Arturo Alejandro Muñoz
CORRÍA EL AÑO 1974 cuando Jacqueline Drouilly Yurich llegó a INACAP como alumna en práctica enviada por la Escuela de Servicio Social de la Universidad de Chile, en Santiago.
Era un hermosa y joven mujer de tan sólo 22 años, poseedora de una figura agraciada que llamaba de inmediato la atención de los varones, quienes posaban encandilados sus miradas en el iris colorido de sus alegres ojos claros. Sin embargo, lo que cautivaba al interlocutor era la simpatía innata que emanaba de su actitud amigable, y si la conversación lograba sostenerse por más de treinta minutos fluía entonces libre el torrente de inteligencia e información cultural que atrapaba al contertuliano.
A las pocas semanas, supo demostrar su responsable capacidad en tareas concretas integrándose asertivamente al equipo de trabajo con pleno éxito. Se adivinaba en ella una futura asistente social de real valía.
Pero, los tiempos por los que atravesaba el país no eran de dulce y ámbar. Muy pocos chilenos podían asegurar que vivían tranquilos, seguros y complacidos. No había información concreta ni menos aún oficial respecto de la trágica realidad que experimentaba un significativo número de personas; mas, la voz de la calle hablaba de asesinatos, torturas y detenciones madrugadoras. Estaba prohibido pensar. Era sinónimo de muerte el discrepar, el opinar. Y ya no bastaba con rezar.
Una tarde almorzamos juntos en un restaurante de la calle Pío Nono (barrio Bellavista), compartiendo como buenos amigos nuestras particulares realidades. Ahí me enteré que se encontraba con algunos meses de embarazo, motivo suficiente para experimentar algo de felicidad en época de tragedias. Supe que se afanaba en construir futuro junto al hombre que amaba, Marcelo, muchacho egresado de una carrera técnica que procedía, al igual que ella, de la ciudad de Temuco.
A la semana siguiente, Jacqueline no llegó a INACAP. La noche anterior, como garra predadora que azota la llanura, el bestial asesino Osvaldo Romo Mena y sus secuaces de la DINA habían surgido de las sombras, con las armas prestas a disparar -protegidos por el terror a destajo que otorga una dictadura- para allanar a golpes, insultos y macanazos el departamento que la joven pareja arrendaba en un barrio de Providencia.
Así como Alejandro Magno cortó con un firme golpe de espada el nudo gordiano, Romo y sus sicarios cercenaron las vidas de Jacqueline y Marcelo de un solo tajo. Los militares de entonces acostumbraban usar la fuerza cuando enfrentaban capacidades intelectuales que les superaban en altura y nivel. «Disparen contra las ideas», era la orden del día. «Viva la muerte, muera la cultura», había gritado el general franquista a un demudado Miguel de Unamuno en los prolegómenos de la guerra civil española. ¿Se puede esperar algo menos bruto que un golpista?
Jacqueline fue llevada a los calabozos que la DINA implementó en distintas partes de Santiago para torturar e ignominiar a los detenidos. En oscuros subterráneos sufrió castigos físicos inimaginables, torturas deshilachadas en gritos de horror hundidos en el marasmo de la soledad y la indefensión, mientras los victimarios se solazaban en el joven y hermoso cuerpo de la muchacha.
Me es imposible dejar de imaginar las imágenes que debieron producirse en esos hediondos infiernos. Lucho contra mis sentimientos, pero siempre pierdo la batalla. Imagino a Jacqueline tendida sobre un camastro inmundo, atada de pies y manos, desnuda y débil, golpeada con saña por sus verdugos, electrificada una y otra vez sin objetivo ni sentido alguno para, finalmente, soportar la creciente verdad de su inexplicable situación. Uno tras otro, los bestiales castigadores van despojándose de sus pantalones y en una hilera de enfermizos trogloditas esperan su turno para trepar por el cuerpo aún hermoso y atractivo de la chiquilla.
José Domingo Cañas, Villa Grimaldi, Tres Álamos, Cuatro Álamos… nombres que se repiten en la misma medida que la muchacha es trasladada de un lugar horrendo a otro peor. En todos ellos la experiencia es la misma. Golpes, electricidad, saña demente, violaciones repetidas, pero la soledad y la desesperanza continúan siendo los únicos acompañantes de quienes están condenados a servir de terapia a los inquisidores del averno.
Cierro los ojos y mi mente abre las páginas del Informe Valech. Jacqueline no pudo concurrir a las entrevistas y entregar su testimonio. Había muerto el año 1975 en uno de los centros de tortura de la DINA, al igual que Marcelo, su marido. Nunca más supimos de ella, ni tampoco del niño que dormía en su vientre.
De vez en cuando me atreví a conversar con su madre, Norma Yurich, para encontrar algo de consuelo en las palabras de aliento que surgieron primorosas luego del triunfo electoral de Patricio Aylwin, pero que cayeron desguazadas al fondo del abismo no bien escuchamos de labios del propio Mandatario que ‘se haría justicia en la medida de lo posible’.
Norma Yurich desgastó sus nudillos golpeando puertas de tribunales, medios de prensa, embajadas, comisiones, partidos políticos y regimientos, para obtener respuestas a sus interrogantes. Obtuvo sólo palabras de incomprensible desidia. Ni siquiera el embarazo de Jacqueline conmovió a los poderosos. Era un número más en la lista interminable de chilenos detenidos desaparecidos. Después de todo, Jacqueline no había sido artista, política, reina de belleza, deportista ni literata. Fue tan sólo una mujer joven, hermosa, destacada estudiante universitaria y con una red social pequeña. ¿Por qué habría de preocuparse el establishment por ella especialmente?
He ahí nuestra gran deuda como nación. Perdonar es posible cuando se conoce la verdad desnuda, pero olvidar significa una irresponsabilidad.
Nuestros hombres públicos han demostrado cuán capaces son de olvidar por conveniencia. Olvidar los casos particulares y ocuparse únicamente de la estadística global. Olvidar que hubo chilenas y chilenos, anónimos en esencia para la prensa, que entregaron mucho, pero mucho más que lo aportado por algunos de nuestros actuales dirigentes para recuperar el sistema democrático. Olvidar, en fin, que los compatriotas sacrificados por la mesiánica locura de criminales perfectamente ubicables si existiese verdadera intención de encontrarlos, merecen al menos que las generaciones actuales conozcan la identidad de sus asesinos, algunos de los cuales se pasean libre y graciosamente entre la gente. Otros, ocupan incluso cargos públicos.
Habrá que esperar 50 años para reconocer que los gobiernos democráticos se equivocaron al ocultar los nombres de los victimarios.
Oficialmente, se dice que el año 1975 la DINA asesinó a Jacquelinne Paulette Drouilly Yurich y a su descendencia. Pero la DINA era una organización gubernamental, con jefaturas y responsables. No fue la sigla DINA quien tronchó la vida de Jacqueline, sino que uno de sus miembros, cumpliendo órdenes superiores, cometió el asesinato de la estudiante y de su hijo nonato.
Osvaldo Romo Mena conoce el nombre del autor de esos crímenes, ya que fue él quien inició la saga de atropellos sangrientos argumentando que lo hacía por la ‘seguridad de la patria’. ¿Por órdenes de quién? Para ciertos militares la seguridad nacional está en jaque cuando los ciudadanos demuestran ser capaces de pensar por sí mismos, ya que ese evento pone en ridícula evidencia la ignominiosa aplicación social de la verticalidad del mando que ha constituido su forma de vida al interior de los cuarteles. Es decir, cumplir las órdenes sin pensar, jamás pensar…nunca discernir. Solamente obedecer ciegamente y cumplir la instrucción exacerbando la violencia cual manera de mostrar ‘alma de soldado’.
Los despojos humanos de una querida amiga y brillante universitaria reposan junto al incipiente cuerpo de su hijo, mientras su asesino disfruta de la compañía de sus pares en alguna unidad militar donde la justicia de los hombres del país de lo ‘políticamente correcto’ difícilmente decidirá castigarlo.
Más allá del Informe Valech y de las tautologías políticas intrascendentes que emanan de las autoridades democráticas, subyace aún la justicia verdadera que comienza por identificar al gestor de los crímenes.
Respecto de estos graves asuntos -y con los aplausos de los partidos derechistas vástagos de Pinochet-, los gobiernos de la Concertación replicaron (involuntariamente, espero) la opinión que José Stalin manifestara después de haber ordenado una de las más sangrientas ‘purgas’ soviéticas: «una muerte de un hombre es una tragedia, un millón de muertes es una estadística».
Señor Pablo Rodríguez, como ardiente abogado del ya fallecido ex -general Augusto Pinochet así como de muchos otros militares involucrados abiertamente en atentados contra los derechos humanos -y a objeto de evitar que la estadística se transforme en la única forma de justicia posible-, tenga la bondad de preguntar a sus clientes: «¿quién de ustedes o de sus subordinados asesinó a Jacqueline Drouilly?».
Alejandro Magno en un acto de suma astucia comparado con el monstruo Romo, que de astucia e inteligencia nada, solo el mas bajo de los actos de un ser humano, «tortura y muerte»….¿no será cómo mucho Arturo?