Por Felipe Portales
Desgraciadamente, la violencia institucional nos ha acompañado a lo largo de casi toda nuestra historia republicana. Desde que la cruenta batalla de Lircay impuso un orden fáctico extremadamente autoritario y conservador, muy bien disfrazado con la Constitución de 1833. Como el propio Diego Portales lo reconoció en 1834: “De mí sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. ¡Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas veces por su perfecta inutilidad!” (Ernesto de la Cruz.- Epistolario de don Diego Portales, Tomo I; Carta a Antonio Garfias del 6 de diciembre de 1834; Ministerio de Justicia, 1937; p. 379). Y ya en marzo de 1822 Portales pregonaba un régimen no democrático: “La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República”. (Ibid., Tomo I; Carta a José Cea, Universidad de Chile, 1930; p. 12).
Visión fáctica autoritaria compartida por el líder liberal, Domingo Santa María, medio siglo después: “Se me ha llamado autoritario. Entiendo el ejercicio del poder como una voluntad fuerte, directora, creadora del orden y de los deberes de la ciudadanía. Esta ciudadanía tiene mucho de inconsciente todavía y es necesario dirigirla a palos. Y esto que reconozco que en este asunto hemos avanzado más que cualquier país de América. Entregar las urnas al rotaje y a la canalla, a las pasiones insanas de los partidos, con el sufragio universal encima (formalmente, el sufragio universal masculino se estableció en 1874 en Chile, pero iba a ser distorsionado hasta 1958) es el suicidio del gobernante, y yo no me suicidaré por una quimera. Veo bien y me impondré para gobernar con lo mejor y apoyaré cuanta ley liberal se presente para preparar el terreno de una futura democracia. Oiga bien: futura democracia. Se me ha llamado interventor (electoral). Lo soy. Pertenezco a la vieja escuela y si participo de la intervención es porque quiero un parlamento eficiente, disciplinado, que colabore en los afanes de bien público del gobierno. Tengo experiencias y sé adónde voy. No puedo dejar a los teorizantes deshacer lo que hicieron Portales, Bulnes, Montt y Errázuriz (…) en las dos veces que fui ministro (…) aprendí a mandar sin dilaciones, a ser obedecido sin réplica, a imponerme sin contradicciones y a hacer sentir la autoridad porque ella era de derecho, de ley y, por lo tanto, superior a cualquier sentimiento humano” (Mario Góngora.- Ensayo Histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX; Edit. Universitaria, 1992; pp. 59-60).
Para qué hablamos de la “pacificación de la Araucanía” donde nuestro Estado procedió a expoliar su territorio a los mapuches a través de un genocidio en el más estricto uso de la expresión; y del virtual exterminio de los indígenas australes hecho por privados con la aquiescencia e impunidad del Estado. Además de la ocupación de la Isla de Pascua (Rapa Nui) convirtiendo a sus habitantes en virtuales siervos hasta bien entrado el siglo XX. Y también la violencia extrema se utilizó para dirimir las diferencias políticas entre las facciones oligárquicas como ocurrió con las guerras civiles de 1851, 1859 y –sobre todo- de 1891.
Notablemente, el triunfo de los anti-balmacedistas en la última provocó un cambio total del régimen presidencialista por uno parlamentario, ¡sin necesidad de cambiar una coma de la Constitución del 33, sino solamente reinterpretándola!… Régimen parlamentario que utilizó también una violencia extrema contra el emergente proletariado minero e industrial, expresándose particularmente en las grandes matanzas de Valparaíso (1903), Santiago (1905), Antofagasta (1906) y sobre todo de Iquique (1907) que por su número de víctimas (se estiman en cerca de 2.000 personas), el escaso tiempo en que se produjo y el talante completamente pacífico de los manifestantes puede considerarse una de las mayores matanzas de la historia de la humanidad en tiempos de paz.
Con la crisis del parlamentarismo se volvió en los 20 al presidencialismo extremo, aunque integrando a las clases medias al aparato del Estado y sustituyendo el sistema económico de completo laissez faire por la industrialización vía sustitución de importaciones. Sin embargo, el autoritarismo continuó siendo la regla fáctica. Así, previo a la Constitución de 1925 se llevó a cabo otra de las más grandes matanzas obreras de la historia de la humanidad en tiempo de paz: La Coruña, cuyas víctimas se estiman también en miles de personas. Además, dicha Constitución se elaboró por un reducido número de personas designadas a dedo por Alessandri (¡como la del 80!); y luego impuesta a una comisión más grande por la amenaza de un nuevo golpe militar por parte del comandante en jefe del Ejército (y miembro de aquella), Mariano Navarrete. Asimismo, se continuó con un sistema electoral (hasta 1958) que distorsionaba profundamente la voluntad popular a través del cohecho y del acarreo del inquilinaje de las haciendas. Y se fueron incorporando progresivamente nuevas leyes represivas en contra de los sectores populares las que culminaron con la “Ley de Defensa de la Democracia” que tuvo vigencia entre 1948 y 1958.
En definitiva, hasta los años 60 existió un sistema social que discriminaba fuertemente a los “empleados” por sobre los “obreros”, en términos salariales, previsionales, de vivienda, salud, etc. Y que mantenía a los obreros agrícolas como virtuales siervos sin derecho alguno. Incluso un gobierno como el del Frente Popular -de Aguirre Cerda- mantuvo una fuerte represión sobre los obreros y campesinos. Así, su ministro del Interior, Arturo Olavarría Bravo, se jactaba en sus memorias publicadas en 1962 (Chile entre dos Alessandri) de que en una ocasión impidió en 1941 una huelga ferrocarrilera amenazando con la ejecución sumaria a todos los maquinistas que la hiciesen efectiva. Y que cuando les comunicó a otras altas autoridades la orden criminal para tal efecto, el general Arturo Espinoza le manifestó con emoción: “Permítame, señor ministro, que interpretando el sentir de todos mis camaradas en el Ejército, exprese que, al fin, hay gobierno en Chile. Era lo que hacía falta, máxima energía, máximo sentido de responsabilidad. Puede Ud. estar seguro, señor ministro, contar con la más decidida cooperación de mis compañeros de armas” (Tomo I, Nascimento; pp. 508-9).
En otra ocasión, impidió una huelga minera en el norte ordenando a los intendentes de Tarapacá y Antofagasta “a que detuvieran esa misma noche y en masa, a todos los dirigentes obreros que fueran sorprendidos incitando a la huelga. Detenidos, debía embarcárseles en el primer vapor que pasara rumbo al sur” (Ibid.; p. 506), como efectivamente se hizo, liberándolos a su llegada a Valparaíso… Por otro lado, impidió las huelgas campesinas utilizando el expediente de amenazar a los inquilinos con expulsarlos de sus hogares de generaciones para dejarlos en la intemperie. “Este procedimiento lo convertí en sistema y el general don Oscar Reeves Leiva, Director General de Carabineros, lo denominó graciosamente el juicio final, por aquello de colocar a los buenos (que querían continuar trabajando) a la derecha y a los malos a la izquierda (…) Por cierto que no tuve necesidad de aplicar muchas veces el ‘juicio final’” (Ibid.; p. 453).
El deterioro político, económico y social de este modelo injusto, excluyente y solo formalmente democrático condujo finalmente a la centro izquierda, a fines de los 50, a independizarse de la derecha y a confluir en la derogación de la Ley de Defensa de la Democracia y en establecer la cédula única electoral que permitió establecer por primera vez elecciones auténticamente democráticas, libres y con voto secreto.
Desgraciadamente, el mito histórico que enceguece –de creer que la democracia existía en Chile desde la Independencia- le impidió establecer una sólida coalición que consolidara una auténtica democracia en nuestro país. Por el contrario, agravada por la radicalización mundial de los 60, la centroizquierda nacional cometió un trágico despilfarro histórico y un virtual suicidio político. Así, si tomamos las elecciones parlamentarias de 1965, la derecha obtuvo 9 diputados; y la centroizquierda (PDC, PR, PS y PC) ¡138! Ocho años después vendría el golpe militar que terminaría con la democracia, la Reforma Agraria, el poder sindical y vecinal, la nacionalización de las riquezas básicas, etc…
Y, como hemos sido testigos, la centroizquierda volvió -¡y de forma exacerbada!- luego de 1990 a sus posturas fácticas tradicionales previas a 1958 de subordinarse a la derecha; consolidando pacíficamente el modelo neoliberal impuesto con extrema violencia por aquella a través de una dictadura militar. Modelo que, por fin, se ha desplomado en 2019 por una ciudadanía que se vio harta de tanta injusticia, exclusión y engaños. Esperemos que seamos capaces esta vez de construir un futuro democrático y con justicia social para Chile.