por Franklin Andrade
Chile no es una democracia, no nos engañemos. Es más bien una oligarquía con WiFi, una república de cartón pintado, donde se vota cada cuatro años con la esperanza de cambiar algo, pero el menú siempre es el mismo: neoliberalismo a lo pobre, servido por distintos garzones, pero con el mismo chef: los grupos económicos.
Si revisamos las cifras de organismos internacionales —sí, esos que a veces nos caen bien y otras veces no tanto— Chile aparece como uno de los países más desiguales del mundo. No estamos hablando de un poquito de desigualdad, no. Estamos hablando de inequidad con esteroides. Aquí puedes ver un Maserati estacionado frente a una toma de terreno, y nadie se inmuta.
Los arriendos por las nubes, el pan como si fuera de oro, y la inflación que parece personaje fijo en nuestras vidas. Pero cuando pedimos que bajen los precios, nos dicen que “el mercado se regula solo”. Y claro, se regula… como un adolescente sin supervisión.
¿Y quién maneja todo esto? Las grandes corporaciones. Empresarios que no sólo dominan la economía, sino también la política. Porque en Chile, financiar campañas políticas es como invertir en una acción de la bolsa: no das dinero por generosidad, lo das porque esperas retorno en leyes, exenciones tributarias, privatizaciones y otras bellezas del catálogo.
Los que llegan al poder, más que representantes del pueblo, parecen gerentes de recursos humanos de los grupos económicos. Promulgan leyes que favorecen a las forestales, a las pesqueras, a las AFP, a las ISAPRES, a todo lo que tenga una sigla y un capital que supere el presupuesto de un país pequeño.
Y mientras tanto, la gente… sobrevive. Con sueldos que apenas alcanzan, con jornadas extenuantes, con deudas hasta el cuello, y con un sistema que no les ve como ciudadanos, sino como consumidores. Porque acá no tienes derechos, tienes membresías. Educación: pague. Salud: pague. Pensiones: páguese usted mismo, si puede.
Pero a pesar de todo, el pueblo sigue. Sigue resistiendo, creando, organizándose. Porque si algo tenemos, además de sentido del humor, es memoria y dignidad. Y aunque el sistema se esfuerce por hacernos sentir pequeños, sabemos que cuando el pueblo se pone de pie, ni los millonarios con sus bancos pueden detenerlo.
Así que sí, Chile no es una democracia. Es una oligarquía maquillada. Pero no subestimen al pueblo. Porque los pueblos, a veces, despiertan. Y cuando lo hacen, ni los subtítulos alcanzan a seguirles el ritmo.