Andrés Figueroa Cornejo
Mientras amplios sectores de la región de Valparaíso y otras zonas del país desde hace días son castigadas fieramente por una ola de incendios que ha cobrado cientos de vidas, viviendas y poblados pobres, este martes 6 de febrero el expresidente pinochetista Sebastián Piñera (74) murió en un accidente de helicóptero cuando la aeronave que él mismo pilotaba cayó en medio del Lago Ranco, en la región de Los Ríos.
El accidente sucedió a media tarde, en el sector rural de Ilihue, cuando despegó bajo la lluvia desde la vivienda de uno de sus cercanos. A los pocos minutos de vuelo, el helicóptero perdió la sustentación y cayó. Piñera viajaba con tres familiares, quienes se salvaron del imprevisto; sin embargo, el multimillonario y exmandatario no logró salir de la nave.
De manera extraña, el foco de la atención de los medios masivos de comunicación se trasladó raudamente desde la tragedia de los siniestros masivos hasta los detalles palaciegos del fallecimiento de Piñera, quien hizo su fortuna gracias a la sangrienta dictadura militar que inició el 11 de septiembre de 1973. Si bien, su hermano José Piñera fue el elegido por la Junta Militar como uno de los principales civiles artífices de la contrarrevolución chilena, responsable de la imposición del programa capitalista neoliberal que persiste hasta la actualidad, inventor del fracasado sistema de Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), privatizador serial de los bienes y las industrias del Estado, y creador de un antisocial Código Laboral con el propósito de destruir el que fuera el movimiento de trabajadores más poderoso y consciente del continente durante los 50 e inicio de los 70 del siglo XX; por su parte, Sebastián Piñera gozó de los privilegios financieros de la tiranía, siendo incluso salvado de la cárcel ante las estafas bancarias que protagonizó en aquella época.
El extinto político, según Forbes, contaba con una fortuna cercana a los 3 mil millones de dólares, lo que lo convirtió de uno de los individuos más ricos del país y del mundo.
Más allá de acrecentar su situación económica durante las dos ocasiones que fungió de primer mandatario con el apoyo de las fuerzas reaccionarias de la sociedad chilena, en el marco de un régimen político duopólico, antidemocrático y de alternancias de matices indistinguibles -el mismo elaborado por Henry Kissinger para Estados Unidos entre Demócratas y Republicanos, que luego irradió hacia sus áreas de influencia-, Sebastián Piñera marcará la historia de Chile por la impunidad respecto de su responsabilidad política en las violaciones de los derechos humanos cometidas durante el llamado estallido social que comenzó el 18 de octubre de 2019 y que tuvo al sistema político en ascuas durante varios meses. Las movilizaciones populares se mantuvieron hasta la llegada de la pandemia de coronavirus donde la administración Piñera, junto a la mayoría de las tiendas políticas institucionales, impuso un estado de excepción, toque de queda y control social que fue minando la fortaleza de la revuelta.
De acuerdo a entidades ligadas a los derechos humanos y al propio Instituto Nacional de Derechos Humanos del Estado de Chile, en el transcurso del estallido social, el gobierno de Piñera, a través de la policía militar y de agentes de las Fuerzas Armadas, asesinó a alrededor de 40 personas; reprimió con violencia inédita las manifestaciones pacíficas; disparó con munición de guerra sobre la población inerme, sus casas y edificios privados; torturó y violó a niñas y niños; mutiló partes del rostro y los ojos de unas 500 personas; llenó los penales de cientos de presos políticos (algunos todavía encerrados, esperando un juicio que no llega) y, en general, arremetió con atropellos y vejaciones similares a las de la dictadura militar contra miles de personas.
Al igual que en otras ocasiones, la elite política del régimen, con el presidente Gabriel Boric a la cabeza, desplazó incluso la gravedad mortal de los incendios en curso, para deshacerse en halagos dedicados a la figura de Sebastián Piñera.
Junto con decretar tres días de duelo nacional, Boric calificó al recién muerto como «un gran demócrata», a la par que el gremio del empresariado (Confederación de la Producción y el Comercio, CPC) que llamó a Piñera «un defensor de la democracia y hombre de Estado». El expresidente demócrata cristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle dijo que el fallecido «Buscó servir a Chile con gran pasión», mientras que la expresidenta socialista Michelle Bachelet afirmó que «Valoré siempre el compromiso con nuestro país». Ese fue el tono y sentido de los representantes del conjunto del arco de partidos políticos que hacen la presente administración de La Moneda. La sociedad ya sabe cómo quieren ser despedidos los políticos profesionales que ven en la muerte de Piñera, como en un espejo, su eventual retiro por razones mortales.
Por abajo, el pueblo común inundó con bromas de humor negro las redes sociales y los teléfonos móviles. Lo cierto es que Sebastián Piñera, al igual que Augusto Pinochet y tantos otros, se fue sin pagar ni con un minuto de cárcel sus culpas políticas en relación a los crímenes de lesa humanidad infringidos contra buena parte de la comunidad nacional.
La impunidad galopa. Hasta la próxima revuelta, dicen.