por Franco Machiavelo
El silencio nunca es neutral. Siempre es un territorio disputado, un campo donde se juega el poder. Cuando las élites económicas y políticas buscan que la población “no hable”, no es por azar: es porque cada palabra que circula, cada crítica que se articula, cada grito que rompe la quietud, amenaza el orden que han construido para perpetuar privilegios y desigualdades.
La ultraderecha autoritaria —y sus socios menores dentro del continuismo neoliberal heredado de la dictadura— saben que controlar la palabra es controlar la realidad. Por eso reprimen, caricaturizan, estigmatizan y criminalizan toda voz disidente. Convierten la protesta en delito, la organización social en sospecha, la crítica en “enemigo interno”. Su estrategia es simple: que la población tema hablar, porque una ciudadanía silenciosa es una ciudadanía dócil.
El silencio impuesto es la forma más cruel de dominación: borra memorias, mutila identidades, destruye tejido social, y convierte las injusticias en paisaje cotidiano. Cuando se prohíbe la palabra, se prohíbe también la posibilidad de imaginar algo diferente, de disputar el sentido común, de romper con la hegemonía que legitima las desigualdades como si fueran “naturales”.
Callar no es sólo una renuncia personal: es permitir que el poder opere sin resistencia. Es dejar que la censura se normalice. Es aceptar un purgatorio selectivo donde unos tienen voz y otros sólo tienen oídos obligados. Así, negar la libertad de expresión, negar la crítica y negar el pluralismo ideológico se convierte en una herramienta para administrar desigualdades, para decidir quién tiene derecho a existir políticamente y quién debe desaparecer del espacio público.
Cuando la palabra se silencia, no sólo se calla una voz: se calla una posibilidad de justicia. Y ahí, en ese silencio impuesto o aceptado, se instala la complicidad. Porque frente a la injusticia, el silencio nunca es inocente… siempre otorga.
