¿Cómo se las arreglan las familias con huérfanos de la covid-19 en Brasil? Un estudio concluye que Brasil concentró 77% de las muertes por covid-19 en mujeres embarazadas de todo el mundo en la primera mitad de 2020. Aunque todavía no hay un relevamiento de la cantidad de niños que perdieron por esta enfermedad a sus padres o a las personas que estaban a su cargo, varias familias de Amazonas, Amapá, Acre y Pará relatan cómo enfrentan el desafío de criar a quienes atravesaron esa experiencia.
Clarissa Levy/Raphaela Ribeiro
Revista Lento. abril 2021
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“Tía, se va a acabar el oxígeno, avisaron ahora”. Era casi media mañana del 15 de enero, en la ciudad de Manaos, cuando Lucas Azevedo Paz llamó a su tía desesperado. El joven de 22 años acababa de recibir la información de que en las próximas horas se acabaría todo el oxígeno en el centro de salud donde acompañaba a su madre, internada con síntomas de covid-19, la Unidad de Pronto Atendimento (UPA) Dr. José Lins. “Le dijeron a la familia que corriera a buscar oxígeno”, cuenta Denise, la tía que atendió la llamada. En menos de una hora, Lucas fue en auto a buscar un cilindro de oxígeno que le prestó su abuela. Cuando regresó, el oxígeno de la UPA se había acabado. “Si sobrevivió otro día, fue porque la familia consiguió más oxígeno por su cuenta”, dice Denise.
Ahora Lucas suele decir que se convirtió en padre y madre. Después de que vio morir a su madre de asfixia, en el pico del colapso sanitario por falta de oxígeno que asoló Manaos, se hizo responsable de la familia.
Lucas, que es el mayor de cuatro hermanos, explica: “Mi madre no quería que estuviéramos desunidos, así que yo quiero preservar eso”. El muchacho, que pasó tres días en el hospital inventando formas de consolar a su madre en los distintos momentos en que los cilindros de oxígeno se vaciaban, ahora intenta aprender en casa cómo cuidar a dos niños y un adolescente.
Su madre, Francilene Azevedo, murió tres días después de ser ingresada en la UPA con síntomas de covid-19 y dejó, además de a Lucas, a Amanda, de cuatro años, Giulia, de nueve, y Kalil, de 16. Los cuatro hermanos intentan reestructurarse y descubrir caminos para seguir con su vida sin la pieza central de la familia. Como Lucas, otras personas en el Brasil de la pandemia asumen de la noche a la mañana la tarea de criar niños que han perdido a familiares directos.
Francilene Azevedo, además de ser madre de cuatro hijos, era una artesana reconocida por el primor con que confeccionaba adornos para el cabello.
Un año después del primer caso confirmado de covid-19 en Brasil, son varias las historias de estas familias que se encuentran entre el dolor de perder a un ser querido y la urgencia de garantizar condiciones de vida para los más jóvenes. Hasta ahora, la pandemia se cobró más de 300.000 vidas en Brasil y afectó a las 5.570 ciudades del país. En la región norte, la primera en registrar la presencia del virus propagado por todos los municipios, la tasa de mortalidad entre los pacientes hospitalizados es la más alta.
La desigualdad de recursos y de estructura de salud entre regiones ha hecho crecer el número de muertes entre los pacientes internados, señala un estudio de investigadores brasileños publicado en la revista científica The Lancet, que evaluó miles de hospitalizaciones entre febrero y agosto de 2020. Según la investigación, en la región norte fallecieron 50% de las personas hospitalizadas. De estas, muchas dejaron familiares y en algunos casos, como el de Francilene, a niños y adolescentes solos. Si bien la población más joven no es la que más muere a causa del virus, los niños y los adolescentes terminan victimizados de manera indirecta, ya que la letalidad afecta a padres, madres, abuelos y tíos.
Todavía no hay un relevamiento disponible de la cantidad de niños que han perdido a sus adultos responsables a causa de la covid-19 en Brasil. Pero, incluso sin números registrados, la realidad existe y hoy se está formando en el país una generación de niños que crecerá sin familiares directos. Un impacto que se extiende más allá del momento de la muerte y continuará por los próximos años, incluso después de pasada la pandemia. Como resume Denise Azevedo, la tía de Lucas, que ayuda a cuidar a los sobrinos huérfanos, “no es sólo el dolor de la pérdida, sino todo lo que se pierde de aquí al futuro”.
Tiempo de terror
“Lo que le pasó a Francilene, para mí, fue un homicidio”, dice Denise. Para la familia, que acompañó el pasaje de la artesana de 46 años por el hospital, la tristeza del desenlace se mezcla con la indignación. “Le quitaron el derecho a luchar a Francilene. No fue la covid lo que la mató, fue la falta de oxígeno. Esto es muy indignante”.
Lucas y su tía dijeron que tienen la intención de presentar una demanda contra el gobierno federal y el del estado de Amazonas en reclamo de una compensación, porque entienden que la muerte de Francilene fue causada por un colapso en el sistema que ya estaba previsto. Según reveló Agência Pública, a principios de enero las autoridades del gobierno de Jair Bolsonaro conocían la “posibilidad inminente de un colapso del sistema de salud” diez días antes de que ocurriera. Así se desprende de un documento del 4 de enero del Ministerio de Salud sobre el sistema de salud de Manaos.
Exactamente diez días después de que se previera el caos, el 14 de enero, la capital de Amazonas colapsó. Y el 15 la condición de Francilene empeoró. “Justo el primer día de la falta generalizada de oxígeno aquí en Manaos”, explica Denise. Se acabó en la UPA donde se encontraba y, entre la mañana del día 15 y la mañana del 16, la familia logró llevar cuatro cilindros. Lo mismo sucedió con otros cientos de familias amazónicas, que hicieron colectas y pasaron horas haciendo filas en busca de oxígeno. En ese intervalo de 24 horas, el hospital sólo había logrado proporcionar a la madre de Lucas unos 50 minutos de oxígeno.
La familia y el equipo de salud intentaron trasladar a Francilene a un hospital de referencia, porque en la UPA no había respiradores ni camas de tratamiento intensivo. Pero no había vacantes. “Vimos la desesperación de los médicos, que veían a la gente morir y se daban cuenta de que no había nada que pudieran hacer. Lo único que podían hacer era darles morfina, que era lo que estaban haciendo, y le dieron a ella también”, cuenta Denise.
A primeras horas de la tarde del 16 de enero, después de horas sin oxígeno, Francilene murió. Lucas cuenta que eran cerca de las 13.00 cuando escuchó a los médicos decir: “Dale morfina, dale morfina. Sáquenlo de la habitación”. A las 14.00 llegó el oxígeno que habían conseguido los familiares, pero ya no había tiempo. Su madre ya había muerto y Lucas asumía la tarea de cuidar a sus hermanos.
Juntos, los cuatro se las arreglan como pueden en la casa en la que ya vivían, bajo la tutela del hermano mayor. Los familiares los visitan cuando puedan y se unieron para pagar el alquiler. Una tía tiene lavarropas, y la novia de Lucas les está enseñando a los hermanos a cocinar juntos. “Son las noches la parte difícil”, dice Kalil, de 16 años. “Es entonces cuando el menor extraña más”.
Sin registro
Como Lucas, Kalil, Giulia y Amanda, que se quedaron sin Francilene, muchos otros niños perdieron a su madre en esta pandemia que en Brasil está fuera de control. En la región norte, más de 26.000 personas murieron debido a la covid-19. Pero el número no contabiliza todos los casos. En esa cuenta falta, por ejemplo, Francilene, pues, a pesar de haber fallecido con resultado positivo en el test de coronavirus, su muerte fue registrada como “paro cardíaco”.
El subregistro que borra los casos genera indignación en las familias, que exigen, al menos, que quede registrada la verdadera causa de muerte de sus seres queridos. En el estado de Amapá, ese sentimiento de indignación le causa amargura a Maria do Remédio. Su nuera, Paloma Ramos, murió luego de casi un mes de internación con síntomas de covid en el hospital público Mãe Luzia, en la capital, Macapá. Llegó a hacerse el test, pero murió sin un diagnóstico. El resultado positivo para el coronavirus estuvo listo casi un mes después de su muerte.
Internada el 8 de mayo de 2020, Paloma no pudo estar acompañada por ningún familiar en ningún momento. En el hospital, la familia podía acceder cada dos horas a una actualización de la historia clínica. “El Día de la Madre, una chica de allá mandó unas fotos diciendo que ella estaba muy mal, que la sacáramos y buscáramos un mejor hospital”, recuerda Maria. Pero agrega que las condiciones económicas no permitieron que la familia buscara otro tipo de tratamiento.
Paloma tenía 26 años cuando murió, estaba a punto de graduarse en pedagogía y estaba embarazada de su segunda hija. Además del sueño de ser maestra, dejó una hija de cinco años. Maria Vitória ahora vive con la abuela, el padre, el abuelo y los tíos. “Ella comprende que su madre se ha ido. Dice que su madre se convirtió en una estrellita. Por la noche pide para mirar el cielo y a veces llora porque la extraña”, dice su abuela.
El 29 de mayo se cumplirá un año de la muerte de Paloma, pero hasta ahora la hija y el marido no han podido volver a vivir en la casa que lucharon para construir juntos. Una semana antes de que el coronavirus llegara a la familia, Paloma, Maria Vitória y su esposo se habían mudado a la nueva vivienda. “Parece mentira, quería tanto tener su casa. Casi habían terminado con el trabajo, se habían mudado y ella sólo disfrutó una semana allí”.
La doble pérdida de Roberto
Las fallas de infraestructura y de atención en los casos de covid-19 se extienden por todo Brasil. En Plácido de Castro, un municipio del interior del estado de Acre, la trabajadora en salud comunitaria Simonete Ribeiro de Paiva, de 40 años, buscó ayuda médica dos veces antes de morir, el 20 de enero. Unos diez días antes había comenzado a experimentar los primeros síntomas de covid-19. El día 16, con dolores en el pecho y dificultad para respirar, Simonete fue al hospital Manoel Marinho Monte. Acompañada de su esposo, Roberto dos Santos, esperó unas horas antes de ser atendida. “Cuando nos atendieron, la doctora dijo que la iba a internar, pero cuando cambió el turno, el doctor que la relevó nos envió de regreso a casa”, relata Roberto. Simonete estaba embarazada de seis meses, y padecía asma y enfermedad pulmonar obstructiva crónica.
En casa, Simonete volvió a sentirse mal. Al día siguiente, Roberto la llevó de regreso al hospital, donde, esta vez, la enviaron a la Maternidade Bárbara Heliodora, en la capital, Rio Branco, a 93 kilómetros de Plácido de Castro. Quedó hospitalizada durante un día mientras los médicos decidían si adelantarían o no el parto para luego continuar con el tratamiento. Un día después, le hicieron una radiografía que mostró que estaba afectado 60% del pulmón y permitió ver la gravedad de su estado clínico. Aun así, Simonete fue nuevamente remitida a otra unidad de salud, el Instituto de Traumatología y Ortopedia (INTO) de Acre, donde falleció.
Roberto afirma que la muerte de Simonete fue causada por negligencia médica. “En el INTO no había estructura alguna para tener a una mujer embarazada en su situación, porque ahí no hay CTI neonatal, no hay nada, y aun así la enviaron ahí. La maternidad era el lugar donde debía quedarse, había un CTI para ella y el bebé ”, dice. Después de ser admitida en el INTO, Simonete pasó por el parto del bebé y murió unos diez minutos después. El bebé fue remitido al CTI neonatal de la misma maternidad, que un día antes la había transferido, y allí sobrevivió por apenas 48 horas.
Indignado, Roberto interrogó al médico de maternidad cuando se enteró de que, al igual que su esposa, otra mujer había ingresado a la unidad en las mismas condiciones, embarazada de seis meses, con covid-19, y había sobrevivido. “Mi esposa tuvo una atención diferente. Mi hijo estaba bien, su tamaño y peso eran normales. Este bebé había nacido con 900 gramos, seis meses y sobrevivió. Mi hijo pesaba 1,4 kilos, medía 39 centímetros. ¿Por qué no sobrevivió también? El médico dijo que eran casos diferentes, que el otro bebé había nacido en un lugar con una estructura preparada para ello y que mi esposa dio a luz en un lugar que no tenía estructura ninguna para que una madre tuviera el parto, especialmente con covid”, cuenta.
Simonete dejó también dos hijos: Rodrigo, de 18 años, y Juan, de nueve. Durante la última conversación telefónica que mantuvo con su esposo, un día antes de su muerte, le pidió que él “cuidara a los niños”. “Después de eso colgó, no tuvimos más contacto. Y fue muy difícil contarles lo que pasó, fue muy doloroso. Ha sido difícil procesar el duelo”, dice. Roberto y sus hijos viven con su suegra, ya que aún no han podido regresar a casa. La familia los ha estado apoyando para que se recuperen. Todavía no sabe cómo será el regreso a su casa. Según afirmó, el hijo mayor ha manejado bien la situación. “Nosotros, la familia, somos sus psicólogos, conversamos bastante”. Juan, el más joven, todavía está aprendiendo a lidiar con la pérdida de su madre. Llora cada vez que piensa en Simonete y la extraña.
Sin diagnóstico
En la lista de casos de covid-19 que mueren sin notificación, también están aquellos pacientes que sufrieron el coronavirus pero nunca llegaron a escuchar el diagnóstico. En São Sebastião da Boa Vista, un pequeño municipio del archipiélago de Marajó, en Pará, al comienzo de la pandemia todos tenían miedo de hablar de covid-19, incluso los médicos. “Los médicos decían que era neumonía, que era una debilidad del embarazo”, dice Thamara Freitas, hermana de Marília Freitas, que murió embarazada, con dificultad para respirar. “Nadie sabía cómo cuidarla. Y tardó mucho en pedir ayuda porque tenía todo ese prejuicio contra el virus”, recuerda la hermana. Cuando ingresó, Marília se hizo una prueba, pero el resultado salió justo un día antes de morir, cuando ya estaba mal y no se le pudo informar del diagnóstico.
Marília murió embarazada de cuatro meses, el 7 de mayo, luego de ocho días internada, y dejó a Ana Rosa, una hija de 11 años que vive con su padre. La muerte de Marília, por haber permanecido en el hospital durante días y por ser el caso de una mujer embarazada conocida en la ciudad, que falleció esperando el traslado, provocó manifestaciones en el municipio. Thamara dice que al día siguiente la ciudad amaneció indignada y hubo caceroleos espontáneos. “La gente salió a la vereda con ollas gritando, pidiendo ayuda porque la ciudad estaba abandonada y la gente moría una tras otra”. En aquel inicio de la pandemia, la de Marília era la décima muerte contabilizada en la ciudad.
Exactamente diez días después moriría su prima, también embarazada. En Brasil, la mortalidad materna por covid-19 asusta. No hay datos nacionales consolidados, pero algunas investigaciones muestran que las mujeres embarazadas con síntomas de coronavirus tienen un mayor riesgo de desarrollar la enfermedad de manera grave. En un estudio publicado en la Revista Internacional de Ginecología y Obstetricia que analiza las cifras internacionales de muertes de mujeres embarazadas y posparto, Brasil aparece con 77% de estas muertes en el mundo en el período analizado, de febrero a junio de 2020.
Marília y su prima murieron en ese intervalo, pero no hay forma de saber si ambos casos fueron contabilizados, debido a la demora en las pruebas en São Sebastião da Boa Vista. Según Thamara, el municipio estaba abandonado, sin estructura y sin capacidad para enfrentar el virus. São Sebastião da Boa Vista tiene un índice de desarrollo humano bajo, entre los 500 más bajos del país, según el Atlas de Desarrollo Humano de Brasil.
La familia considera que la capacidad y la falta de estructura del sistema de salud fueron algunas de las causas de la muerte de Marília. Tenía 35 años y murió en el hospital de su ciudad mientras esperaba ser trasladada a Belém en un bote que había prometido el alcalde y que nunca llegó. “Siempre digo que lo que pasó fue negligencia”, dice Thamara. Durante la hospitalización el oxígeno escaseaba y era necesario compartirlo, faltaba personal y la compra de la medicación de cada paciente quedaba a cargo de las familias. “Compramos ivermectina, azitromicina, jarabes. Todo lo que dijeron que necesitaba”, recuerda.
A las corridas, las familias de los internos hicieron todo lo posible para conseguir los artículos básicos, como medicamentos y oxígeno, en el caso de Marília y Francilene. Pero, cuando no estaban en el hospital, necesitaban manejar el cuidado de los hijos de las pacientes que, con sus madres internadas, dependían de sus familiares. Y todavía dependen.
“El Estado fue cruel con muchas familias. Es algo que no puede pasar porque afectará a toda la estructura de la familia, de la que quedó”, dice Denise. Ella, como la abuela de María Vitória, el padre de Juan y Rodrigo y la tía de Ana Rosa, se preocupa por el desamparo que pesa sobre los niños que perdieron a sus seres queridos. Y se pregunta: ¿cómo van a hacer para vivir los próximos años?
(Este artículo fue publicado originalmente en Agência Pública: https://apublica.org/)