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Uruguay – De la nueva inmigración y sus anfitriones

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Entre tanta grisura

Menos pomposa que la noticia sobre una oleada migrante en Uruguay es la confirmación de que nada es así de brusco. Desde 2009 llega al paisito más gente de la que se va y ha crecido tímidamente la cantidad de migrantes provenientes de rincones latinoamericanos. Ello no ha alterado significativamente la demografía, pero si el paisaje de los barrios en donde se concentran estas poblaciones. ¿Cómo reaccionan los montevideanos cuando los nuevos acentos y colores de piel espabilan sus sentidos? ¿Qué se espera de los recién llegados? ¿Cuán bienvenidos han sido en estas tierras?

Mariana Abreu

Brecha, 11-8-2017

http://brecha.com.uy/

Para dejar atrás Santa Clara, Sagi, Javier y Reinier debieron cruzar varios trechos de cielo, atravesar la selva en guagua y mal dormir las noches que duró la travesía. Partieron de la ciudad cubana, pisaron tierra firme en Guyana y viajaron por suelo y aire brasileño hasta arribar a Montevideo, donde nadie los esperaba.

De Uruguay sabían más bien poco, algunas historias de cubanos emigrados a este lugar en el que, estaban seguros, habría trabajo. “Pero la realidad es la realidad”, dicen ahora, arremetiendo contra ella y contra un frío que los tomó por sorpresa.

Los muchachos, viejos compañeros de aventuras próximos a los 28 años, ocupan junto a otro colega un cuarto poco ventilado de una pensión en la Aguada. Pagan cuatro mil pesos al mes cada uno y comparten un solo baño con el resto de los inquilinos, veinte y pico de personas, todas cubanas.

Reinier se remanga para dejar ver los machucones de su brazo. No le duele, en la isla se acostumbró al trabajo obrero a pesar de tener un título de maestro. La paga diaria por descargar contenedores en el puerto montevideano –el motivo de los moretones– ronda los quinientos pesos, trescientos menos que el año pasado, cuando no había tantos extranjeros ofreciendo allí su mano de obra. Eso sí, la changa dura un día y a la mañana siguiente hay que volver a tener la suerte de ser elegido, cosa que no siempre sucede. La última vez los empleadores exigieron botas y este grupo de cubanos sólo llevaba championes.

Mar sin olas

Días atrás el especialista en demografía Juan José Calvo afirmó a Tnu (Televisión Nacional de Uruguay) que el mundo asiste al mayor movimiento migratorio de la historia moderna. Al poner la lupa en Uruguay la situación adquiere dimensiones bastante distintas. Si bien desde 2009 el saldo migratorio volvió a ser positivo

–llega más gente de la que se va–, una investigación de la Facultad de Ciencias Sociales indica que aquí “la inmigración reciente está lejos de ser un fenómeno masivo y dista diametralmente de las magnitudes conocidas hasta mediados del siglo XX”.(1) Según la encuesta continua de hogares de 2015, 16.664 inmigrantes extranjeros recientes y 62.097 antiguos conviven con más de tres millones de habitantes no migrantes.

Venezuela, Cuba y República Dominicana son las nacionalidades de quienes han llegado en mayor medida a Uruguay desde 2011. Mientras las poblaciones venezolana y cubana siguen arribando de manera continua, la frecuencia con la que vienen los dominicanos ha disminuido desde mediados de 2014, cuando este país comenzó a exigirles visa.

Los datos de la Dirección Nacional de Identificación Civil señalan que 4.029 migrantes de orígenes latinoamericanos que no comprenden Argentina y Brasil obtuvieron la cédula en 2016 y 3.960 en lo que va de 2017. Quienes más han tramitado el documento este año han sido los venezolanos (1.657) y los cubanos (992).

Pilar Uriarte, antropóloga del Núcleo de Estudios Migratorios y Movimientos de Población de la Facultad de Humanidades prefiere prescindir del término “oleada”, de connotación gigantesca y arrasadora. Sostiene que el fenómeno migratorio pasó desapercibido durante años y hoy día se ha vuelto “hipervisibilizado”. “Ahora vemos a los migrantes porque están habitando espacios públicos y zonas de la ciudad que son simbólicas o frecuentadas, pero las trabajadoras domésticas latinoamericanas siempre han estado aquí, aunque a ellas no las hayamos visto”, afirma.

No es casual que los recién llegados se instalen en barrios como Ciudad Vieja, Centro, Aguada y Cordón. Allí están las redes tejidas por los coterráneos que viajaron antes que ellos, y se reúne una gran cantidad de servicios y oficinas en las que deben hacer trámites. En esas zonas, además, se encuentran las pensiones, la única solución habitacional que el país tiene para ofrecer a los migrantes que no provienen de la clase acomodada.

A la concentración de estas poblaciones en ciertas latitudes se suma una “importante sobrerrepresentación mediática”, sostiene la antropóloga. “Si yo vivo en el Centro veo por la calle un montón de gente que antes no veía, en el súper me vende el fiambre una extranjera, prendo la tele y me entero de que dos dominicanos raptaron a un empresario, después lo leo en el diario: el relato de la ola de inmigrantes cierra en mi pequeño mundo”. Mientras que en otros barrios, explica, el fenómeno tiene magnitudes completamente diferentes.

Los tiempos de antes

La abuela gallega que pasó hambre durante su juventud migrada, el hombre que cruzó un océano para “hacer la América” trabajando jornales de 20 horas, la familia de polacos instalados en un pueblo del Interior a quienes algunos de sus vecinos llamaban “rusos de mierda”, entre otras muchas historias de tiempo atrás, dan cuenta de que llegar a estas tierras nunca ha sido del todo fácil.

El hábito de afirmar que a lo largo de la historia del país los inmigrantes han sido recibidos con los brazos abiertos está tan extendido entre los uruguayos como comer tortas fritas cuando llueve o llevar el mate a todos lados, como una extensión del cuerpo. Pero ¿cuán cierta es esta idea arraigada en el imaginario popular local?

“Los migrantes del siglo XX –principalmente españoles e italianos, pero también aquellos provenientes de Medio Oriente y Europa Oriental– formaban parte de las clases trabajadoras, de los buscavidas, de modo que recibieron la ayuda de sus pares uruguayos en igual categoría”, afirma la investigadora Teresa Porzecanski. “En todos los testimonios orales que recabé –señala– aparecen numerosas anécdotas de solidaridad entre vecinos de distintos orígenes, sobre todo en los conventillos, en las casas de inquilinato, y en la calle misma, donde había que hacer el día trabajando y no había ratos para el ocio”.

Aun así, el prejuicio estaba latente. A los inmigrantes se les ponía mote, y aunque “el turco”, “el negro” o “el tano” no fueran formas malintencionadas, marcaban la diferencia. La acusación sobre quitar el trabajo no es nueva: “Hay letras de tango que hacen alusión despectiva al gringo que laburaba vendiendo pomaditas, al napolitano que trabajaba de sol a sol, frente a una tradición criolla donde trabajar todo el día estaba mal visto”. También se hacían chistes y caricaturas en las revistas.

En algunos discursos parlamentarios y en la prensa de la época, se aludía, directa o indirectamente, a que ciertos contingentes de asiáticos podrían alterar algo así como el “ser” o “la raza” nacionales, explica Porzecanski. “Muchos diarios hablaban del daño que nos causaban los inmigrantes, de las peligrosas costumbres que traían, de ‘adónde iríamos a parar con abrirles las puertas’; ya sabemos que el que es percibido como diferente causa incertidumbre y temor”, dice.

Con respecto a la ley, si bien hubo normas relativamente benevolentes –no tan así con los asiáticos, africanos, ni con los “zíngaros o bohemios”–, en los años 30 se aplicaron políticas migratorias restrictivas. “No faltaron episodios de rechazo de barcos repletos de refugiados llegados al puerto de Montevideo. (…) Valga la pena recordar el caso del –italiano– vapor Conte Grande, arribado al país en febrero de 1939, cuyos 68 refugiados, fueron recusados por nulidad declarada de sus visas e instados a regresar a lo que significaría su muerte”, señala un artículo de la misma investigadora.

Con respecto a lo que ocurre hoy en día, una publicación reciente de la Udelar (Universidad de la República) indica que el 45 por ciento de la población uruguaya no considera que la llegada de inmigrantes extranjeros sea buena para el país.(2)

Milongas tropicales

“Uruguay es un país de brazos abiertos para unos y un país de brazos cerrados para otros”, afirman, desde el Núcleo de Estudios Migratorios, Pilar Uriarte y su colega Leonardo Fossatti. Aunque se las etiquete bajo el rótulo de “inmigrantes”, las personas que integran esta categoría son muy distintas entre sí. Y también es distinto lo que la sociedad que las acoge espera de ellas, dependiendo de dónde vengan: “No es lo mismo un dominicano que un cubano. Aunque a simple vista no los reconozcamos, proyectamos cosas diferentes sobre ellos cuando sabemos cuál es su país de origen”, explican.

Dicen los antropólogos que si el migrante no cumple con las expectativas de quienes los reciben, su integración está condenada: “Los sirios eran fantásticos porque traían otra cultura y porque eran unos pobres desgraciados que nosotros podíamos ayudar. Cuando empezaron a ser como ellos querían y no como pretendíamos nosotros, los defenestramos, nos enojamos porque no respondieron a la casilla que le asignamos”.

Así como se espera del caribeño que sea chévere y baile bien, del sirio se pretende que sea sumiso, sostienen los investigadores. Lo mismo señalan sobre los africanos: “A pesar de que estén viniendo personas con trayectorias políticas e historias de vida interesantísimas, se proyecta que un africano no puede involucrarse en los asuntos públicos. Sin embargo, de un venezolano, se espera que tenga capacidad para desplegar un discurso político respecto de la situación de su país”.

Volvamos en el tiempo. “La identidad montevideana se ha construido sobre el ideal europeo: blanco, republicano, moderno, laico, cívico”, señala Fossatti y su compañera continúa: “Parte de la población que está migrando no se ajusta a esos ideales europeos, a la forma en que nos vemos, y por eso está teniendo dificultades para integrarse, está sufriendo racismo, xenofobia y vulneración de derechos. No son ‘como nosotros’, no son ‘de los nuestros’, entonces los tratamos diferente”.

“Existe una jerarquización racial que hace que concibamos más distantes a aquellos que llegan de lugares menos valorados, identificados como pobres o poco modernos. La distancia cultural no es una medida objetiva, se traza desde el centro de cada uno. Pensamos que estamos más próximos a un italiano o a un español que a un boliviano, no sé si eso es así. La mayoría del país escucha música tropical latinoamericana, pero nosotros construimos una narrativa de un pueblo que toca unas milongas encarnadas como las de Zitarrosa. No es lo mismo lo que somos que lo que decimos que somos”, piensa Uriarte.

“Hay una sobrerrepresentación de la blanquitud en el discurso nacional –continúa–, que tiene que ver con repetir sistemáticamente que provenimos de los barcos, ignorando el contingente afroamericano o los pueblos originarios. ¿Dónde están los blancos? En la tele, en los centros urbanos, en las facultades, pero no así en todos los barrios, en todo el interior del país”.

El mismo cielo

La propia Rinche es migrante en estas tierras. Vino tras conocer a su compañero uruguayo durante el exilio de éste en Europa. A diferencia de Sagi, el cubano que se siente extranjero en cada paso que da sobre el asfalto montevideano, la holandesa nunca se sintió ajena. “Lamentablemente hay una cosa que pasa, soy rubia de ojos celestes, yo la tuve fácil”, dice.

“El mapa de los países a los que se les exige visa para entrar a Uruguay es vergonzoso. ¿Qué tengo que pensar?, ¿pobres y negros?, qué casualidad. ¿Te crees que a los holandeses, aunque vengan miles, les van a pedir una visa?”, apunta. En el caso dominicano, “el hipócrita argumento del Estado para solicitar visa es evitar la trata de personas, pero todo el mundo sabe que cuantas más trabas hay, más intermediarios se aprovechan de la situación”.

Cuando muchos uruguayos emigraron a España durante la crisis de 2002, la Ong comenzó a recolectar firmas para que se les facilitaran los papeles en ese país. “Vamos a ir a la casa de los españoles que vinieron para acá en los años cuarenta, nos van a firmar todos”, recuerda Rinche que pensó. Para su sorpresa, varios de ellos no lo hicieron. “¿Qué se creen?, ¿que en Uruguay fue tan fácil entrar?, ¿que fuimos tan bien recibidos?”, replicaron algunos solicitados.

Llegar a Uruguay tampoco resulta grato para algunos latinoamericanos y africanos que se arriman a la organización. A veces los habitantes locales no sólo los acusan de venir a robar el trabajo, como a los migrantes de principios del siglo XX, sino que directamente los insultan o se niegan a sentarse junto a ellos en el ómnibus. Más allá de las muestras de discriminación extrema, señala Porzecanski, “lo más difícil de detectar es el prejuicio subterráneo, aquel que las personas no confiesan porque saben que está mal visto pero que, sin embargo, profesan y sobre cuya base toman decisiones excluyentes”.

Algunas bromas y comentarios aparentemente menores socavan lentamente la autoestima de los migrantes, explica Rinche. Por ejemplo, dice la holandesa, “una mujer va a pedir trabajo, lleva su currículum y al leerlo el empleador exclama ‘ahhh, sos dominicana, llegan muchas, ¿verdad?’. Esa frase es una puñalada, porque todo el mundo entiende lo que quiere decir”. O, al menos, lo que no quiere decir: “No significa ‘qué lindo que vinieron, qué suerte, un poco más de música, de bachata, de color, un poco de alegría en este Uruguay gris’”.

Notas

1)“Caracterización de las nuevas corrientes migratorias en Uruguay”, disponible en cienciassociales.edu.uy/unidadmultidisciplinaria

2) “Los uruguayos ante la inmigración. Encuesta nacional de actitudes de la población nativa hacia inmigrantes extranjeros y retornados”, disponible en gedemi.files.wordpress.com

¿Te parece, nosotros?

Poco antes de que se les exigiera visa a los dominicanos, un grupo de vecinos de la Aguada denunció ante la Policía a migrantes provenientes de esa nacionalidad por reunirse en la vereda y escuchar música con el volumen alto. Consultado por una periodista de Subrayado, un muchacho dominicano respondió que ellos eran rechazados debido a su “cultura diferente”. “O nosotros somos muy alegres o ellos son muy aburridos”, dijo entonces.

El grupo de amigos cubanos entrevistados por Brecha afirma que los uruguayos son educados pero distantes. Si se les hace una consulta, “responden de buena manera, pero lo mínimo”. De todas formas, otra cosa llamó más su atención: “Tú vas caminando por la calle y ellos como que agachan la cabeza, se los ve preocupados”.

Naya es una de las venezolanas que llegó a Uruguay a raíz de la crisis que atraviesa ese país. Trabaja atendiendo al público en una fábrica de pastas pero, como muchos otros migrantes, se encuentra sobrecalificada para el empleo. Cuando se le pregunta por cómo la han tratado aquí, afirma: “no puedo quejarme”. Pues, parece, que son otros los que sí lo hacen: “Los uruguayos se quejan por todo, se quejan y se quejan, porque llueve o porque sale el sol”.

Túnica y moña

Desde hace tres años el Museo de las Migraciones realiza talleres en centros de Educación Inicial y Primaria para favorecer la integración de los niños migrantes en las aulas. Trabaja principalmente en las escuelas de su barrio, Ciudad Vieja, en donde estima que hay un promedio de seis alumnos extranjeros por clase. “Hay grupos en donde a los chiquilines que vienen de otros lados les cuesta bastante integrarse. Pasa mucho que esos chicos, sobre todo los más grandes, sufren un proceso de aculturación: con tal de ser aceptados olvidan o reprimen los rasgos de su cultura de origen”, relata Lucía Ferrari, integrante del área educativa del museo. Renegar de la música que se escucha en el país de origen, cambiar el acento o, incluso, hablar lo menos posible para evitar burlas de los compañeros son algunos ejemplos de esa actitud.

Cuando se trata de diferencias culturales hasta las situaciones más cotidianas pueden generar tensiones. “A la hora del almuerzo, a los niños africanos les cuesta mucho comer la comida del comedor de la escuela. No están acostumbrados a algunos alimentos o a las formas que tenemos de consumirlos, y eso llama la atención de sus pares”, sostiene. Y está el idioma; no resulta sencilla la comunicación para los pequeños que llegan de otros continentes sin conocer el español. A veces sus familiares hacen de mediadores, si éstos no hablan castellano echan mano del inglés o ensayan junto al docente otras estrategias.

“Por lo general los niños uruguayos no reciben mal ni discriminan de forma absoluta. Sí reconocen algo distinto en el compañero migrante, en palabras de ellos mismos, algo que no es ‘normal’. Es común que los llamen por la nacionalidad en lugar del nombre, como ‘Vo, colombiano’ o ‘peruano, tal cosa’ y que les pongan apodos según los rasgos físicos o el color de la piel. Dependiendo de las características del grupo y del trabajo del maestro, eso se puede ir apaciguando o exacerbando”, explica Ferrari. Y no duda sobre que los niños más chicos se integran más fácilmente. Eso, dice, “nos debería hacer cuestionar varias cosas”.

El esfuerzo del museo pretende que se conozca y valorice la cultura que trae el niño migrante teniendo en cuenta “las dificultades que tiene Primaria para abarcar la diversidad cultural”. Esta otra tarea queda librada a la sensibilidad del docente.

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