en la acumulación de experiencia y, cuando se abre una crisis revolucionaria, también en la modificación de las relaciones de fuerzas La dirección consciente está por tanto en el centro de las condiciones de posibilidad del éxito de la revolución social.
Y en este sentido, los principales criterios de construcción partidaria aportados por Lenin siguen siendo válidos y acertados hoy en día. Criterios, que no modelos:
1) Un partido delimitado y militante, que ejerce como elemento de continuidad en las fluctuaciones de la conciencia colectiva. Esto no significará siempre la misma cosa, y está claro que hoy en día es necesario habilitar fórmulas de compromiso diversas que se ajusten a las vidas del capitalismo tardío. Pero mantener el núcleo militante, no resignarnos a la disolución de los vínculos ni a las fórmulas plebiscitarias, es fundamental.
2) Un partido para la acción política de toda la sociedad. Que no se mantiene impasible ante ninguna injusticia por aparentemente pequeña que sea, que da todas las batallas locales y sectoriales, pero que no se encierra a sí mismo en los márgenes de conflictos concretos. Tampoco en el trabajo economicista/sindical ni en el institucional.
3) Un partido reactivo, capaz de responder ante los imprevistos. Con una militancia formada y habituada al debate democrático que es capaz de hacer giros bruscos y de mantenerse cohesionada.
4) Un partido capaz de presentar una visión de conjunto. Es decir, de actuar con una visión estratégica, de formular hipótesis estratégicas, de contribuir a la articulación del bloque histórico mediante su implantación y trabajo en los movimientos sociales.
5) Por último, un partido capaz de pensar las mediaciones concretas y las formas de organización temporales. Es decir, capaz de desarrollar tácticas concretas y de no quedarse paralizado frente a la inexistencia de un guion para hacer al horizonte acercarse.
El gran reto actual, la gran pregunta que debe guiar nuestra acción política, es cómo avanzar en la articulación de un nuevo bloque histórico que, como tal, no sea una simple suma de parcialidades sino que sea capaz de pensarse a sí mismo como una totalidad opuesta a la dominante. Para que esto sea posible, es fundamental la construcción de estructuras e instituciones de clase, no en un sentido meramente economicista, sino que vayan mucho más allá y que establezcan contacto y colaboración entre ellas. Reforzar no sólo el sindicalismo combativo (importantísimo en este periodo de crisis) sino también el sindicalismo social, las asambleas de vivienda, las redes de apoyo mutuo en los barrios, los centros sociales, el movimiento feminista y todos aquellos espacios de autoorganización donde se construyan lazos comunitarios, que evidencien las contradicciones del sistema y que impulsen procesos de subjetivación de clase.
Pero, también, animarse a dar el paso a la militancia partidaria, entender que el partido no es un espacio de participación o de identidad más en una lista, sino que es la organización a través de la que se da la lucha política. Agruparnos y organizarnos políticamente para impulsar los anudamientos y tratar de construir otra correlación de fuerzas.
04/05/2020
Júlia Cámara, militante anticapitalista
Artículo escrito en torno a la ponencia ’Estrategia anticapitalista y la cuestión de la organización’ realizada el 23/04/2020 en las redes de ’Anticapitalistas’
Referencias:
– Antonio GRAMSCI: Antología, Akal, 2013
– Brais Fernández: “Las antinomias de la forma partido”, en Viento Sur 150, 2017
– Daniel BENSAÏD: Estrategia y partido, Sylone, 2017
– Daniel BENSAÏD: La política como arte estratégico, Viento Sur, La oveja roja, 2013
– Daniel BENSAÏD: Una lenta impaciencia, Sylone, 2018
– Ernest MANDEL: La teoría leninista de la organización, Ediciones Era, 1974
– Jodi Dean: “La actualidad de la revolución”, en Viento Sur 150, 2017
– Josep Maria ANTENTAS: “Imaginación estratégica y partido”, en Viento Sur 150, 2017
– Martín MOSQUERA: “La construcción partidaria en el actual periodo histórico”, en Viento Sur 150, 2017
– V. I. LENIN: “La bancarrota de la Segunda Internacional”, en Obras escogidas en doce tomos (t. V), Progreso, 1976
– V. I. LENIN: “Qué hacer”, en Obras escogidas en doce tomos (t. II), Progreso, 1975
Tomado de Viento Sur