“No hay que temer a los que tienen otra opinión, sino a aquellos que son demasiado cobardes para expresarla” (Napoleón Bonaparte)
Arturo Alejandro Muñoz
De verdad sacude y asfixia las neuronas esa cantidad de alusiones a la “clase media” que día a día realizan los políticos y no pocos periodistas.
En Chile, la desigualdad en los ingresos se encuentra entre las más altas del mundo, con un índice de Gini de 0,55, que marca una considerable distancia entre ricos y pobres. Sin embargo, de manera paradójica, más del 80% de la población considera que pertenece a la clase media.
En realidad sí hubo una clase media en Chile, pero eso ocurrió cuando nuestro país comenzó a urbanizarse y las ciudades delinearon las primeras formas de metrópolis civilizadas. En ayuda del nacimiento de esa clase social vino la política del desarrollo hacia adentro (ya que las importaciones eran mínimas y caras), lo que implicó la instalación de fábricas y empresas que dedicaban sus esfuerzos técnicos y económicos a la transformación de los productos naturales. Llegó entonces una clara división del trabajo y su respectivo nivel en la salarización de los mismos.
Por ello, esta clase media actual -a la que se refiere la gran mayoría de los chilenos- no corresponde a la del siglo XX, que se transformó en uno de los pilares del desarrollo del país y se fue consolidando gracias a un contexto muy específico, el que hoy, por cierto, se encuentra superado por una realidad diferente.
Hoy, esa clase social chilena debe ser tal vez la más democrática de todas las similares que puedan existir en el planeta. En ella se encuentran y se dan la mano muchos enriquecidos ciudadanos junto con proletarios cercanos a la indigencia. Todos se definen como miembros de la “mal tratada y laboriosa clase media chilena”, y muy pocos en realidad reconocen pertenecer a la clase social de más arriba o de más abajo. Unos (los ricos) lo hacen por falsa modestia y claro interés de pasar indemnes de críticas y sofocones ante los ojos de la sociedad, y los otros (los de abajo, como los llamó el escritor mexicano Mariano Azuela) por una cuestión de falso estatus desglosado del miedo inconcebible a la pobreza, o de la vergüenza de serlo y mostrase tal cual ante los demás..
En un artículo publicado por Economía y Negocios On Line, Claudia Ramírez Friderichsen escribe: <<La identificación con la clase media es tan grande en nuestro país que, según los expertos, en ella se incluyen personas que por sus ingresos o sus estudios bien podrían ser de clase alta o al revés, de estratos más bajos.
«Cultural, subjetiva y masivamente, Chile se siente de clase media», dice Carlos Catalán (sociólogo, Universidad del Desarrollo), y agrega: que la diferencia no sólo es vertical (alto, medio o bajo), sino que también es horizontal. «Los jóvenes de clase media no son todos iguales, no escuchan la misma música, no se visten iguales. En la clase alta, hay más homogeneidad, partiendo porque son menos».
<<En la identificación también influye lo que es considerado como políticamente correcto. «Es muy difícil decir yo tengo plata y, por otro lado, da vergüenza decir que uno es pobre. Entonces hay gente que está afuera de la clase media que se declara de clase media… Hay una respuesta por comodidad, pero además hay mucha gente que no sabe cómo definirse», explica Emmanuelle Barozet.(experta del Depto. de Sociología de la Universidad de Chile y coautora de “Clase media en Chile: 1990-2011”).
<<El nivel educacional también pesa: el profesor que gana $600 mil, que por ingresos podría ser de sectores populares, pero que por nivel educacional es de clase media, señala Barozet>>
Desde otro ángulo (el del bolicheo), la Asociación de Investigadores de Mercado (AIM) redefinió los grupos socio económicos del país según el ingreso total del hogar y números de integrantes, con datos de la Encuesta Casen y usando la misma metodología con que se mide la pobreza (cuestión que de inmediato obliga a desconfiar, pues bien sabemos que la CASEN –la de ahora y la de ayer- han sido amañadas por los gobiernos a objeto de atraer mayor inversión extranjera).
Así, la AIM dividió la población chilena en siete grupos: AB (clase alta), C1a (clase media acomodada), C1b (clase media emergente), C2 (clase media típica), C3 (clase media baja), D (vulnerables) y E (pobres). El grupo C3 –según esa asociación de investigadores- es el más numeroso con un peso poblacional del 29%, desplazando al grupo D, históricamente el más numeroso. Por ello entonces, la clase media, según esta nueva definición, es la más numerosa del país.
En apego a la verdad, todos estos apuntes indican –casi sin margen de error- que lo más cómodo socialmente en Chile es definirse como perteneciente a la clase media, ya que desmenuzar ese segmento social resulta tarea difícilmente exitosa, pues resulta fácil entender que lo económico no es la única variable importante en el análisis, toda vez que se hace imprescindible considerar otras, como el nivel de estudios alcanzado, la posición que se ocupa en la pirámide laboral, cuál profesión u oficio se ostenta, además del tipo de trabajo que se realiza (apatronado o independiente), e incluso el escenario barrial en el que se vive (o se procede familiarmente).
El veterano que oficia como médico en una clínica particular, así como el ingeniero o el arquitecto o el economista que laboran en una mega empresa, ¿pertenecen a la clase media? ¿Y también pertenece a ella el querido viejo y la esforzada mujer que trabajan en una feria libre, o tienen un puesto en el mercado y andan casi siempre con los bolsillos repletos de billetes? ¿Es de clase media un director de televisión, o una de las animadoras de programas? ¿Lo es también el ayudante de camarógrafo y el tramoyista del mismo canal televisivo? ¿Podemos aceptar como válida la autodefinición que ciertos poderosos y enriquecidos chilenos manifiestan respecto de su ubicación en la pirámide social, cuando aseguran –públicamente- ser miembros de la ‘clase media’?
No me pidan respuestas a estas preguntas, pues no las tengo; sólo expongo.
Algunos especialistas han intentado diferenciar a las clases sociales (y a la misma clase media, tan subdividida como hemos visto) utilizando como factor de análisis el nivel de consumo, pero pronto cayeron en cuenta que la gente tiende a consumir de manera parecida, y más aún, en muchos sitios similares, como los mall, las megatiendas y los supermercados, utilizando de preferencia la misma forma de pago: dinero plástico, tarjetas de débito y/o de crédito, o tarjetas de la misma tienda o local comercial donde se acude a comprar.
Hay un detalle digno de considerar: el nivel aspiracional que caracteriza a algunos segmentos de la clase media criolla, especialmente a aquellos donde percola el consumismo de algunos jóvenes profesionales, muchos de los cuales proceden de familias encabezadas por jefes de hogar más bien pobres, obreros o trabajadores calificados en su mayoría, pero merced al aporte del estado (becas) o al endeudamiento crónico (créditos bancarios) han logrado de manera parcial una movilidad vertical ascendente que les hace sentirse fuera del panorama familiar. Jóvenes que mayoritariamente pujan por ganar dinero para viajar, consumir… carentes de los apegos que distinguieron a generaciones anteriores, como el apego a la empresa o al lugar de trabajo; la juventud actual pareciera no sentir apego por la empresa donde labora, ya que gusta de la movilidad y el cambio, lo que involucra trasladarse de una empresa a otra privilegiando únicamente el nivel de paga.
Ser “emprendedor” es un objetivo de muchos profesionales y técnicos jóvenes. No tener patrón, rechazar las jefaturas; ser libres para determinar su nivel de consumo y su modus vivendi que señala al amor como un asunto de “toma y deja”, sin compromisos ni ataduras… cuestión que define a algunos segmentos de nuestra sociedad… pues lo que les importa, reitero, es la libertad para determinar su nivel de consumo individual. El resto es paisaje. ¿Ello puede definir, en cierta medida, a los jóvenes de clase media chilena de hoy? ¿Esa es la ‘clase media’ que viene?
Definitivamente, voy a agarrarme de la frase de Napoleón -que en esta nota se encuentra como bajada de título- para lanzar al ruedo mi opinión asentada en algo que he dicho antes. Soy hombre de campo, vivo en el campo (luego de haber vivido una larga existencia citadina en metrópolis diversas, chilenas y extranjeras), y aseguro que en ningún otro lugar –ni en Santiago, ni en Buenos Aires, ni en Sao Paulo, ni en Montevideo- he aprendido más de la vida misma que acá, gracias a mi querida gente de la ruralidad lárica. Ella me ha enseñado que la simpleza de la cotidianeidad es la sal de la tranquilidad; que las cosas son tal cual las vemos y las sentimos, y no como nos las cuentan. Por ello, al aceptar que se vive como realmente se vive es la única forma de iniciar una lucha por vivir de otra manera. Es como el alcohólico… si no reconoce su enfermedad, no habrá terapia que le ayude.
Bien, pues, ¿y qué dice mi gente de campo, mis amigos trabajadores agrícolas, mis amigas temporeras, respecto de este asunto de la mentada “clase media”? Tienen una opinión escueta y contundente. Lea y reflexione: “sólo hay dos clases sociales en Chile hoy día: una es la dueña de la plata, de la tierra y de la política… la otra es el resto del país, es decir, todos nosotros, los que no somos dueños de empresas, bancos, fundos ni bosques”.
Claro que hoy esa división parece inexistente merced a estar oculta detrás de las tarjetas de crédito y del endeudamiento procaz que involucra, por largas décadas, a todo el grupo familiar, incluso heredándose de una generación a otra. ¿Allí se encuentra la clase media, esa que según muchos chilenos engloba al 80% de la sociedad civil… o no existe, como aseguran mis amigos campesinos?