Felipe Portales
En sus primeros siglos, en que el cristianismo no se unió al poder estatal, mantuvo básicamente el ideal evangélico de dura crítica al afán de riquezas y al contraste de éstas con la pobreza experimentada por las mayorías. Incluso, posteriormente a la muerte de Cristo, las primeras comunidades hicieron plena aplicación del mensaje fraternal e igualitario del Evangelio: “Todos los creyentes vivían unidos y compartían todo cuanto tenían. Vendían sus bienes y propiedades y se repartían de acuerdo a lo que cada uno de ellos necesitaba” (Hechos de los Apóstoles; 2; 44-45).
Además, los apóstoles reiteraron las profundas críticas al afán de riquezas expresadas por Cristo. Así, Pablo señaló: “La religión es una riqueza para quien se conforma con lo que tiene, pues al llegar al mundo no trajimos nada, ni tampoco nos llevaremos nada. Quedémonos entonces satisfechos con tener alimento y ropa. En cambio, los que quieren ser ricos, caen en tentaciones y trampas; una multitud de ambiciones locas y dañinas los hunde en la ruina hasta perderlos. En realidad, la raíz de todos los males es el amor al dinero. Por entregarse a él, algunos se han extraviado lejos de la fe y se han torturado a sí mismos con un sinnúmero de tormentos. Tú, hombre de Dios, huye de todo eso. Busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad” (1 Timoteo 6; 6-11).
Además, agregó: “Aconséjale a los ricos que no se sientan orgullosos y que no pongan su confianza en las riquezas, que siempre son inseguras. Que más bien confíen en Dios, que nos lo proporciona todo generosamente para que gocemos de ello. Que hagan el bien, que se hagan ricos en buenas obras, que den de buen corazón, que repartan sus bienes. De ese modo amontonarán para el porvenir un capital sólido, con el que adquirirán la vida verdadera” (1 Timoteo 6; 17-19).
A su vez, Santiago expresó: “¿De dónde vienen esas guerras, de dónde esos conflictos entre ustedes? ¿Quién hace la guerra sino los malos deseos que tienen dentro? Ustedes codician lo que no tienen y entonces matan. ¿Codician algo y no lo consiguen? Entonces discuten y pelean” (4; 1-2).
Y más específicamente dijo: “Pues bien, ahora les toca a los ricos. Lloren y laméntense por las desgracias que les han llegado. Sus reservas se han podrido y sus vestidos están comidos por la polilla. Ustedes encuentran oxidado su oro y su plata; éstos los acusan ante Dios: es un fuego que les quema las carnes. Pues ustedes han amontonado riquezas cuando eran los últimos tiempos.
¡Cómo clama el salario que no han pagado a los que trabajaron en la cosecha de sus campos! Las quejas de los segadores han llegado a oídos del Señor de los Ejércitos. Ustedes han llevado en la tierra una vida de lujo y de placer. Han engordado y viene el día de la matanza. Han condenado al inocente y lo han matado porque no se podía defender” (5; 1-6).
Por otro lado, Santiago señaló que “la religión verdadera y perfecta delante de Dios, nuestro Padre, consiste en esto: visitar a los huérfanos y a las viudas que necesitan ayuda y guardarse de la corrupción de este mundo” (1; 27); y que “si a un hermano o a una hermana les falta la ropa y el pan de cada día, y uno de ustedes les dice: ‘Que les vaya bien; que no sientan ni frío ni hambre’ sin darles lo que necesitan, ¿de qué les sirve? Así pasa con la fe si no se demuestra por la manera de actuar: está completamente muerta” (2; 15-17).
Y Juan señaló en sus epístolas: “El (Jesucristo) sacrificó su vida por nosotros y en esto hemos conocido el amor; así, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos. Cuando alguien goza de las riquezas de este mundo, y viendo a su hermano en apuros le cierra su corazón ¿cómo permanecerá el amor de Dios en él? Hijitos, no amemos con puras palabras y de labios afuera, sino verdaderamente y con obras” (1 Juan 3; 7-8, 10-11 y 16-18).
Es cierto que a medida que se extendió el cristianismo bajo el Imperio Romano, se fue diversificando cada vez más la composición social de sus miembros y se fue haciendo cada vez más difícil el desarrollo de comunidades sólidamente integradas y “autárquicas”. Además, la diversidad social interna se fue justificando cada vez más. Recordemos que Jesucristo había dicho claramente que los ricos debían compartir su riqueza y también que él hacía realidad las profecías de Isaías de que “El Espíritu del Señor (…) me envió a traer la Buena Nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos su libertad (…) a despedir libres a los oprimidos y a proclamar el año de la gracia del Señor” (Lucas 4;18-19).
Sin embargo, ya Pablo había dicho: “Siervos, obedezcan a sus patrones de este mundo con temor y respeto, con corazón sencillo, como quien obedece a Cristo (…) sean como siervos de Cristo, que cumplen de todo corazón la voluntad de Dios”. Aunque también hizo un llamado a los patronos a que “obren también de la misma manera y dejen a un lado las amenazas, sabiendo que ellos y ustedes tienen el mismo Señor” (Efesios 6; 5-9).
Más aún, el destacado obispo, Ignacio de Antioquía, a comienzos del siglo II urgía a los amos a “no ser altaneros con los esclavos” y a éstos a “soportar la esclavitud para gloria de Dios” (W. H. C. Frend.- The Rise of Christianity; Darton, Longman and Todd, London, 1984; p. 133). Lo mismo vemos en los escritos aceptados por los primeros cristianos como la Didache que instaba a los esclavos “a servir a su amo con reverencia y temor”, como una “contraparte de Dios” (Ibid.). En definitiva, la esclavitud -aunque dulcificada- fue aceptada como una institución normal.
Pero, de todas formas, el cristianismo debió su poder de atracción al contraste que su fraternidad provocaba en un mundo profundamente autoritario y machista como el del Imperio Romano. Desde el trato de “hermano” y “hermana”, y de “nuevas relaciones entre ricos y pobres, entre amos y esclavos, hasta poner al servicio de todos los recursos y el mantenimiento de todos aquellos que, temporal o definitivamente, están necesitados” (Adalbert G. Hamman.- La vida cotidiana de los primeros cristianos; Edic. Palabra, Madrid, 1986; p. 90).
De este modo, “para la antigüedad cristiana, evangelización y diaconía (servicio) son inseparables, no se concibe la una sin la otra. El culto a Dios bien entendido exigía el servicio al hombre concreto, en la totalidad de su ser, de sus necesidades, de sus aspiraciones. ‘Imitad la equidad de Dios y nadie será pobre’ dice un texto cristiano de la época” (Ibid.; p. 171). E incluso, dicha fraternidad se extendía a los paganos. “‘Decimos a los paganos –especifica Justino-: sois hermanos nuestros’. Y Tertuliano concluye su descripción de la comunidad dirigiéndose al mundo pagano: ‘Somos hermanos incluso de vosotros’” (Ibid.; p. 90).