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Argentina: sin margen para la paciencia

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JACOBIN

VALENTINO CERNAZ

La profunda crisis económica argentina se conjuga con un creciente descontento social. Aunque sus causas son diversas y sus síntomas identificables, sus consecuencias todavía no se definen con claridad. Con las elecciones generales a la vuelta de la esquina, vale preguntarse hasta dónde puede llegar esta situación.

Imagen: Más de 300.000 personas en la movilización convocada por Unidad Piquetera y UTEP al Ministerio de Desarrollo Social el pasado 19 de mayo en Buenos Aires.

Medido en relación a la calidad de vida en general y la evolución del salario real en particular, el hecho de que los últimos dos gobiernos han fracasado en la Argentina es un dato objetivo de la realidad. Ni Mauricio Macri, a la cabeza de un proyecto esencialmente de las élites económicas, ni Alberto Fernández, que llegó a la presidencia con el apoyo de Cristina Kirchner y una amplia coalición antimacrista de absoluta mayoría peronista, obtuvieron resultados satisfactorios. El primero de los dos se presentó a la búsqueda de su reelección en 2019 y perdió por una considerable diferencia; el segundo ni siquiera será candidato en este 2023. Las encuestas indican con claridad que ambos conservan una pésima imagen pública.

Los diversos motivos de sus respectivos fracasos se han analizado in extenso en otros artículos. Aquí nos proponemos poner el ojo en los efectos —bien concretos— que estos gobiernos fallidos han generado en el estado de ánimo de la sociedad argentina. En definitiva, estamos hablando de nada menos que siete años de un marcado deterioro en las condiciones de vida de las mayorías. Y esto sin dejar de considerar que varias dificultades y limitaciones de la economía argentina se empezaron a manifestar con anterioridad, desde el segundo período de gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.

La primavera kirchnerista ha quedado muy lejos en el tiempo. El debate público ha girado de forma evidente hacia la derecha (como demuestra elocuentemente, por ejemplo, el viraje en el discurso del expresidente Macri desde 2015 a la fecha), y el descontento en la sociedad crece progresivamente. Esta combinación de situaciones tiene diversas causas y se expresa a través de múltiples síntomas, pero con un año 2023 surcado por el calendario electoral, lo más importante a corto plazo son las consecuencias que podrían llegar a engendrar.

Con las presidenciales cada vez más cerca, los estudios de opinión pública plantean un escenario en el que la polarización que signó los últimos procesos electorales aparece debilitada. La oposición entre el kirchnerismo y el macrismo, con sus respectivos aliados y frentes electorales, ya no es tan preponderante. Por el contrario, el dato para las distintas consultoras parece ser el surgimiento de una tercera fuerza que amenaza con alcanzar un escenario de tres tercios (en el cual, incluso, podría terminar entre los dos primeros lugares de la elección). Ese tercero en discordia es La Libertad Avanza, de Javier Milei.

La lógica del conflicto palaciego perpetuado entre el Frente de Todxs y Juntos por el Cambio, así como las disputas al interior de ambas coaliciones, hace lo suyo para el crecimiento de esta tercera fuerza. El fenómeno Milei es, ante todo, hijo de los fracasos de los últimos dos gobiernos. El debate público argentino se ha derechizado y en ese marco su figura se consolida (acicateada, además, por un contexto internacional en el que crecen las fuerzas de extrema derecha).

Esto no quiere decir que de la noche a la mañana la sociedad argentina haya abrazado de manera masiva las ideas de Friedrich August von Hayek o Milton Friedman. Más bien se trata de una atracción por un candidato que expresa enojo, no carga sobre sus espaldas prácticamente (al menos en la superficie) ninguna responsabilidad por la crisis y, al mismo tiempo, plantea una rotunda impugnación —con algunos matices no muy relevantes a efectos prácticos— a la totalidad del sistema político bajo la potente idea de «casta». Con la dolarización como leitmotiv, ofrece una solución mágica (más allá de su altamente improbable aplicación práctica) a dos problemas recurrentes en la economía argentina, estrechamente vinculados, que se expresan con especial crudeza en la actualidad: la inflación y la falta de divisas.

Aun así, sigue persistiendo un considerable grado de incertidumbre respecto de cuánto de este enojo que Milei canaliza con eficacia se va a expresar efectivamente el día de la elección. Muchas veces se ha planteado que el electorado se torna «más conservador» a la hora de depositar su opción en la urna (dicho de otra manera, que a la hora de la verdad, los candidatos con poca historia y escasa estructura tienden a desinflarse). Sin embargo, los antecedentes recientes de, por ejemplo, Pedro Castillo en Perú o Rodolfo Hernández en Colombia, más allá de sus ideas, dan cuenta de que esto no necesariamente es siempre así. Sin caer en la subestimación pero tampoco en el catastrofismo, de lo que se trata es de comprender y analizar el fenómeno considerando la mayor cantidad de aristas posibles.

Otra fuerza política que eventualmente podría canalizar descontentos es el Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT-U). Luego de un magro desempeño en 2019, el espacio obtuvo resultados históricos en el año 2021, con el papel destacado de Alejandro Vilca en la provincia de Jujuy. El debilitamiento del peronismo en general y del kirchnerismo en particular pone a la izquierda trotskista ante la oportunidad de ungirse como una opción electoral a considerar para al menos una parte de la clase trabajadora del país. Sin embargo, para constituirse en una alternativa de peso este espacio todavía debe superar limitaciones que le son históricas, tanto a la hora de interpelar a las mayorías y escapar a su endogamia característica como al momento de posponer disputas internas que dejan al descubierto no pocas limitaciones tácticas.

Por otra parte, que el creciente rechazo de la sociedad hacia la clase política se vaya a expresar a través del ausentismo o el voto en blanco a nivel masivo en las elecciones no parece muy probable considerando los antecedentes más recientes. Esto no sucedió de forma significativa ni siquiera en el año 2003, a la salida de la megacrisis de 2001. Incluso en 2021, siendo elecciones de medio término y en pandemia, si bien la participación fue relativamente «baja» en términos nacionales, se ubicó alrededor del 70%. Aunque en política (y menos en la argentina) nunca puede descartarse del todo ninguna posibilidad, de suceder esto en 2023, estaríamos ante un fenómeno verdaderamente novedoso. Algunas de las recientes elecciones provinciales han presentado porcentajes de voto en blanco superiores a lo habitual, marcando un antecedente a observar en este sentido.

Sin margen para la paciencia

En las últimas semanas ha tenido lugar un hecho que, más allá de la obligada (y amarillista) cobertura en los programas de noticias mainstream y de algún eco en clave jocosa en redes sociales, ha quedado en buena medida sin analizar. Nos referimos a la agresión por parte de los trabajadores de los colectivos hacia el ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, la cual —pensamos— debe entenderse como un evento sintomático.

A pesar de las peculiaridades del delito que motivó la protesta, de los esbozos conspiranoicos alrededor del asunto y del estilo particularmente provocador del protagonista, romper la barrera de la violencia física contra una autoridad política es algo que tiene mucho que ver con la coyuntura de un Estado con una autoridad debilitada y una clase política que desde hace tiempo no resuelve los problemas de la sociedad. Se trata, además, de un acontecimiento particular, debido a que le ha sucedido al ministro de un gobierno peronista, en una locación tradicionalmente peronista y, sobre todo, por parte del sujeto que el peronismo históricamente ha convocado: los trabajadores.

No son pocas las oportunidades de la historia reciente de la Argentina en que distintos sectores han tratado de «vender un 2001» a medida de su conveniencia. No debemos pensar que estamos a las puertas de una nueva crisis de esas magnitudes, pero sí que hay condiciones objetivas para que el descontento crezca de tal forma que las instituciones ya no puedan contenerlo. Las formas que podría adoptar son disímiles y numerosas. Pero ciertamente existe el riesgo de pasar de una sensación de apatía y rechazo a la clase política a una situación de violencia desencadenada. Los estallidos sociales, nos han demostrado Chile y Colombia hace pocos años, pueden suceder de forma aparentemente repentina y tras alguna circunstancia que parezca poco relevante, como un aumento en el boleto del subte. Una vez más: ni subestimación, ni catastrofismo.

Con la disconformidad y el descontento en aumento constante, resulta lógico pensar que la sociedad demandará al próximo gobierno efectos positivos concretos y a corto plazo sobre sus condiciones de vida. Las expresiones de la derecha, sean moderadas (como Horacio Rodríguez Larreta) o radicalizadas (como Patricia Bullrich o Javier Milei) que se proponen gobernar la Argentina en el próximo período, pueden llegar a caer en la ingenuidad política de creer que, dadas las condiciones subjetivas a priori favorables y dado el hecho de que el gobierno actual no es de su signo político, la paciencia será larga. Eso no es así: la próxima gestión, más allá del sello al que represente, no contará con un cheque en blanco para su administración, ni tampoco con una «luna de miel» de mediana o larga duración.

En caso de aplicar —como vienen esbozando, de manera más o menos explícita, las fuerzas políticas de derecha— la dogmática medida de recortar sensiblemente los programas sociales, estarían derribando uno de los muros de contención fundamentales para los sectores más vulnerables de la sociedad. Así, salvo que fueran capaces de crear, con una magnitud y una velocidad solo viables en el pensamiento mágico, millones de puestos de trabajo formal con salarios muy por encima de la media actual, estarían precipitando un drástico aumento de la conflictividad social.

Pero la posibilidad de que el descontento se comience a expresar de otras formas se presenta como un condicionante para el sistema político en general (y no parece que vaya a desaparecer en lo inmediato, menos aún con el Fondo Monetario Internacional sobrevolando la economía argentina). Si logra la reelección, el Frente de Todos hará bien en asumir que tampoco contará con ningún «período de gracia» por parte del electorado.

Los resultados se esperarán pronto porque la tardanza ya ha sido lo suficientemente larga. De no darse las mejoras económicas y sociales que la sociedad reclama, la resolución de las tensiones dependerá de factores diversos (entre los que se pueden enumerar la organización de la resistencia popular, la narrativa política oficial que se construya, el ordenamiento que lleven adelante las distintas fuerzas políticas, el papel de los medios de comunicación, etc.), pero siempre estarán latentes. Si no ha estallado hasta ahora ello se debe, al menos en parte, al papel de apaciguador de las tensiones que representa el acto electoral, a pocos meses de distancia. Pero el gobierno que venga, sea del signo político que sea, deberá tener en cuenta que el plazo para la paciencia popular hace tiempo que expiró.https://www.facebook.com/plugins/likebox.php?href=https%3A%2F%2Fwww.facebook.com%2Fjacobinlat&width=250&height=290&colorscheme=light&show_faces=true&header=true&stream=false&show_border=false&appId=107533262637761COMPARTIR ESTE ARTÍCULO FacebookTwitter Email

VALENTINO CERNAZ

Estudiante de Sociología (Universidad de Buenos Aires). Escribe artículos de análisis político en diversos medios de comunicación.

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