EL PORTEÑO
por Juan García Brun
En estas mismas páginas he fijado mi crítica a la posición política de Neruda. El vate fue un estalinista de toda su vida y como tal prestó auxilio a Siquieiros para que huyese de la justicia por haber participado en un atentado a Trotsky y siguiendo los vaivenes del PC dedicó loas a Fulgencio Batista y a Gabriel González Videla, siniestras figuras de la contrarrevolución. Sin embargo, lo expuesto no impide considerarlo el mayor poeta contemporáneo de nuestra lengua. Su obra portentosa y universal es de una magnitud tal que la poesía en castellano sería indiscernible de lo que es hoy si nos abstrajésemos de su contribución literaria. Visto de esta forma la obra nerudiana —enteramente autónoma de las miserias de la vida doméstica de su autor— es una conquista cultural, civilizatoria cuya apropiación por los trabajadores forma parte de la lucha general de los explotados por su emancipación social.
Hace unos días me tocó visitar la casa de Neruda en Valparaíso, La Sebastiana. Lo hice siguiendo el itinerario que ha dispuesto la Fundación Neruda que administra los cuantiosos recursos que produce la obra nerudiana. Para ahorrar recursos la fundación despidió a los guías de la casa y los reemplazó por unos aparatos electrónicos que permiten ir escuchando unas narraciones que describen las habitaciones de la legendaria vivienda del poeta. Estas grabaciones describen la infamia a que ha sido sometida su figura. En efecto, si cualquier turista o niño se guía por esas grabaciones debe obligadamente concluir que Neruda era un burgués fiestero, que gustaba juntarse con sus amigos europeos a preparar tragos y a disfrazarse. Esta descripción —la de un bobo de marca mayor— es moneda corriente en la intelectualidad burguesa y obedece a una posición de clase frente a su obra. Sin ir más lejos la insufrible película «Neruda» de Pablo Larraín reproduce esta versión que no temo en calificar de criminal, como también lo es el haber elegido a Luis Gnecco —un modesto payasito de derecha— para representar al poeta.
Esta sorda e imperceptible campaña de demolición de la imagen de Neruda por parte de la intelectualidad del régimen es un reflejo opaco, pero reflejo al fin, de la importancia del poeta para el pueblo. Porque si Neruda hubiese sido un indolente bohemio de la pequeña burguesía se hubiese adaptado cómodamente a la Dictadura como lo hizo sin ir más lejos, Nicanor Parra. Pero la historia fue muy otra: a Neruda —como comenzamos a saber en estos días— lo mataron. A Neruda lo mataron no por ser un sibarita ni un vividor, sino porque encarnaba las más nobles tradiciones del pueblo explotado chileno, de eso no hay duda y para el que se atreva a dudarlo que vea la grabación que dejamos la final de esta nota en que un puñado de militantes de la Unidad Popular, rodeados de militares, en momentos en que por todo Chile se fusilaba a compañeros en las calles, cantan heroicos La Internacional. No solo la investigación judicial, los hechos históricos, el allanamiento y saqueo de su vivienda, ponen de manifiesto que Neruda fue asesinado por la Dictadura de Pinochet.
La develación de este hecho —si al Partido Comunista de Chile le quedara un átomo de dignidad política— fundamentaría largamente una campaña en reivindicación de la figura del poeta y de la exigencia de castigo a sus asesinos. Pero sabemos que esa gente está en otras cosas, cosas como pactar con el enemigo y reformar la Constitución para que todo siga igual. Esa gente tiene cargos y prebendas que defender enteramente extrañas al reclamo de justicia. Porque no hay justicia ni para Neruda, ni para ninguno de sus militantes, ni para ninguno de los caídos.
La campaña contra Neruda no podemos dudar de calificarla de macartista, de anticomunismo ruin y feroz. Ayer y hoy me ha tocado ver, por pura casualidad, que algunas personas han calificado el posible envenenamiento de Neruda como algo justo, algo que el poeta se merecía por ser un padre abandonador, un violador confeso y un intelectual de voz omnipotente que hablaba «por los subalternos». Son estas opiniones ya instaladas en el ideario colectivo progresista (y de derecha, cómo no) las que, a pesar de lo peliagudo del tema, me hacen escribir las siguientes líneas.
Desde un tiempo a esta parte, la figura de Neruda ha pasado de ser el símbolo de la resistencia y el compromiso político del pueblo a ser una persona non grata para la izquierda. Desde España, catedráticos de distintas universidades llaman a no leerlo (la misma academia que, antes de Bolaño, sólo conocía algo de Latinoamérica a través de 100 años de soledad); en distintas manifestaciones desfilan carteles que dicen «Neruda: cállate tú», aludiendo a un verso de su autoría que supuestamente mandaría a callar a las mujeres; se lo cancela por violación ex profeso a causa de un pasaje de sus memorias, «Confieso que he vivido», hechos que se habrían llevado a cabo en contexto de un abuso de poder; entre otras imputaciones. Todo esto, por supuesto, en un ejercicio que ya es propio de nuestra generación: la de repetir incansablemente una idea sin cuestionar nada.
Lo primero que habría que decir sobre Neruda es que la idea del abandonador es completamente falsa. Como muchos saben, Neruda fue cónsul de Chile en España en periodos turbulentos para el mundo: a la llegada de Franco al poder, tuvo que huir con su familia (su esposa y su hija) en busca de asilo político. Entre varias escalas, a Neruda le ofrecieron trabajar en París, en una organización antifascista, mientras que a su esposa (con la cual ya se había separado) se le dio la opción de trabajar en Holanda. Luego Neruda volvió a Chile y pocos años después fue nombrado cónsul especial para la inmigración española, puesto que utilizó para salvarle la vida a miles de ibéricos opositores al régimen. En Europa, Neruda viajó a Holanda a visitar a su hija, 3 años antes de la invasión nazi. Al estallar la guerra, Neruda se vio incapacitado de volver a verla, incluso después de muerta, el año 1943. En todo este tiempo, Neruda nunca dejó de enviarle dinero a su hija, lo que ha quedado registrado en distintos consulados de Europa. Para añadir dramatismo a la mentira del abandono, se hace circular palabras que Neruda habría escrito sobre su hija, tratandola como «un ser perfectamente ridículo, una especie de punto y coma, una vampiresa de tres kilos», pero omite todo el resto de la carta y el contexto: Neruda hablaba de su hija recién nacida como cualquiera puede apuntar sobre los niños recién nacidos: cabezones, llorones, hambrientos. Esta postura omite con desvergüenza lo que sigue justo después en la carta: «La chica se moría, no lloraba, no dormía; había que darle con sonda, con cucharita, con inyecciones, y pasábamos las noches enteras, el día entero, la semana, sin dormir, llamando al médico, corriendo a las abominables casas de ortopedia, donde venden espantosos biberones, balanzas, vasos medicinales, embudos llenos de grados y reglamentos. Tú puedes imaginarte cuánto he sufrido. La chica, me decían los médicos, se muere, y aquella cosa pequeñita sufría horriblemente, de una hemorragia que le había salido en el cerebro al nacer».
El segundo relato sobre Neruda es una crítica que podría calificarse de «especializada». La emiten por sobre todo poetas, escritores, criticos literarios, pero no por eso deja de ser profundamente sesgada y hasta superficial. Lo que afirman estas personas es que en la voz poética de Neruda habría una especie de omnipotencia, de tono abarcador, que desembocaría en una suplantación de las voces subalternas que fueron protagonistas de las luchas sociales de inicios y mediados del siglo XX. Más allá de mi discrepancia con esta lectura, que me parece extremadamente literal (lo que devela una perdida del lenguaje poético), habría que observar el tiempo histórico del que hablamos. El siglo XX fue una época de grandes relatos, de organizaciones sindicales, obreras y de fuertes luchas políticas. La figura del artista (y del poeta) no podía ser pensado al alero de los acontecimientos que se vivían en sus paises y en el mundo. Así lo demuestra, por ejemplo, el surgimiento de las vanguardias artísticas: momento histórico donde, por primera vez, los caminos del arte y la política fueron indisociables. Manifiestos literarios, políticos, panfletos: todos estos fueron una de las formas más usadas que adoptó lo literario por ese entonces. En una región como Latinoamerica, contar con poetas de la talla de Neruda, cuya influencia sobrepasaba por mucho el ámbito cultural, era una plataforma donde la voz subalterna podía adoptar una postura. Y así lo hizo: tal como existieron jefes de partido y organizaciones con claro liderazgo político, donde en cada escrito se vislumbraba la necesidad del pueblo y el olor a pólvora, la situación de un poeta comprometido no podría ser distinta. ¿Qué diferencia habría, desde la situación de enunciación, entre un Lenin que escribe por las necesidades del pueblo y un Neruda que escribe Canto General? El sujeto posmoderno de hoy, carente de grandes relatos y poniendo por delante siempre su anhelada independencia y libertad (y todo lo producido por ese sujeto posmoderno: la literatura, la filosofía, el arte en general) mira con profunda sospecha esa voz oceánica del vate, pero en aquellos tiempos apertrecharse en la identidad ante la urgencia no era opción para personas como Neruda, el que veía como una obligación tomar posicion, incluso si eso implicaba hablar por aquellos que, teniendo voz, no la tenían del todo.
Algo parecido ocurre con el «Me gusta cuando callas, porque estas como ausente». ¿Existe un síntoma más patente de la pérdida de la función poética en nuestro lenguaje que leer un texto literario literalmente? ¿Quién fue la persona que difundió la idea de que en esos versos se estaba mandando a callar a una mujer? Lo mismo que lo anterior: lecturas superficiales. Quienes repiten como un mantra la supuesta agresividad de este verso, omiten lo que viene después en ese poema, que dice así: “Déjame que me calle con el silencio tuyo”[…]“Déjame que te hable también con tu silencio/ claro como una lámpara, simple como un anillo. / Eres como la noche, callada y constelada. / Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo” […]“Una palabra entonces, una sonrisa bastan. /
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto” .
Por último, el Neruda violador. La única prueba que se tiene para acusar a Neruda de violador es un pasaje de sus memorias («Confieso que he vivido»), que narra un encuentro que habría tenido el poeta con una muchacha en Singapur. Lo curioso de todo esto es que los lectores, e incluso la crítica, de un momento a otro ha querido hacer del género autobiográfico algo así como el sinónimo de literalidad y realidad. Creo que es hora de aclarar este punto: las memorias, la autobiografía o el diario, son géneros literarios donde se cuentan pasajes y hechos de la propia vida, pero no significa que todo lo que aparezca sea lo que ocurrió en realidad. El lenguaje utilizado es, por sobre todo, poético, literario, lo que supone que el acento está puesto en cómo se dice lo que se dice, no en el contenido de lo dicho. Si alguien ha leído las memorias de Neruda, sabrá que en este mismo libro abundan los pasajes de escritura onírica, sueños, recuerdos que no son recuerdos. ¿Por qué habría que tomar literal el pasaje de la violación? O mejor: ¿qué del extracto hace pensar que fue una violación en vez de sólo un intento no correspondido por la muchacha? La absoluta seguridad con que sus opositores lo acusan de violador, sin atisbo de duda razonable, es a lo menos temerario e irresponsable. Los diarios de Kafka, de Gombrowicz, de Julio Ramón Ribeyro son pruebas contundentes de que estos géneros literarios no deben ni pueden ser leídos literalmente. Abundan las figuras retóricas y por sobre todo las mentiras. El propio Lemebel describe un abuso sexual sobre un joven prostituto en el centro de Santiago y a nadie se le ha ocurrido tomar esta narración como la confesión de un crimen.
Mi propósito tampoco es revestir a Neruda de un halo de pureza que probablemente nunca tuvo. Escribió versos en apoyo a Stalin y luego se arrepintió. Escribió poemas malísmos y le dieron bastante rédito económico. Seguramente fue un hombre muy machista y misógino, como cualquiera de ese entonces. Pero nada de eso justifica la difusión de mentiras y aseveraciones que, por lo pronto, son dudosas. Hay que ser cauteloso en las acusaciones que se realizan, sobre todo si difunden hechos como violaciones y abandono. Por último, invitaría a leerlo. Nunca pierdo la oportunidad de recomendar un texto que me hizo llorar por momentos: Residencia en la Tierra. Hágalo, en serio. Dese esa oportunidad.