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Las diez vidas de Hugo Blanco

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“El gato peruano tiene siete vidas, el gato sueco nueve… Así que tengo derecho a que la próxima ya me toque”, recita Hugo Blanco, sentado en la cafetería de un hostal en el casco histórico de Cusco. En sus 76 años de vida, hasta nueve veces le vio la cara a la muerte, según su propia cuenta. Sin embargo, a medida que avanza en su relato queda claro que se ha dejado unas cuantas veces fuera. Condenas de muerte, tiroteos, secuestros, intentos de asesinato, alguna enfermedad, catorce huelgas de hambre, torturas y cárceles… Y siempre la muerte salió perdiendo. Tan molesto ha resultado este histórico luchador campesino para los sucesivos Gobiernos peruanos que, en una de sus huelgas de hambre, el entonces ministro del Interior se solidarizó con su situación regalándole un ataúd.

Martín Cúneo (Cusco, Perú)
Texto publicado en el nº117 de Viento Sur (ver en PDF)

La reforma agraria empezó desde abajo
Pese a nacer en una familia de clase media decidió, al igual que su admirado escritor José María Arguedas, ser indio. Un hecho marcó su infancia: el hacendado Bartolomé Paz ordenó marcar con un hierro candente sus iniciales en el trasero de un campesino indígena. “Naturalmente el señor Paz no fue detenido, eso no se podía hacer con una persona de respeto. Probablemente ese hecho marcó el sentido de mi vida”, dijo Blanco después de ser liberado de la última de sus detenciones en 2008. En esa ocasión había sido acusado de participar en la recuperación de tierras que habían sido arrebatadas a comunidades indígenas precisamente por el hijo de aquel hacendado.

Después de estudiar y trabajar como obrero en Argentina y de participar en 1958 en las manifestaciones contra la visita del entonces vicepresidente Richard Nixon, volvió a su región natal, el Cusco, para trabajar en una hacienda de La Convención. En esos años, seguía vigente el gamonalismo, un sistema semifeudal heredado de la colonia. El hacendado permitía que el campesino cultivara un pedazo de tierra, pero en pago debía trabajar en la hacienda y realizar toda clase de labores para el patrón: sembrar sus tierras, trabajar como sirviente doméstico (pongo) en la casa del señor, vender sus productos al hacendado a los precios que él mismo decidía, entre una extensa lista de abusos.

José María Arguedas fue quien mejor retrató las humillaciones vividas por los campesinos de las haciendas. El cuento El Sueño del Pongo sigue siendo uno de los favoritos de Blanco. Un patrón maltrataba a su siervo día tras día, lo obligaba a ladrar y a arrastrarse como un perro o alzar las orejas a imitación de las vizcachas. Un día, el pongo se acerca al señor y frente a todos los siervos le dice que la noche pasada soñó con él. El patrón le pide que le cuente el sueño. El campesino procede: el patrón y el pongo están muertos, desnudos los dos frente a San Francisco. El santo ordena a un ángel traer una copa de oro con miel para verterla encima del patrón. “Así tenía que ser”, dice el hacendado. El pongo continúa con el sueño: San Francisco ordena al ángel de “menos valer” que traiga un tarro de gasolina con excremento humano y que lo unte sobre el indio. “Así tenía que ser”, dice el señor. Pero el sueño del pongo no terminaba ahí. San Francisco da su última orden: que se laman el uno al otro por toda la eternidad.

La justicia divina que el pongo de José María Arguedas consiguió en la otra vida gracias a un santo, los campesinos de las haciendas de La Convención y Lares la consiguieron gracias a una huelga indefinida. “Imagínense lo aventurero que es el trostkista Blanco, que tiene a su sindicato en huelga nueve meses, decían los estalinistas de la Federación de Trabajadores del Cuzco”, recuerda. Pero no era una huelga al uso. Cuando un obrero hace huelga, pierde su salario y puede ser despedido. Pero, ¿qué ocurre cuando un campesino hace una huelga que consiste en no trabajar para el señor y dedicarse a cuidar su propia tierra y esa huelga se contagia a todas las haciendas de una región? Es la revolución. La reforma agraria desde abajo.

Eso fue lo que ocurrió en la provincia de La Convención y en la zona de Lares, en el departamento de Cusco, a principios de la década de los 60. Frente a los abusos de los patrones se formaron sindicatos en la zona de La Convención con abogados que defendían a los campesinos y exigían que se discutieran los pliegos de reivindicaciones.

“Como la Policía y el poder judicial estaban en sus manos metían a los cabecillas en la cárcel. A uno de esos sindicatos, en Chaupimayo, es que yo entré”, dice Blanco, con su eterno sombrero de paja, su barba blanca y sus sandalias de indio. Cuando ingresó en el sindicato en el año 1960, tres de sus dirigentes estaban detenidos. “Ahí comenzó la cosa para mí. Hacíamos marchas por los presos, cortábamos durante un día las carreteras y la actividad comercial en la provincia, hacíamos mítines, huelgas de hambre… Y así los sacábamos”. Pero muchos hacendados se negaban a firmar los pliegos de reclamaciones, ni aceptaban reconocer a los sindicatos. Mucho menos discutir con los campesinos.

“Entonces algunos sindicatos decidieron ir a la huelga. Y el campesino estaba feliz, porque tenía más tiempo para trabajar su chacra. Era como un inquilino que por huelga no paga el alquiler”, explica. Las reclamaciones iniciales de los campesinos –que se disminuyera los días de condición, jornadas de ocho horas, el fin de los maltratos físicos, libertad sindical…– fueron sobrepasadas por la huelga, que se convirtió en un cuestionamiento directo a la estructura feudal de la tierra. Llegó a haber cien haciendas en huelga, cien haciendas con reforma agraria con el nombre de huelga. “La reforma agraria la había hecho el campesinado sin saber que estaba haciendo la reforma agraria”, dice. Con la consigna “tierra o muerte”, los campesinos de las haciendas lograron rebasar a la dirigencia de la Federación de Trabajadores del Cusco.

Guerrilla en legítima defensa
Los hacendados comenzaron a portar armas, a disparar al aire, a amenazar de muerte a los “indios ladrones”, tal como los llamaban. Los campesinos denunciaron los hechos a la Guardia Civil pero se encontraban con un muro. “Indios sinvergüenzas, ustedes cara de quejarse, le están robando la tierra al patrón y él tiene derecho para matarlos como perros”, fue una de las respuestas que recibieron, según cuenta Blanco.

Ante la complicidad de la Policía, muchos afectados acudieron a la recién creada Federación Provincial de Campesinos en La Convención.
–Lo único que nos queda es defendernos nosotros mismos –dijo Blanco.
–Compañeros, ya saben que cuando nos emborrachamos podemos dispararnos unos a los otros –decían los “burócratas”.
–Sí, el compañero tiene razón –respondió Blanco–, puede suceder eso, pero para que no suceda lo mejor es que montemos comités de autodefensa bien organizados.

“Y ahí ya no tuvieron más qué decir. Y se aprobó. Cómo sabían que en Chaupimayo estábamos ya preparándonos porque éramos de los más amenazados, la asamblea me eligió a mí por unanimidad para organizar los comités de autodefensa”, recuerda.

Lo primero era conseguir armas. En previsión de un estallido, las autoridades prohibieron su venta en el sur del Perú. “Pero como los comerciantes son capitalistas dijeron ‘ah, las armas están prohibidas en el sur del Perú, eso quiere decir que allá tienen buen precio, vamos a llevar allá’”. Sólo faltaba el dinero para comprarlas. Una noche se llevaron el ganado del hacendado y lo vendieron. “Al día siguiente la carne se vendió más barata que nunca. Con eso había dinero para comprar armas. También los amigos pirotécnicos de los campesinos nos regalaban pólvora para las escopetas. El capataz de una carretera que se construía cerca de Chaupimayo nos dio dinamita y el ingeniero incluso nos enseñó a utilizarla. Nosotros sabíamos que estallaba, pero no que se necesitaban mechas y detonadores”, se ríe Blanco. “Mi camarada Trotsky decía ‘hay que armar al pueblo con la necesidad de armarse’. Cuando la gente siente que tiene que armarse, de donde sea salen, brotan las armas”.

En un principio los grupos de autodefensa cumplieron con su objetivo: los hacendados rebajaron la violencia de las amenazas. Pero las críticas de la derecha al Gobierno militar por permitir esta ‘alteración del orden’ determinó el inicio de una escalada represiva: “Tal como anunció el jefe de la Guardia Civil por radio, primero reprimieron en el sector de la sierra fría, que estaba menos organizado, mataron a un campesino en un mitin. Después se fueron a La Convención y prohibieron que se reúna la Federación Provincial de Campesinos de La Convención y Lares, a culatazos entraban a las asambleas de los sindicatos”.

Hugo Blanco fue detenido en una emboscada en 1963.

De la clandestinidad a la cárcel
En el contexto de esta contraofensiva, un hacendado acompañó a un policía para capturar al secretario general del sindicato local. No encontraron más que a un niño de once años. –¿Dónde está tu papá?
–No sé, señor.
–¿Cómo que no sabes? –gritó el hacendado y amenazó al niño con el arma del policía en el pecho–. Si no hablas, te mato.

“El chiquito, como no sabía dónde estaba, empezó a llorar y de un balazo el patrón le rompió el brazo, en presencia de la Policía. Entonces el compañero vino a buscar ayuda. A mí ya me perseguían en esa época”, cuenta.
–¿A qué autoridad puedo quejarme? –preguntó el padre desesperado.

Reunidos cuatro sindicatos se decidió enviar una comisión encabezada por Hugo Blanco. “Teníamos que pasar dos puestos de la policía antes de llegar a esa hacienda. Uno logramos eludirlo, pero el otro no. Vimos que había gente que iba corriendo a avisar”, dice Blanco. Frente al puesto de la Guardia Civil, un guardia hacía como que leía el periódico.
–Señor, quiero hablar con usted –dijo Blanco.
–Sí, pase –el policía lo invitó a entrar.
–¿Sabe que en esta hacienda el patrón ha herido a un niño? Ahora nos están mandando en comisión para pedirle cuentas al hacendado, pero como no tenemos la suficiente cantidad de armas estamos viniendo a llevar las armas de acá… –decía Hugo Blanco mientras iba sacando el revólver –. Así que usted levante las manos y quédese tranquilo, nosotros vamos a sacar las armas y no va a pasar nada.
–Ah, si ustedes quieren las armas yo se las voy a dar…
–Usted quédese tranquilo, levante las manos o disparo –subió la voz Hugo Blanco. El policía se puso de pie y en vez de levantarlas metió una de las manos en el bolsillo para sacar el arma. Hugo Blanco disparó. El policía alcanzó a sacar el revólver y a disparar, pero ya se caía. “Un segundo más me demoraba y era yo el muerto”, cuenta. “Me abalancé y le quité el revólver. Salimos y rodeamos el puesto. Empezó el tiroteo. Sólo después de una granada de mano casera, se rindió el otro guardia”.

Trajeron al enfermero de Pujiura, el pueblo donde se encontraban, pero no fue suficiente para salvar al policía herido. Según Blanco, “el agente era el guardia que le había dado el arma al hacendado para que disparase al niño, por eso no quería rendirse”.

Poco tiempo después, la columna organizó una emboscada. “Yo no quería que muriera gente. Como no sabíamos de qué lado iban a venir los policías, pusimos a un vigía de cada lado para que nos avisara. Dije que nadie dispare mientras yo no lo hiciera, porque pensaba salir a amenazarles y que nos entregaran las armas. Pero mis compañeros se pusieron nerviosos y mataron a dos policías”. En el proceso judicial Hugo Blanco asumió la responsabilidad por las tres muertes. “Ahora que el caso está cerrado puedo decir que yo no fui”, admite.

Esos tiempos de clandestinidad, entre tiroteos con la policía y noches a la intemperie, contribuyeron a la creación de decenas de sindicatos y la extensión de la huelga campesina. Pero el cerco se estrechaba alrededor de la columna de Hugo Blanco. Según su propio relato, la Guardia Civil tenía órdenes de apresarlo muerto, mientras que las órdenes de la Policía de Investigaciones del Perú (PIP) eran encontrarlo vivo. La suerte volvió a estar de su parte. Un agente de la PIP fue el primero en verlo. “Acá está”, gritó. Pero la Guardia Civil estaba con ellos. “Dispare” fue la orden que emitió el jefe de la Guardia Civil. Como la orden que tenía era apresarlo vivo, el policía de la PIP disparó al aire.
–¡Quieto, saca las manos! –dijo el policía.
–¿Voy a sacar las manos o voy a estar quieto? –contestó Blanco. “Muchas veces en mi vida he tenido miedo, pero en esos momentos acostumbro a estar tranquilo”, dice.

Era mayo de 1963. En el momento de la detención estaba descalzo. Tenía unos zapatos que dejaban una huella característica. Por eso los había ocultado en una cueva cercana junto con otra documentación que por nada del mundo dejaría que la policía encontrase. Hugo Blanco fue trasladado sin zapatos a la oficina de la PIP en Quillamba, capital de La Convención. De ahí fue trasladado en helicóptero al cuartel del ejército en el Cusco.

“Cuando me sacaron de la oficina para llevarme al helicóptero, la gente que se había agolpado en la calle me aplaudió y yo grité ‘¡Tierra o Muerte!’. Me habían capturado pero eso no significaba el final de la lucha”, recuerda. Comenzaban sus años de prisión.

La mecha de la reforma agraria
Pese a su detención, la reforma agraria en el sur de Perú ya estaba en marcha. Hugo Blanco reconstruye la reflexión de los militares que estaban en el poder: “Estos indios se han acostumbrado durante más de diez meses a vivir sin trabajar para la hacienda. ¿Cómo vamos a conseguir que vuelvan a trabajar para el patrón? Eso se va a convertir en un incendio. Mejor sacamos una ley de reforma agraria, pero sólo para esta zona”. Y eso fue lo que hicieron.

Pero cómo era de esperar, la rebelión se extendió por otras zonas de Perú. Para esos años Fernando Belaúnde Terry (1963-1968) había reemplazado al Gobierno militar. “A La Convención le han dado tierras porque agarraron las armas, y a nosotros nada” era, a su vez, la reflexión de los campesinos que se lanzaban a la toma de tierras en todos los rincones del país. “Belaúnde hacía cortar la rebelión a balazos y hubo masacres como en Soltera Pampa en el departamento del Cusco”, dice. En esos años también surgieron las guerrillas de Luis Felipe de la Puente Uceda y del Ejército de Liberación Nacional (ELN), guerrillas clásicas como la cubana, con la idea de crear un foco guerrillero. “Entonces los militares dijeron ‘este Belaúnde va a incendiar todo el país, mejor nosotros tomamos el poder y lo que hemos hecho en La Convención lo hacemos en todo el Perú”, explica Blanco.

Y así lo hizo el Ejército, comandado por Juan Velasco Alvarado, que tomó el poder en 1968 con un programa nacionalista y popular, combinado con recortes en las libertades públicas. La expropiación de las petroleras, la nacionalización de sectores claves de la economía y una amplia reforma agraria que acabó definitivamente con el gamonalismo fueron algunas de las medidas de este general que gobernó de facto entre 1968 y 1975. La reforma agraria de 1969 repartió millones de hectáreas entre comunidades campesinas e indígenas y creó grandes cooperativas producto de la unión de diversas haciendas con el nombre de Sociedades Agrícolas de Interés Social (SAIS).

“El gamonalismo de todas formas hubiera muerto, pero hubiera sido sustituido por el capitalismo agrario. Ahora el Perú sigue siendo, a pesar de que ha avanzando la agroindustria, el país de Latinoamérica que tiene mayor porcentaje de la tierra en manos de los campesinos, ya sea individual o colectivamente, gracias a la lucha del campesinado”, reconoce.

“Sin embargo, a los campesinos no le gustaba eso de las SAIS. Teóricamente eran más revolucionarias que la revolución rusa, toda la tierra estaba ‘colectivizada’, pero en la práctica, quienes se aprovechaban del trabajo colectivo eran tres o cuatro burócratas”, cuenta Blanco. La lucha de los campesinos contra la SAIS se convertiría en los siguientes años en fuente de conflicto con el Estado.

En 1989, durante la primera presidencia de Alan García, Hugo Blanco era secretario de Organización de la Confederación Campesina del Perú (CCP). “Se rumoreaba que la gente de Puno quería tomar las tierras. Pido entonces que me manden a Puno. Entonces la lucha era contra el Gobierno de Alan García, la policía y el ejército, contra la Confederación Nacional Agraria –que era la central campesina que había formado Velasco– y contra Sendero Luminoso, que nos acusaba de traidores al campesinado porque decíamos que había otra forma de lucha que no era la lucha armada. Pero contra todo eso logramos recuperar 1.250.000 hectáreas de las SAIS para las comunidades, reformando la reforma agraria de Velasco”, afirma orgulloso.

Hugo Blanco grita “¡Tierra o Muerte!” en el Consejo de Guerra de Tacna, en 1966.

Tierra o muerte”
Tras su detención permaneció tres años incomunicado a la espera de juicio. Un tribunal de la Guardia Civil iba a ser el encargado de condenarle. Antes de que comenzaran las sesiones, en 1966, este tribunal mandó un mensajero para llegar a un acuerdo.
–Usted está entre la pena de muerte y los 25 años. Pero hay una posibilidad para que se libre. Usted se declara enfermo, nosotros ratificamos que está enfermo y lo deportamos al país que usted elija.
–Gracias, gozo de perfecta salud –respondió Blanco. “Hubiera sido una traición al pueblo peruano aceptar la oferta, pues así perdía la oportunidad de denunciar en la audiencia pública, el horror del sistema de hacienda y el rol servil de la policía”, explica.

El juicio se realizó en Tacna, una ciudad cercana a la frontera con Chile, en medio del desierto, que nada sabía de su caso. “Aprovechamos políticamente la audiencia. Durante tres años les habían repetido a los compañeros que detuvieron conmigo que lo único que tenían que decir para librarse es que eran campesinos analfabetos, que el comunista Hugo Blanco los había engañado. Pero ninguno dijo eso”. Cuando Hugo Blanco entró en la audiencia pública después de no saber de sus compañeros en tres años vio que eran como 20.
–¡Tierra o muerte! –gritó Blanco.
–¡Venceremos! –gritaron los 20.

Uno de los fiscales solicitó la pena de muerte para Hugo Blanco. Cuando el juicio estaba acercándose al final parecía claro que la sentencia sería condenatoria.
–¿Tiene algo que agregar? –dijo el juez.
–Sí–dijo Blanco –. Si los cambios sociales que ha habido en La Convención merecen la pena de muerte, estoy de acuerdo con ella. ¡Pero que sea éste [señalando al que la había pedido] quien dispare con su propia mano! ¡Que no manchen con mi sangre las manos de un subalterno porque ellos son hijos del pueblo y por lo tanto mis hermanos!

Antes de que la sentencia fuera leída, Hugo Blanco volvió a gritar “Tierra o muerte”, pero en esa ocasión, además de sus antiguos compañeros, todo el público respondió la arenga. El juez no tardó en desalojar la sala. Veinte años después Tacna fue la ciudad que más votó por él cuando se presentó como candidato a la Asamblea Constituyente.

La condena fue al final de 25 años. La campaña internacional para pedir su liberación y contra la pena de muerte fue masiva. Personalidades como Jean Paul Sartre o Simone de Beauvoir fueron las caras más visibles. “Amnistía Internacional me defendió ardorosamente. Y eso que sus estatutos señalaban que no defendía a quienes ejerzan o pregonen la violencia. Comprendieron que actué en legítima defensa. Su sección sueca me declaró el preso del año y sacó un enorme afiche”, dice. La campaña funcionó. La opción de la pena de muerte fue desechada, no así la condena de prisión.

El grupo de campesinos cusqueños juzgado con Hugo Blanco (a quien se ve en la segunda fila, a la izquierda, rodeado de tres policías, los mismos que lo sujetan en la foto de abajo).

Los exilios de Hugo Blanco
Cuando el general Juan Velasco Alvarado llegó al poder en 1968, Hugo Blanco llevaba cinco años en la cárcel. “En diciembre de 1970 Velasco me mandó una mensajera, una compañera del Partido Comunista”, recuerda.
–Si tú te comprometes a trabajar para la reforma agraria de Velasco mañana mismo sales de esta prisión.
–No, gracias, ya me he acostumbrado a vivir acá –. Blanco se explica mientras se sirve otro mate de coca: “No iba a trabajar para un gobierno. Una cosa es ser diputado, ser alcalde, ser regidor, donde uno puede decir lo que piensa. Otra cosa es trabajar para un Gobierno, donde uno tiene que decir que todo está bien. Otros dos presos políticos se habían comprometido a trabajar con Velasco y fueron liberados. ¿Qué iba a decir la gente si los liberaba a ellos y a mí me dejaba preso? Así que liberó a todos, pero a mí me prohibieron salir de Lima y por último me deportaron”.

Tras un breve paso por México volvió a Argentina, donde había vivido en los años 50. Antes de viajar visitó el consulado argentino en México, donde consiguió una visa por tres meses, a pesar de que no era necesaria. Cuando llevaba un mes en Argentina fue encarcelado en la prisión de Villa Devoto, precisamente, por permanencia ilegal. Era el año 1971, gobernaba el general Alejandro A. Lanusse. En un principio lo destinaron con los presos comunes. Allí lo reconocieron.
–Che, ¿vos sos peruano?
–Sí, soy peruano.
–Mis respetos, viejo, ustedes trabajan muy bien –dijo un recluso. Pero no por la lucha en el campo. “El preso era carterista y entre los carteristas los peruanos son los mejores”, se ríe.

Entre todas las prisiones por las que pasó, Villa Devoto sigue siendo de la que guarda peor recuerdo: “Pronto se dieron cuenta de que era político y me mandaron con los del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Pucha, ahí la represión fue jodida. Llegaban y gritaban ‘¡alto!’ y todos teníamos que quedarnos quietos y decían ‘¡sáquense la ropa, desnúdense!’, ‘¡agarren sus cosas, afuera, a la celda de al lado, vístanse, de cara a la pared, sin hablar!’. Mientras tanto, escuchábamos ruido en nuestro pabellón. Al volver al ajedrez le faltaban seis piezas, habían roto las cartas de la mamá, de la enamorada, las fotografías…”.

La denuncia internacional de su encarcelamiento le abrió las puertas del Chile de Salvador Allende. El primer golpe militar en Chile contra el gobierno de Allende, en junio de 1973, lo sorprendió cuando militaba en el cinturón industrial Vicuña Mackenna, donde era el responsable del boletín informativo. Hugo Blanco se encargó de señalar en el boletín los siniestros parentescos con los alzamientos militares que acabaron con el gobierno de Juan Domingo Perón en Argentina. En ambos casos, el golpe de prueba fue en junio, el definitivo en septiembre. En estos cuatro golpes de Estado, Blanco fue un testigo privilegiado.

Hugo Blanco durante su estadía en Argentina.

Argentina y Chile, junio y septiembre
En 1954, antes de convertirse en líder campesino, había viajado a Argentina para estudiar Agronomía en La Plata, donde vivía su hermano. “Desde antes, se empezaba a preparar el golpe. El ambiente en la universidad se hacía irrespirable, porque todos los estudiantes eran de clase media y estaban con el golpe. Le dije a mi papá que no me enviara más dinero, que no iba a estudiar más”, cuenta. Había empezado a trabajar de obrero en Berisso, cerca de La Plata, cuando la fuerza aérea bombardeó la Plaza de Mayo dejando 364 civiles muertos. Era el golpe militar del 16 de junio. “Todos a los camiones, golpe en Buenos Aires”, fue la consigna. “Los del Gran Buenos Aires fueron los primeros en llegar, asaltaron las armerías, quemaron las iglesias, quemaron el arzobispado”, recuerda.

Pero los militares argentinos aprendieron la lección. El siguiente golpe, en septiembre del mismo año, no se inició en Buenos Aires, sino en Córdoba, en el interior del país. “Perón dijo ‘ustedes tranquilos, yo voy a sofocar eso’. Mandó una guarnición para que aplastara a los insurrectos y la guarnición se plegó al golpe. Perón decía que ‘la obligación de los obreros es ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa’, que no había que hacer como esos comunistas que quemaron las iglesias y asaltaron las armerías. Pero había sido el pueblo peronista el que había hecho eso. Hasta que sólo quedó Buenos Aires”, relata. La marina amenazó con bombardear la capital si Perón seguía en el poder. Perón finalmente dimitió y huyó del país.

Para Hugo Blanco, en Chile pasó algo parecido. Cuando llegó el golpe de junio, los obreros del cordón Vicuña Mackenna organizaron la resistencia.
–¿Ya han nombrado a los mensajeros para comunicarse con las otras fábricas? –preguntó Hugo Blanco.
–Compañero, esto no es Chaupimayo, acá hay teléfono –le dijeron.
–¡¡Han cortado!! –se escuchó el grito poco después cuando las líneas quedaron inutilizadas por el ejército.

“Unos compañeros estaban encargados de la defensa armada, y tenían que reunirse… pero no se reunían. ‘¿Va a haber reunión o no va a haber reunión?’, preguntamos. Hasta que al final nos dijeron la verdad. Tal fulano del partido socialista lo frena a Allende, Allende lo frena a [Carlos] Altamirano, Altamirano frena al sector Cordillera y el sector Cordillera nos frena a nosotros. No quieren que nos armemos porque hay militares constitucionalistas que apoyan el régimen y el partido no quiere perder su apoyo. Uno de esos militares constitucionalistas era Augusto Pinochet. Frenaban, frenaban, hasta que ya fue demasiado tarde…”, se lamenta.

Pero a Hugo Blanco le quedaban todavía muchas vidas. “El subjefe de operaciones metió fuego a los archivos y se defendió a tiros. Lo mataron, pero pudo destruir los archivos”. Desde la clandestinidad empezó a buscar la forma de abandonar el país, pero todas las embajadas estaban custodiadas por la policía. En esta ocasión no fue la suerte ni su pericia lo que le salvó la vida, sino la ayuda del embajador sueco Harald Edelstam. “El embajador mandó que me afeitara, que me pusiera el terno de su hermano, corbata negra, anteojos, me hizo lavar la cara, me hizo sacar una foto y me dio un carné: Hans Blum, consejero de la embajada sueca. En su carro salí, mostré el documento, no abrí la boca por supuesto y me dejaron pasar. Y allí en la residencia del embajador mexicano había muchos extranjeros más. Nos acompañaron cinco carros de las embajadas, porque a otros exiliados los capturaron entre la embajada y el avión. De ahí fui a México. Una vez allí, de Chile me dieron la noticia de que me buscaban y ofrecían recompensa por mi captura”, recuerda.

Secuestrado en la operación Cóndor
En 1973 Hugo Blanco se instaló en Suecia. Después de recorrer buena parte de los países de Europa Occidental dando charlas sobre el golpe de Chile, emprendió una gira por EE UU. Cuando estaba por concluir su recorrido por 48 ciudades hablando sobre James Carter y la violación de los derechos humanos en América Latina, estalló una gran huelga general en Perú. Era julio de 1977. “Dejaron entrar a los exiliados, llamaron a la Asamblea Constituyente y yo regresé con mi proyecto de Constitución ultraizquierdista bajo el brazo”, cuenta. Catorce años después de su detención Hugo Blanco volvía a pisar suelo peruano como un hombre libre y como candidato a la Asamblea Constituyente por el Frente Obrero Campesino, Estudiantil y Popular (FOCEP). “Había espacios de televisión gratuitos para los candidatos, y en ese momento se había vivido un paquetazo, una alza de precios tremenda, y yo estaba deprimido, pensaba que lo iba a hacer mal”, recuerda. Pero no tardó en inspirarse.
–Bueno, compañeros, acabamos de sufrir un paquetazo terrible –dijo Hugo Blanco en la televisión–. ¿Qué hacer contra eso? ¿Votar por mí? No, que voten por mí o que no voten por mí da igual, lo que tenemos todos nosotros que hacer es estar todos como un puño los días 27 y 28 que ha llamado la Confederación Nacional de Trabajadores del Perú a un paro. ¡Todos en el paro!

El espacio gratuito era para hacer campaña electoral, no para fomentar la huelga. A las cinco horas, “así candidato y todo”, volvía a estar preso. Pero esta vez el Gobierno peruano tenía pensado un destino diferente para el líder campesino, una solución definitiva para su caso: la Argentina del general Videla. En un avión del ejército Hugo Blanco, junto con otros detenidos políticos, fue conducido hasta Jujuy, en el norte Argentino.
–Bueno, pueden salir en libertad –les dijeron los militares argentinos.
–Yo no quiero salir en libertad –dijo, con la certeza de que una vez que firmara la libertad sería asesinado, como ocurrió con tantos otros desaparecidos de las dictaduras latinoamericanas.

Los militares lo trasladaron en una avioneta a Buenos Aires, donde volvió a visitar los calabozos de la policía de investigaciones. Pero los tiempos habían cambiado. En los días siguientes fueron llegando los otros detenidos peruanos. “Afortunadamente un periodista de Jujuy vio cómo bajábamos del avión y sacó una foto, por eso no nos desaparecieron”, explica. Según Hugo Blanco, el secuestro era parte de la operación Cóndor. Investigaciones posteriores apuntan a que Francisco Morales Bermúdez, presidente peruano de facto entre 1975 y 1980, permitió el secuestro y deportación de cuatro miembros del grupo Movimiento Peronista Montonero residentes en Perú. Su eliminación sería un favor a cambio de este servicio prestado. Pero aquella foto desbarató sus planes. Quedaba Hugo Blanco para rato. “Tuvieron que darme un pasaporte y dejarme ir”, dice.

Hugo Blanco dirige en la actualidad el periódico Lucha Indígena. En la foto, un momento de la entrevista en un hostal en Cusco.

Café Molido
Poco después de ser elegido para la Asamblea Constituyente, Hugo Blanco regresó a Perú. En 1980 fue elegido diputado por el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), sección peruana de la Cuarta Internacional, en una histórica votación. Un viejo conocido, Fernando Belaúnde Terry, volvía a ser presidente e inauguraba la política de violaciones de los derechos humanos en la guerra contra Sendero Luminoso. En 1983, ante los ataques indiscriminados de Sendero y la política de “tierra arrasada” del Ejército en las zonas de emergencia, un juez de provincia propuso iniciar negociaciones con Sendero. Ante los ataques a este juez, Blanco defendió la postura de la negociación en una sesión parlamentaria.
–Precisamente es con nuestros enemigos con quienes tenemos que conversar. Por ejemplo yo no tendría ningún problema en conversar con asesinos como Hitler, Pinochet o el General Noel – dijo Blanco en referencia al militar impuesto como jefe político del departamento de Ayacucho.
–¡¡Que retire la ofensa!! Ha dicho que el general Noel es un asesino –saltó un diputado de la derecha.
–Sí, es verdad, tiene razón –fue la respuesta de Hugo Blanco–, retiro lo de asesino, el general Noel no es asesino, es genocida.

Cuatro meses de suspensión fue el resultado de la sesión parlamentaria. Los periodistas lo rodearon y Blanco explicó las razones políticas de su actitud.
–¿Y de qué va a vivir? – le preguntó un reportero de un periódico chicha [sensacionalista].
–He sido obrero, pero ninguna fábrica me va a contratar, he sido campesino, pero no voy a volver a sembrar, he vendido café molido, algo de eso haré –contestó Blanco.

Al día siguiente no publicaron ninguna de sus declaraciones políticas. Solamente un periódico chicha tituló Hugo Blanco no pateará latas, venderá café molido, probablemente en referencia al mayor éxito internacional del músico venezolano Hugo Blanco, Moliendo Café. “Me dio rabia que no hayan publicado nada de lo que había dicho, pero pensé ‘¿y si me pongo a vender café?’. Voy a ser el ambulante más publicitado del Perú”. Y así fue. El diputado suspendido se instaló a las afueras del mercado central, no muy lejos del Parlamento. El café era bueno y Hugo Blanco era buen reclamo publicitario, así que no le costó mucho hacerse un lugar junto a los otros vendedores callejeros. En una ocasión, un periodista se acercó al vendedor ambulante más famoso de Lima.
–Oiga, ¿no le da vergüenza estar vendiendo café molido?
–Mire, a pocas cuadras de acá los otros parlamentarios están vendiendo el país, pregúnteles a ellos si eso no les da vergüenza.

Pucallpa
Después de terminar su mandato en el Congreso, fue elegido secretario de organización de la Confederación Campesina del Perú (CCP). Desde allí conoció de primera mano el carácter “especialmente sangriento” del presidente Alan García. “Durante su primer Gobierno [1985-1990] había ofrecido comprar la cosecha de maíz de los serranos que vivían en la ceja de selva en la zona de Pucallpa. La gente en principio estaba contenta, pero el Gobierno llevaba meses sin pagar por el maíz que habían comprado”. En febrero de 1989, los campesinos de la región amazónica de Ucayali fueron a la huelga para que el Estado pagara lo que debía, entre otras reivindicaciones.

Como representante de la CCP, Blanco viajó a la selva. Las comunidades nativas y campesinas cortaron carreteras con troncos y bloquearon ríos con sus embarcaciones. Los suministros dejaron de llegar a Pucallpa. Después de tres semanas de huelga y paralizaciones, los campesinos consiguieron resolver algunas demandas locales y acordaron terminar con la medida con un mitin de celebración y levantamiento del paro.

Cuando los campesinos estaban en la plaza central cantando el himno nacional la policía empezó a disparar a la multitud. Murieron 23 campesinos y otros 28 fueron declarados desaparecidos, según un informe de la organización de defensa de los derechos humanos Aprodeh.

“Apenas empezaron las balas me escurrí de ahí, me fui al local de la Federación y me encerré en un cuarto. Empezaron a golpear la puerta y tuve que abrirla antes de que la rompieran. Me tumbaron en el suelo y me sacaron entre golpes. Con la cabeza tapada con una de las mantas me metieron en un carro”, relata Blanco. De la sede de la federación local lo llevaron al cuartel de la policía donde lo arrodillaron entre patadas y puñetazos. “Cuando estaba cansado me sentaba y a puntapiés me levantaban”, cuenta.

Pero tampoco iban a poder acabar con Hugo Blanco en esa ocasión. Un integrante de la Confederación Campesina fue testigo de la detención y telefoneó a la central nacional en Lima. Desde allí llamaron inmediatamente a la secretaría general de Amnistía Internacional en Londres. Cuando llevaba dos horas detenido, el presidente Alan García comenzó a recibir cartas pidiendo la liberación de Hugo Blanco. “Entonces ya no me podían hacer desaparecer”, cuenta. Lo trasladaron a Lima y un juez volvió a tomarle declaración.
–¿Estuvo un fiscal cuando le detuvieron?
–Puede ser que estuviera, debe de ser alguno de los encapuchados que me golpeaban –contestó.

El cuarto exilio
Hugo Blanco fue elegido senador en 1990, pero perdió su escaño dos años después por el autogolpe de Alberto Fujimori. La escalada represiva del régimen volvió a poner en riesgo su vida. A la sentencia de muerte del Servicio Nacional de Inteligencia encabezado por Vladimiro Montesinos se le sumó otra amenaza: Sendero Luminoso también lo había incluido en su lista negra. “Sendero me sentenciaba por traidor, porque todos los que no estaban con ellos eran considerados traidores, por haber participado en la traidora lucha por la tierra de Puno, porque decía a los campesinos que hay otra forma de lucha que no sea la lucha armada. Por eso, mi cuarta deportación fue voluntaria”.

Las consecuencias de 20 años de conflicto armado (1980-2000) contribuyeron a desarmar el poderoso movimiento campesino peruano. “Hubo 70.000 muertos, la mayoría de ellos indígenas. La Comisión de la Verdad dice que Sendero ha matado más, yo no creo eso, pero Sendero también mató a muchos, ha matado a dirigentes obreros, ha matado a dirigentes de tomas de tierra… También sirvió como excusa al Gobierno para asesinar a líderes campesinos, para meterlos presos, para torturarlos… Todo eso llevó a un retraso tremendo. Antes de Sendero, la Confederación Campesina del Perú tenía bases en casi todo el país. Después de la guerra interna, en tres o cuatro departamentos, nada más. Ésa es una de las razones de ese retraso frente a Bolivia y Ecuador, donde el movimiento indígena ha impulsado todo tipo de transformaciones”, explica.

Desde Lucha Indígena, el periódico que dirige desde Cusco, Hugo Blanco ha conseguido incluir en su discurso una interpretación de las luchas sociales a medida de los nuevos tiempos. Muchos de los principios del zapatismo, del movimiento indígena y de las luchas por el medioambiente han ido actualizando su visión del mundo.

“La diferencia fundamental es que ahora la agresión del neoliberalismo a la naturaleza es mucho más grave. Y la principal víctima de esa agresión son los pueblos indígenas. Toda la gente se alimenta de vegetales y animales, pero la gente en las ciudades cree que todo eso lo produce el supermercado. Por eso no les importa lo que suceda en el campo. La gente del campo, que es la que menos disfruta de las ventajas de la civilización, es la que está más ligada a la tierra y sabe que de la tierra le viene la vida. Por eso es que se juega la vida, como en Bagua, como hoy en día en Espinar, como hoy en día en Canchis o en Cocachacra”, dice Hugo Blanco en referencia a tres de las principales luchas ambientales en Perú que han conseguido detener hasta ahora la actividad depredadora de las multinacionales.

“¿Quién manda acá? ¿Manda la [minera] Southern Peru y su sirviente el Estado peruano, o manda la colectividad de Cocachacra organizada? Manda la colectividad de Cocachacra organizada. Dicen que no hay vanguardia política en el Perú. Hay vanguardia política, está en Canchis, en Espinar, en Cocachacra, ésa es la vanguardia política. Y a esa vanguardia debemos apoyar”, sostiene.

Empieza a anochecer en Cusco. Una tarde apenas alcanza para asomarse a las diez vidas de Hugo Blanco. Cuando se cumplen los cien años del nacimiento del José María Arguedas, sostiene que este antropólogo “se sentiría feliz” por los avances del movimiento indígena y el fortalecimiento de los principios que definen a estos pueblos: “No solamente defienden a la madre tierra sino también una forma de organización democrática. Donde hay pueblos indígenas hay comunidades. Y en algunas partes ya existen comunidades de comunidades. En el Cauca (Colombia), o los indios kuna en Panamá, están construyendo también la nueva sociedad. Como dijo el subcomandante Marcos, ‘no se trata de tomar el poder, se trata de construirlo’. Ellos lo están construyendo sin conocer la existencia del sub o de los zapatistas”, concluye Blanco.

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