Después de que en la región del Volga las fuerzas de la Legión Checa y las Guardias Blancas tomaran la ciudad de Samara y ocuparan la de Kazán, León Trotsky fue encomendado por el Consejo de Comisarios del Pueblo a partir hacia el frente: la noche del 6 de agosto se puso en marcha el famoso tren blindado en el que permaneció dos años y medio de su vida, y con el que recorrió más de 100.000 kilómetros organizando y cohesionando un ejército que todavía era un proyecto.
La caída de Kazán dejó al descubierto las debilidades militares de la revolución: “Los destacamentos de soldados rojos, formados a toda prisa, habían abandonado sus posiciones sin luchar, dejando indefensa la ciudad (…) En aquellos días la revolución rozó el desastre. Su territorio había quedado reducido a los límites del antiguo principado de Moscú, no tenía apenas ejército, los enemigos la cercaban por todas partes…”.
La reorganización de las fuerzas se realizó de manera efectiva bajo la dirección del Comisario de la Guerra y los mandos del 5º ejército. “Aquellos destacamentos tan variopintos —escribió Trotsky— fueron convirtiéndose en un ejército regular, reforzado por obreros comunistas venidos de Petrogrado, Moscú y otros lugares. Los regimientos se endurecían. Los comisarios adquirían toda su importancia como dirigentes revolucionarios…”. El éxito de la tarea dependió de no ocultar la propia debilidad, ni manipular con argucias y engaños a las masas que tendrían que derramar su sangre.
Muchos fueron los comunistas, hombres y mujeres, que hicieron posible la transformación que se necesitaba: el coronel Vazetis y sus tiradores letones, Iván Nikitch Smirnov que “poseía el perfil más acabado y completo de revolucionario”, el jefe de la pequeña flota bolchevique del Volga, Raskólnikov, o la joven revolucionaria Larissa Reissner. Todos ellos, junto con 25.000 soldados rojos, tomaron Kazán el 10 de septiembre; dos días después las fuerzas comandadas por Tujachevski hicieron lo propio en Simbirsk.
La victoria de Kazán supuso una tremenda inyección de moral; en los siete meses siguientes el Ejército Rojo recuperó un millón de kilómetros cuadrados poblados por 40 millones de personas. Pero la guerra no se detuvo, y 1919 trajo grandes amenazas.
La defensa de Petrogrado
Las principales campañas de la contrarrevolución fueron tres: el ataque de Kolchak desde Siberia contra el Volga y Moscú, en la primavera de 1919; en el verano de ese mismo año el avance de Denikin desde el sur, dirigido también contra Moscú, y que se saldó con grandes triunfos en Ucrania dónde tomó su capital, Kiev; y la gran ofensiva en el otoño de Yudénich —con apoyo inglés— para hacerse con Petrogrado.
“En aquel momento de depresión general —escribe Deustcher— el optimismo y la energía de Trotsky no conocieron límites (…) El frente fue reorganizado, se acumularon reservas y, con las líneas de comunicación radicalmente acortadas, las tropas recibieron abundantes suministros. El enemigo se había extendido con exceso, y el poderío del Ejército Rojo era como un resorte comprimido listo para soltarse (…) Trotsky se alzó ahora en toda su estatura, no sólo como el principal administrador y organizador del ejército, sino también como su inspirador, como el profeta de una idea…”
Cuando Yudénich comenzó su ofensiva, el general blanco Denikin había tomado la ciudad de Orel y amenazaba Tula, centro de la principal industria de guerra soviética. Si se completaba el avance, Moscú podría caer como una pieza de dominó. La resistencia de Petrogrado era esencial, pero la superioridad de las tropas de Yudénich — formadas mayoritariamente por oficiales y reforzadas por el armamento británico— sembró el pánico entre los defensores.
Lenin consideraba muy difícil sostener la capital revolucionaria y propuso la evacuación de la ciudad hacia el sur, recortando así la extensión del frente. Trotsky se opuso a este planteamiento: “Yudénich y sus amos no se conformarían con Petrogrado; su plan era reunirse con Denikin en Moscú. Petrogrado les brindaría gigantescos recursos industriales y humanos…”. El 13 de octubre de 1919, el Politburó del Partido Comunista y el Consejo de Defensa votaron a favor del plan de Trotsky de convertir a toda la república soviética en un campamento militar y “defender Petrogrado hasta la última gota de sangre, no ceder ni un palmo de terreno, luchar, si fuese necesario, casa por casa”.
Durante diez días, la ofensiva de Yudénich fue un éxito sin paliativos. La caída parecía inminente y sólo el impulso revolucionario de los oprimidos podría cambiar el signo de la situación. Y así fue como la gesta proletaria de la defensa de Petrogrado anticipó en casi dos décadas la heroica resistencia del Madrid antifascista.
“Cuando las masas empezaron a sentir que Petrogrado no sería rendido, que sería defendido a muerte, el ambiente cambió. Los valientes y dispuestos al sacrificio, que nunca faltan, empezaron a levantar cabeza. Destacamentos de hombres y mujeres, equipados con herramientas de zapador, salieron de las fábricas y los talleres. Por aquella época, los obreros de Petrogrado tenían un aspecto lamentable, con sus caras pardas como la tierra por falta de alimento…
— No les dejaremos entrar en Petrogrado, ¿verdad camaradas?
— ¡No, no les dejaremos!
(…) La ciudad se dividió en zonas, puestas bajo el mando de grupos de obreros (…) Se fortificaron los canales, los jardines, los muros, las paredes, las casas. Se cavaron trincheras en los suburbios y a lo largo del río Neva. Todo el sur de la ciudad se convirtió en una fortaleza. En muchas calles y plazas se levantaron barricadas…”.
El 21 de octubre, después de días de repliegue, los soldados rojos se atrincheraron en el célebre barrio de Púlkovo y resistieron la embestida. Al anochecer del 23 empezaron el avance: “Nuestros destacamentos rivalizaban ahora en sacrificios y heroísmo. Hubo muchas víctimas (…) El Estado Mayor de los blancos tuvo que hablar de la ‘locura heroica’ de los rojos…”.
La victoria de Petrogrado forjó el triunfo del Ejército Rojo en la guerra civil. A propuesta de Lenin, León Trotsky recibió la condecoración de la Bandera Roja.
Una escuela de estrategia revolucionaria
Si la técnica militar era de gran importancia en el desarrollo de los combates, la política que orientaba a los dos bandos constituía el factor decisivo. “En toda guerra —afirmaba Lenin— la victoria depende en último término del estado de ánimo de las masas que derraman su sangre en el campo de batalla (…) Los generales zaristas dicen que nuestros soldados rojos soportan las penalidades como jamás las hubiese soportado el ejército del régimen zarista. Esto se explica porque cada obrero y campesino enrolado sabe por qué combate, y conscientemente derrama su sangre en aras del triunfo de la justicia y el socialismo. El hecho de que las masas tengan conciencia de las finalidades y las causas de la guerra tiene una enorme importancia y garantiza la victoria.”
El éxito del Ejército Rojo, y su capacidad de lucha en un frente que se extendía a lo largo de 8.000 kilómetros cuadrados, se explica por el tipo de Estado que defendía: un régimen revolucionario basado en la alianza de la clase obrera con el campesinado pobre. Los millones de campesinos que peleaban en las trincheras de la guerra civil, y que en su mayoría no formaban parte del Partido Bolchevique, sabían que no era posible ningún camino intermedio para salvaguardar sus intereses salvó el triunfo del Estado soviético. El reparto de la tierra y la reforma agraria, se afianzaría aplastando a Kolchak, Dénikin, Yudénich y Wrangel y el resto de generales blancos.
Los bolcheviques no sólo se basaron en la movilización revolucionaria de los oprimidos de Rusia, su llamado internacionalista al derrocamiento del capitalismo, y la creación de la Tercera Internacional, también fueron decisivos a la hora de paralizar a los imperialistas. El estallido de la revolución en Alemania y en Austria, la revolución húngara, el bienio rojo en Italia, las grandes huelgas obreras de Gran Bretaña y Francia… cumplieron un papel eficaz para repatriar las tropas que los imperialistas mantenían todavía en suelo soviético.
Trotsky y Lenin confirmaron en la guerra civil que la teoría es una guía para la acción, probando que el arte de la guerra no puede estar sujeto a esquemas o fórmulas doctrinarias. Trotsky escribió miles de proclamas y artículos, y pronunció decenas de discursos sobre la guerra revolucionaria y la edificación del Ejército Rojo, reunidos en sus célebres Escritos Militares. En ellos destaca la relación dialéctica entre la teoría y la práctica, la apertura de miras para absorber cualquier aspecto que pudiese mejorar la capacidad de combate y la moral de las tropas, incluido las enseñanzas que ofrecían los movimientos del ejército enemigo.
Frente a los mentores de la llamada “doctrina militar proletaria”, que partían del falso argumento de que a cada clase social corresponde una ciencia militar específica, por lo que desdeñaban la guerra “defensiva y estática” como propia de los ejércitos burgueses mientras clamaban por la movilidad y la ofensiva como características innatas del “ejército proletario”, Trotsky respondía: “La guerra se basa en muchas ciencias pero la guerra misma no es ninguna ciencia: es un arte práctico, una habilidad (…) un arte salvaje y sangriento (…) Tratar de formular una nueva doctrina militar con la ayuda del marxismo es igual que tratar de crear con la ayuda del marxismo una nueva teoría arquitectónica o un nuevo manual de veterinaria…”.
Trotsky no se engañaba sobre nada, y replicó a sus opositores con ejemplos concretos tomados de la experiencia viva: la técnica de la maniobra que con tanto éxito utilizó el Ejército Rojo, la habían aprendido de las Guardias Blancas y de las derrotas que con ella les inflingió; o la famosa caballería roja de Budiony —inmortalizada en la genial obra de Isaak Bábel— creada en el momento culminante de la ofensiva de Denikin, cuando la caballería blanca punzaba el interior de las líneas bolcheviques con profundas y rápidas incursiones. Fue entonces cuando Trotsky dictó su famosa orden “¡Proletarios al caballo!”.
Trotsky sabía superar prejuicios y tópicos, y observar la realidad con los ojos muy abiertos para aprender de ella. La vuelta a la caballería, por ejemplo, fue impuesta por las condiciones del combate en regiones muy amplias y despobladas. “Este arma tan conservadora, que en gran medida se va extinguiendo, ha resucitado súbitamente, por decirlo así. Se ha convertido en el medio defensivo y ofensivo más importante en manos de las clases más conservadoras y decadentes. Debemos arrebatarles este arma y apropiárnosla.” También refutó a los que aspiraban a imitar modelos, como el de los ejércitos napoleónicos, porque en ellos la “ofensiva” se presentaba como la estrategia esencial. Estas disquisiciones obviaban que Francia era una de las naciones más avanzadas de Europa a principios del siglo XIX y que, de manera distorsionada, Napoleón imponía las conquistas de la revolución francesa frente a los regímenes monárquicos semifeudales. Para Trotsky ninguna “doctrina militar nacional” ofrecía una “verdad absoluta” sobre la guerra.
Frente a la obsesión por las guerrillas como modelo de movilidad y “democracia”, Trotsky abogó con firmeza por un ejército centralizado y con mando único, lo que no excluía la utilización de destacamentos guerrilleros como fuerzas auxiliares de una estrategia común y fuertemente disciplinadas. Frente al rechazo a utilizar a especialistas militares provenientes del antiguo ejército zarista, Trotsky demostró que podían jugar un gran papel.
Trotsky relató una discusión muy significativa que mantuvo con Lenin: “Durante la reunión del Consejo de Comisarios del Pueblo, a la que yo había ido directamente desde el tren, Lenin me paso esta nota: ‘¿No le parece a usted, acaso, que deberíamos prescindir de todos los especialistas, sin excepción? (…) Le contesté en el mismo papel: ‘¡Dejémonos de tonterías!’ (…) Al terminar la sesión, nos reunimos. Lenin me pidió noticias del frente.
— Me preguntaba usted si no convendría que separásemos a todos los antiguos oficiales, ¿sabe cuántos sirven actualmente en nuestro ejército?
— No, no lo sé
— ¿Cuántos calcula, aproximadamente?
— No tengo ni idea
— Pues no bajarán de treinta mil. Por cada traidor, hay cien personas dignas de confianza, por cada desertor, hay dos o tres caídos en el campo de batalla. ¿Por quién quiere usted que los sustituyamos?
A los pocos días, Lenin pronunciaba un discurso acerca de los problemas que planteaba la construcción del Estado socialista, en el que entre otras cosas dijo lo siguiente: ‘Cuando hace poco tiempo el camarada Trotsky me dijo, concisamente, qué el número de oficiales que servían en el comisariado de Guerra ascendía a varias docenas de millares, comprendí, de un moco concreto (…) cómo era necesario construir el comunismo utilizando los ladrillos que el capitalismo tenía preparado contra nosotros.”
El VIII Congreso del Partido Bolchevique (marzo de 1919) hizo una apasionada defensa de la política militar de Trotsky y rechazó las críticas de la oposición militar, muchos de cuyos integrantes se convertirían posteriormente en destacados colaboradores de Stalin.
Oficialmente la guerra civil se prolongó más de treinta meses, hasta la derrota del general Wrangel en el frente sur el 20 de noviembre de 1920. Aunque posteriormente hubo numerosos episodios armados, las fuerzas de la contrarrevolución no levantaron cabeza y las potencias imperialistas renunciaron a prolongar la intervención.
En comparación con otros episodios de la revolución, la gran victoria del Ejército Rojo en la guerra civil apenas es conocida por la izquierda militante. La razón de ello es obvia: ligada estrechamente al que fue su protagonista más destacado, León Trotsky, la casta burocrática que usurpó el poder enterró la verdad de aquellos hechos hasta hacerlos desaparecer de la historia oficial. No obstante, esa memoria oculta por mentiras y tergiversaciones vio la luz a pesar de todo, y por eso conocemos las palabras que Lenin pronunció y que fueron recogidas por Máximo Gorki en sus memorias: “Mostradme otro hombre capaz de organizar en un año un ejército ejemplar y además conseguir el reconocimiento de los especialistas militares”.