Sergio Mansilla (UACH)
Jorge Iván Vergara (UDEC)
«El buen sentido es aquella cosa del mundo mejor compartida; porque cada uno piensa estar
muy bien provisto, incluso aquellos más difíciles de contentar».
René Descartes, Discurso del Método (1637). Traducción de Manuel Baeza
No es tarea fácil, pero necesaria, analizar el discurso de la extrema derecha en Chile. El problema no reside en su complejidad conceptual, pues se trata de un discurso de una simplicidad asombrosa. Lo difícil es entender cómo, siendo precisamente tan simple, puede ser efectivo y, además, en una medida creciente. En efecto, los dos partidos de ultraderecha
actualmente cuentan con candidatos presidenciales, representación parlamentaria y participación en gobiernos regionales, además de una alta presencia en los medios de comunicación y las redes sociales.
Por un lado, se deben tener en consideración las circunstancias favorables para el surgimiento y desarrollo de la extrema derecha. No cabe duda de que existe en nuestro país una profunda crisis política y social, una de cuyas expresiones principales ha sido una enorme desconfianza hacia los políticos y la política. De esta crisis ha profitado
ampliamente la ultraderecha chilena, que recoge precisamente dicha desconfianza y busca, a la vez, presentarse como solucionadora de todos los problemas: la delincuencia, la migración, la corrupción o el estancamiento económico. Para todos ellos la derecha radical ofrece soluciones presuntamente muy simples de poner en práctica: sacar el ejército a la
calle, expulsar a todos los migrantes ilegales, aplicar todo el rigor de la ley contra los corruptos, disminuir los impuestos a las empresas y el gasto público, entre otros.
Por otra parte, no basta con que haya una situación muy crítica para que la ultraderecha pueda aparecer y crecer. Se requiere también un ideario político que le dé coherencia a sus distintas propuestas y a su discurso público. Nuestra premisa es que existe una relación esencial entre el contenido y la forma de dicho discurso. En otras palabras, el éxito del discurso de extrema derecha debe atribuirse no solo ni exclusivamente a sus ideas sino, sobre todo, a la manera en que son comunicadas y debatidas.
La extrema derecha apela constantemente al buen sentido. A lo que la ciudadanía piensa y siente y muchas veces no podría decir, porque ha sido acallada por el progresismo y lo políticamente correcto; o que, cuando lo hace, los políticos —mayormente corruptos, claro está— no escuchan. Este “buen sentido” se opone radicalmente a las ideas progresistas, de manera que es inseparable de la negación total de otras alternativas. Con ello el discurso de ultraderecha asume un tono altamente confrontacional y descalificador.
Revisemos un caso sobrecogedor por su carga profundamente negativa. Axel Kaiser ha usado recientemente la expresión “parásitos” para designar a las ideas progresistas que se propagan destruyendo a las personas y la sociedad.
Pero ya Hayek, en su última obra, La fatal arrogancia (1988), había hablado de las “reivindicaciones de los parásitos” para referirse a quienes defienden derechos inexistentes, o sea, que creen en la justicia social.
Kaiser no se refiere a personas y grupos, como Hayek, pero el uso del término es sorprendente, en especial en Hayek -quien era de ascendencia judía- dado que fue acuñado por los antisemitas en la época de la Ilustración y alcanzó su clímax con el nazismo. En 1941, en la Polonia ocupada, el Director de la Sección de Salud, Jost Walbaum, sostuvo
que: “Hay únicamente dos caminos: condenamos a los judíos a morir de hambre en el gueto o los fusilamos… No podemos hacer otra cosa, aunque quisiéramos, pues solo y únicamente nosotros tenemos la tarea de preocuparnos de que el pueblo alemán no sea infectado y dañado por estos parásitos; y por lo tanto, cualquier medio nos es válido” (Aly Götz, Endlösung, 1999). Con otro sentido, la denominación fue también utilizada en la Unión Soviética contra la burguesía y la aristocracia y aparece inclusive en la Internacional: “Sólo nosotros, los trabajadores de todo el mundo/¡Gran ejército del trabajo!/tiene el derecho a poseer la tierra,/¡Pero los parásitos, jamás! Resulta cuando menos desconcertante volver a encontrarla hoy para referirse a los contendores políticos e intelectuales a la luz de la terrible historia que la acompaña.
Más que una lucha política tradicional, parlamentaria o partidista, se la entiende como una batalla cultural, idea que la propia izquierda habría hecho suya a partir de Gramsci. Se trata de combatirla en su propio terreno. Hay que desenmascarar, plantean, sin temor y con convicción, las mentiras o engaños de los políticos, en especial de los de izquierda y de quienes, por ingenuidad o por espurios intereses, han sido cooptados por éstos.
Es en la disputa con sus enemigos que los principios o valores conservadores aparecen en escena. Entre los más importantes se encuentran la libertad, la patria, el orden, el bienestar económico, la seguridad, la soberanía nacional, el antiglobalismo, y la restauración de la realidad biológica de los sexos. Sin embargo, es difícil y raro poder encontrar un discurso en el que un líder de este sector político se explaye y profundice en dichos principios.
Todos y cada uno son enunciados siempre en antagonismo contra los enemigos. La afirmación de lo propio es, pues, indisoluble, de la lucha contra otras convicciones, consideradas mayormente mentiras o ilusiones. No existen soluciones intermedias; solo una política libertaria puede permitir recuperar la sociedad gravemente amenazada por el predominio del progresismo y sus lacras.
En tanto que se erige como la instancia desenmascaradora y vigilante permanente de la sociedad, la ultraderecha está siempre dispuesta a denunciar el escándalo, el fraude moral o el engaño de otros grupos políticos. Esto se acompaña de un tono rotundo, de irritación y de sanción moral del transgresor. Por lo dicho, puede entenderse que, frente a los
rivales/enemigos políticos, el político de derecha radical sea siempre implacable y que les niegue toda validez a sus ideas, verdaderas herejías. Hay una suerte de goce perverso, una extrema ansiedad por denunciar el caos y la catástrofe causada por los enemigos de la libertad que se esconde dialécticamente en una complacencia y, sumado a ello, la perversa alegría frente al castigo futuro de los responsables cuando tengan el poder (Adorno).
En este punto la cuestión del líder es fundamental. Las ideas de la extrema derecha no pueden permanecer en un plano abstracto, menos si se las entiende como armas polémicas inmediatas. Solo nacen y fructifican en el corazón y la mente de un dirigente que se presenta a sí mismo como un hombre común (dotado del sentido común, por supuesto) al mismo tiempo que como un visionario, un hombre dotado de cualidades extraordinarias y convicciones sólidas con la fuerza necesaria para realizarlas: el caudillo, el conductor. La identificación con el líder es esencial, aunque su arena no sea ya la calle sino los medios de comunicación. Su palabra es seguida, aplaudida y considerada una verdad indiscutible.
Con ello, el pensamiento ultraconservador completa su giro irracional. Parte apelando al sentido común, un acervo colectivo, y termina identificándolo con un individuo excepcional, frente al cual -como dijo una vez Hitler- las masas pueden liberarse de pensar.