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Dos historias de nuestra Historia. Una verdadera, la otra…. quién sabe

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 “Si quieres ser universal, escribe sobre tu aldea” (León Tolstoi). Aquí está la recopilación de dos historias de la tierra mía, mi tierra campesina, histórica, algo olvidada por las letras ‘oficiales’.

 Arturo Alejandro Muñoz 

Uno de los males desglosados de la globalización es, sin duda, la pérdida de identidad que experimentan los países, en especial aquellos que fueron (¿o siguen siendo?) tercermundistas, subdesarrollados. La tarea emprendida por el escritor Jorge Baradit es encomiable, respetable, y debemos agradecerle su tenaz esfuerzo por recuperar trazos y trozos de nuestra Historia, olvidados de manera incomprensible por quienes han escrito e impuesto lo ‘oficial’. 

Esta nota intenta recoger dos de esos “trozos o trazos”. Uno de ellos ocurrió en el cerro ‘Gulutren’, sector Cuesta de Idahue en la comuna de Coltauco, región de O’Higgins, mirando hacia Peumo.  El otro acaeció también en tierras cercanas a Rancagua, en San Vicente de Tagua-Tagua, lugar que tiene apañado cierto acontecer que debería estar iluminando mejores páginas de esta bella Historia nuestra que viene galopando desde tiempos inmemoriales.

El Mulato Taguada y don Javier de la Rosa

Los payadores son la gloria del folclore americano. Sus torneos en verso, con pies forzados y con respuestas instantáneas, eran duelos caballerescos en donde se buscaba la más alta expresión del ingenio y la viveza populares.

La tradición chilena recuerda una paya de proporciones homéricas, desafío sin paralelo en el que dos hombres estuvieron ochenta horas tratando de vencerse, hasta que uno de ellos no fue capaz de seguir y, apabullado por la amargura y la vergüenza, tomó el camino de la muerte

Lugar y fecha del encuentro según Acevedo Hernández (y lo confirman los versos), San Vicente de Tagua -Tagua hacia 1830.

Contendores: el mulato Taguada, maulino, apodado El Invencible; y don Javier de la Rosa, caballero latifundista de Copequén (comuna de Coínco), as del guitarrón, filósofo,  astrónomo y cantor jamás aventajado. ¡Ochenta horas dando y recibiendo! Ni antes ni después hubo algo parecido.

¿Se encontraban allí don Javier y el Mulato por obra del azar, o se buscaban con afán de medirse?  En la versión de Acevedo Hernández se afirma que había de por medio una mujer, la prometida de Taguada, a la cual cortejaba el caballero y cuyo amor esperaba conquistar si vencía a su amante. Lo que se sabe de cierto es que la muchacha asistió a la paya, como una moderna heroína de película, porque estaba allí al ocurrir el desenlace y su actitud ha quedado como espejo del alma de la mujer nativa.

El pueblo entero se había hecho presente en esa ramada y entre gritos y aplausos, el ambiente se fue tornando candente y alborozado. La ramada de Arancibia se llenó de curiosos exaltados y bebidos que comenzaron a tomar partido por uno u otro luchador. Algunos vecinos que llegaban al lugar para las esperadas carreras a la chilena, se encontraron que ya no se harían, pues el centro de la contienda se había trasladado de lugar. Dos fuertes caballos, uno fina sangre, el otro mestizo corralero, ya estaban en plena carrera y nada por ese momento parecía augurar el triunfo de uno de los dos. Las apuestas empezaron a cruzarse: ¡Voy al mulato! ¡Voy a su mercé!

Don Merejo, es designado como juez improvisado. Luego de 50 horas tras una ronda de varias preguntas donde Taguada resultaba imbatible, De la Rosa cambió de táctica y apeló a las matemáticas, preguntando: Tengo cien pesos, terneros voy a comprar, pagándolos a tres pesos, Taguada, ¿cuántos serán? La respuesta inmediata de Taguada le hace ver su error: Mi don Javier de la Rosa, le contesto sin tropiezo: treinta y tres terneros paga, y queda sobrando un peso.

El duelo comienza a subir de intensidad y ambos contrincantes se amenazan de muerte. Surgen ofensas gratuitas a las madres y la poesía se hace ofensiva. Los grupos de admiradores de ambos contendores están en un tris por trenzarse a golpes, sin embargo el duelo continuaría por varias horas más. Al ver que Taguada contesta por ingenio y no da las respuestas a las preguntas religiosas, De la Rosa encuentra el punto débil del Mulato  y ataca por ahí:

Taguada, yo te pregunto, quiero que me contestís vos: Dios hizo los mandamientos, ¿a qué profeta los dio?

La pregunta era directa e implicaba que debía estar el nombre de Moisés en la respuesta, pero Taguada no la sabía.

Nunca lamentaremos bastante el que sólo haya quedado el fragmento final de esta «largada al agua», como el propio De la Rosa la llamó. Lo que hoy conocemos es virtualmente la caída del telón:

  1. JAVIERDime qué hay en el Oriente, en tierras que el Ganges riega con sus inmensas corrientes

TAGUADAA mí no me la pega; usté sabe, don Javier, que yo el Oriente no hey visto. Preúnte cosas de ayer y no se dé tanto pisto.

  1. JAVIERQue confieses tu ignorancia estoy esperando yo… ¿Hasta cuándo te pregunto? Deja el campo o me iré yo.

TAGUADANo me preúnte leseras que yo no pueo saber; ¡dígaselas a su madre, que yo no lo aguantaré!

  1. JAVIERYa te pasaste Taguada, hablaste una herejía; ¡hiciste caca en tu madre y carambola en tu tía!

Aquí terminó el duelo de payas. El juez don Merejo amonestó a Taguada por su salida procaz. El mulato, fuera de sí, agotado, no supo ya qué decir, e hizo ademán de agredir al vencedor.

Se produjo entonces un tumulto de empellones y de gritos. La concurrencia aclamaba a don Javier de la Rosa, primer payador chileno de todos los tiempos.

“Doy por ganador a su mercé -dijo don Merejo.

-¡Que no me hable naide! -gritaba el mulato- ¡Que naide me dé la sal ni el agua, que Dios mesmo me quite la luz! ¡Estoy deshonrao y sobro ya en este mundo!

-Dame tu sombrero, mulato -le ordenó don Javier.

Con unas tijeras le cortó el ala y se lo plantó en la cabeza en señal de inolvidable afrenta. En medio de un silencio trágico, Taguada se alejó, dejando la guitarra abandonada, y partió a caballo como quien va huyendo. No iba solo: llevaba al anca a la mujer que, pese a todo, deseaba unir su vida a la suya. Galoparon hasta que se hizo de noche. De pronto el infeliz se detuvo y se apeó del caballo para sentarse en una piedra a la orilla del camino. La muchacha se quedó a unos pasos de distancia, sin atreverse a importunarlo. Doblado en dos, con su sombrero convertido en bonete de ignominia, el hombre parecía meditar bajo las estrellas.

Pasó un largo rato. Creyendo que dormía, la niña fue a echarse a su lado y cogió sus manos, que quiso besar… entonces supo que nunca más, en el mundo, volverían a oír la voz del mulato Taguada porque según una tradición se moriría de pena esa misma noche junto a un río con su sombrero en las manos.

Según otra versión, se habría ahorcado con las cuerdas de su guitarra.

 

La leyenda del tesoro escondido en el cerro Gulutrén, o el cerro donde el diablo jugaba al tejo

Una vieja leyenda, ya casi olvidada debido al avance de los tiempos y de la tecnología, era contada hace muchos, pero muchos años, por los campesinos del sector de Cuesta Idahue en Coltauco, más específicamente por quienes vivían cerca del cerro Gulutrén o “Cerro donde el diablo jugaba al tejo”, a cuyos pies circula furioso el río Cachapoal rumbo a Pichidegua y al lago Rapel

Esos añosos campesinos decían que a ellos, a su vez, se los habían contado sus abuelos, y aseguraban que la leyenda se remontaba a la época cuando Pedro de Valdivia y sus huestes se habían instalado en Santiago, en las riberas del río Mapocho.

La leyenda dice que don Pedro de Valdivia habría juntado mucho oro obtenido en la zona costera de Concón, y decidió guardarlo en un enorme arcón o baúl que cerró con grandes candados. Ese tesoro lo mantendría escondido en un lugar tan secreto al que nadie podría llegar jamás.

Para eso, ordenó a uno de sus más fieles ayudantes que formara una pequeña caravana con indios auxiliares y marchara hacia el sur de Santiago, buscando un sitio donde enterrar el baúl. Así se hizo. El ayudante, que era un soldado español muy fiel a Valdivia, formó la caravana con varios indios, y en una de las mulas cargó el baúl. En esa caravana, iba también un joven mozalbete mapuche, Lautaro, gran conocedor de la geografía de aquellas zonas, quien  aconsejó finalmente subir a la cima del cerro Gulutrén, entre Coltauco y Peumo, y allí enterrar el baúl.

Esa noche, mientras el soldado descansaba luego de tan dura tarea de subir el cerro y sepultar el baúl, Lautaro amotinó a los indios que se rebelaron contra el soldado, dándole muerte con macanas y palos.

El joven mapuche tomó los caballos y se lanzó hacia el sur, en busca de su gente, para comenzar desde allí la lucha contra el invasor español. En esa huída le acompañaron los indios de la caravana.

El intrépido y libertario toqui nunca más volvió a ese lugar, a la vez que Pedro de Valdivia tampoco pudo jamás encontrarse de nuevo con su preciado baúl. Ambos, Lautaro y Valdivia, murieron en batalla, y nadie sabe dónde está exactamente escondido aquel magnífico tesoro, aunque los pobladores cuentan que el diablo lo habría encontrado y con ese oro fabricó pesados tejos con los cuales jugaba a la rayuela, escandalosamente, desde el  lanzándolos desde el Gulutrén hacia el sector de Larmahue. 

Entre gritos y risotadas don Sata hacía tronar su vozarrón en las noches de luna llena asustando a los pobladores que no osaban siquiera salir de sus casas, pues temblaban de pavor cada vez que escuchaban caer aquellos gigantescos tejos de oro sólido y se estremecían con el espantoso silbido provocado por esos artefactos al volar por los aires.

Y ya que Satanás se había adueñado de aquel cerro, ningún humano se atrevió jamás a subir a la cima para buscar el baúl. Cuando finalmente un sacerdote de Peumo junto a los pobladores instaló en el lugar una enorme cruz, el malulo huyó espantado de aquel sitio. Pero, ya no había oro… el diablo lo había utilizado en sus maléficos tejos que arrastró consigo rumbo al infierno.

Si usted se atreve a visitar la cima del cerro Gulutrén en Cuesta de Idahue, allá arriba encontrará no solamente los vestigios de la famosa cruz, sino también una enorme roca donde está estampada una pata de cabrío, que corresponde a la huella del pie izquierdo del mandinga, quien se apoyaba en ella para lanzar sus tejos más allá del cauce del Cachapoal.

 

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