por Franco Machiavelo
En Chile, como en gran parte del mundo, el voto ha sido presentado como la máxima expresión de la democracia. Nos repiten incansablemente que votar es “nuestra voz”, “nuestra arma”, “nuestra forma de cambiar las cosas”. Sin embargo, una mirada crítica, estructural y dialéctica demuestra que esa afirmación no es más que una ilusión cuidadosamente diseñada por las élites para mantener intacto el orden dominante. Si de verdad el voto amenazara los intereses del capital, si de verdad pusiera en jaque los privilegios de los poderosos, hace mucho tiempo ya lo habrían prohibido. Pero no lo necesitan: lo han domesticado, vaciado de contenido, encapsulado en una maquinaria institucional al servicio del poder económico.
La historia reciente de Chile lo demuestra con una crudeza irrefutable. El pueblo salió a las calles en octubre de 2019, no para pedir más elecciones, sino para exigir el fin de un modelo de explotación estructural. No pedían reformas cosméticas, sino una transformación radical del sistema neoliberal impuesto en dictadura y perfeccionado en democracia. ¿Y qué respuesta ofreció la institucionalidad? Un “Acuerdo por la Paz” firmado entre los partidos del sistema —tanto de izquierda administradora como de derecha empresarial— que canalizó la rabia hacia una Convención Constitucional cuidadosamente diseñada para no tocar los pilares del poder real: la propiedad privada, el extractivismo, el rol subsidiario del Estado, el poder de las AFP y las ISAPRES, la privatización del agua, del cobre y de los bosques.
Se permitió votar, pero bajo reglas impuestas. Se permitió opinar, pero sólo dentro del marco que garantiza la continuidad del modelo. Y cuando la posibilidad de un cambio real asomó levemente, toda la maquinaria ideológica del sistema —medios, empresarios, partidos tradicionales— se activó para sembrar el miedo, la confusión y el rechazo. No importaba el contenido, lo importante era desactivar el potencial revolucionario. Y lo lograron. La esperanza fue absorbida, neutralizada y devuelta como producto de marketing político.
Hoy nos siguen diciendo que debemos “elegir bien”, como si se tratara de escoger entre sirvientes funcionales al sistema neoliberal de distinta sonrisa. Nos presentan candidatos que cambian el tono, pero no el fondo. Nos venden cambios sin tocar el poder económico, justicia sin redistribución, dignidad sin confrontar a los dueños del país. En este teatro electoral, el pueblo es espectador y nunca protagonista. El voto sirve, sí, pero como instrumento de legitimación, no de transformación.
¿Y por qué insisten tanto en que votemos? Porque necesitan que creamos que somos libres. Porque mientras creemos estar decidiendo nuestro destino, ellos continúan saqueando, reprimiendo y lucrando. Porque el verdadero poder no se disputa en las urnas, sino en la lucha de clases, en la organización popular, en la conciencia crítica, en la ruptura con las estructuras que sostienen el orden capitalista.
La clase trabajadora chilena ha sido históricamente excluida, reprimida, precarizada. Hoy se le permite votar cada cuatro años, pero no se le permite decidir sobre el modelo económico, sobre la riqueza del país, sobre la soberanía de sus territorios. Se le explota durante toda la vida y se le regala un derecho electoral que no cuestiona la propiedad del patrón, ni el lucro de la elite, ni la estructura colonial del Estado.
Por eso, repetir que el voto es el camino del cambio es una burla para quienes luchan en las poblaciones, en los sindicatos combativos, en las comunidades mapuche, en los movimientos de base. El verdadero cambio no será entregado por un sistema que fue creado para impedirlo. Sólo la organización consciente de los explotados, sólo la confrontación abierta al poder económico, sólo la ruptura con las cadenas ideológicas del sistema pueden abrir el camino hacia una sociedad justa.
La conciencia de clase no se construye en los locales de votación, sino en la calle, en la lucha, en la comprensión de que el enemigo no es el que piensa distinto, sino el que vive del trabajo ajeno, el que defiende sus privilegios con represión, con mentira y con falsas promesas electorales.
¡Si el voto cambiara algo, ya lo hubiesen prohibido! Pero como no cambia nada, lo promueven, lo celebran, y lo usan para seguir dominando.
Despertemos. No deleguemos más. Organicémonos. Porque el poder real no se vota: se toma