Columna publicada en La Tercera
Hay una distancia entre sostener ideas políticas conservadoras, ofrecer puntos de vista liberales y defender discursos de ultraderecha. Esa distancia, sin embargo, suele ser atenuada en los medios locales, en donde rara vez se menciona la existencia de una extrema derecha, y el prefijo “ultra” tiende a ocultarse bajo la alfombra de las buenas maneras que confiere identificarse con el centro.
Siempre habrá un entrevistador que use la fórmula “izquierda democrática”, evitando dejar en claro cuál sería la no democrática, pero muy rara vez una nota de prensa o una pregunta en un debate de televisión marcará como ultraderechista a un líder que sí lo es.
Por ejemplo, las señales que da el liderazgo del candidato presidencial José Antonio Kast no resultan suficientes como para que los medios locales lo sitúen explícitamente en un extremo del espectro político: ni su defensa a un torturador criminal despiadado como Miguel Krassnoff, condenado y vuelto a condenar por la justicia; ni su admiración y justificación de una dictadura feroz; ni su inquina en contra de las organizaciones internacionales; ni su apoyo y cercanía con Jair Bolsonaro; ni su alianza con fanáticos religiosos que ven el diablo en todo aquel que no es como ellos; ni sus propuestas simples para problemas complejos, como construir una zanja para frenar la inmigración en la frontera norte.
Nada de eso parece ser suficiente como para distinguirlo de la llamada centroderecha de manera nítida y tajante como sí lo hacen los corresponsales europeos que reportan sobre Chile. Cabría preguntarse la razón de que así sea.
El primer paso que ha dado la ultraderecha en sus avances más recientes en el mundo ha sido secuestrar la noción de libertad, tal como lo hizo la dictadura en Chile mientras desaparecía personas. Libertad para ofender a quien les plazca; libertad para perseguir a los más débiles en nombre de una operación de limpieza; la libertad como una llama eterna en una explanada gris o una alegoría acuñada en una moneda. El segundo paso, identificar un enemigo de esa libertad: todos los que piensan y viven de manera distinta a un modo previamente establecido y justificado por un nacionalismo fundido en integrismo religioso.
Lo mismo que un virus en una célula, la ultraderecha captura una demanda real, por ejemplo, la necesidad de una escuela que imparta buena educación, pero en lugar de atender a las razones estructurales del problema a resolver, crea enemigos accesibles a los que responsabiliza de la carencia: los inmigrantes, los indígenas, los sin casa. En su manera de ver las cosas hay infiltrados en todas partes intentando contaminar una suerte de pureza simbólica ancestral que la ultraderecha custodia y sus adherentes encarnan; esos enemigos son, en primer lugar, los políticos profesionales que disienten de sus doctrinas. Acabar con ellos es la mejor manera de embestir contra la democracia, sin decirlo directamente.
Para la ultraderecha existe una larga lista de agentes contaminantes de la pureza que dice resguardar, entre otros se cuentan: las feministas y los estudios de género; el activismo contra la devastación que provoca la emergencia climática; la ciencia y la investigación, por lo tanto, el conocimiento; la libertad artística y el pensamiento crítico; las lesbianas, homosexuales y personas transgénero, y la cooperación internacional como herramienta de progreso.
Para la ultraderecha -en Estados Unidos, España, Brasil o Francia- las organizaciones internacionales no son más que cofradías empeñadas en capturar conciencias a través de foros sobre cambio climático y derechos de los niños y niñas.
En lugar de eso proponen que, para tener un futuro, es necesario recuperar un pasado épico tallado en piedra y degradado por una modernidad viciosa. Un primer paso para lograrlo consiste en amenazar a los sujetos que contribuyen a lo que la ultraderecha considera peligroso, eso se hace, por ejemplo, identificando a todos los académicos universitarios que investiguen o impartan clases sobre un ámbito del conocimiento considerado amenazante. Un ejercicio que no es nuevo en Chile. Durante la dictadura ocurrió en las universidades, hubo purgas en todos los estamentos y personas que se arrogaron el rol de vigilar a los sospechosos de pensar distinto.
Este sí, este no. Sin embargo, suele ocurrir que quienes pretenden arrasar con los sujetos que consideran contaminantes, reclamen sentirse cohibidos por el solo hecho de tener que dar cuenta de sus arbitrariedades, ofrecer argumentos para sus exigencias y fundamentar sus declaraciones maliciosas. La ultraderecha considera que insultar y mentir es lo mismo que opinar y sus líderes suelen posar de víctimas para lograr que su intolerancia sea considerada una forma más de expresión política, como si fuera el huevo de una paloma blanca y no el de una serpiente escurridiza y venenosa que se desliza rumbo al cuello de la democracia.
La ultraderecha sabe cómo disfrazarse y hacer que las más oscuras motivaciones luzcan como un cantar de gesta colectivo. También sabe que para lograr su cometido lo primero que debe hacer es poner en duda la verdad, desfigurarla, torturar el cuerpo de la historia, hacer desaparecer el valor de los hechos y, con ello, todo rastro de humanidad.