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Chile – Insistir, persistir, resistir

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Jacobin

LUCIANA CADAHIA

El triunfo del Rechazo en Chile no representa un giro conservador, de la misma manera que el estallido de 2019-2020 no abría una autopista despejada para la liberación total. Es en el intersticio de esas dos tesis apresuradas donde debemos hacer política con audacia, sin soltarle la mano al pueblo y evitando el chantaje de las narrativas de la derrota.

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Llevamos varios días preguntándonos por qué fracasó la campaña del Apruebo a una nueva constitución en Chile. Como una especie de automatismo incrustado en nuestra tradición de izquierda, nuestras preguntas suelen venir acompañadas de la exigencia de un examen de conciencia. Algunas voces dicen que necesitamos, una vez más, hacer mucha autocrítica para tratar de comprender por qué fracasamos. ¿Cómo puede ser que una constitución que había enamorado a la progresía del mundo entero haya sido rechazada por el pueblo chileno?

Quisiera tomar distancia de este manido regodeo en la autocrítica, tan oportuno para ensimismarnos de manera nostálgica en promesas incumplidas de futuro y tan poco práctico para revertir las coordenadas de acción en el mundo que nos tocó vivir. 

Más que ese regodeo en el fracaso (que no deja de ser una forma de la mala conciencia) prefiero centrarme en cómo vamos a contar este relato del plebiscito constitucional y cómo, a partir de allí, podemos orientarnos en la acción. En otras palabras, qué tipo de disputa vamos a proponer en un contexto regional tan delicado como el que estamos viviendo ahora mismo en América Latina y el Caribe.

Porque no hay que olvidar algunos hilos importantes que se están destejiendo simultáneamente: el mismo día del cierre de la campaña por el Apruebo, del otro lado de la Cordillera, apuntaron con un arma en la cabeza de la Vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner. Tampoco hay que olvidar el nerviosismo que experimenta la extrema derecha regional desde sus cuarteles de Miami tras su derrota en las últimas elecciones presidenciales en Colombia y el triunfo de Gustavo Petro, algo que al menos da pistas para entender por qué Álvaro Uribe Vélez celebró como propio —baile incluido— el triunfo del rechazo en Chile. Y mucho menos hay que olvidar toda la tragicomedia de enredos que la OEA viene organizando alrededor de Nicaragua para entramparnos, una vez más, en debates estériles que nos conducen a ese callejón sin salida que son los cruces de señalamientos a favor o en contra de las «dictaduras de la izquierda» (con esto no quiero desconocer —al contrario, condeno abiertamente— el atropello contra los derechos humanos que tiene lugar en Nicaragua, sino que pretendo sugerir la poca voluntad que tiene la OEA para destrabar de buena fe la situación de aquel país).

Así, y a la espera de lo que suceda en las próximas elecciones en Brasil, la coyuntura regional nos muestra un escenario tenso y con una simultaneidad de tramas cuyas conexiones narrativas no son fáciles de precisar.

Perspectiva continental

Leer los resultados en Chile como una simple derrota de las fuerzas progresistas y, más aún, como una derrota nacional, no arroja demasiada luz sobre lo que se está jugando a nivel continental. Este escenario repite un drama histórico chileno de muy larga data: no olvidemos que la constitución de 1828, creada desde abajo por un sistema de juntas y asambleas populares, fue reemplazada por un pacto oligárquico en 1933. Y tanto entonces como ahora, lo que parecía un problema nacional era, en realidad, un asunto de interés continental. Es curioso que en nuestros debates actuales olvidemos este tipo de cosas y terminemos por parcelar las discusiones en inútiles provincias mentales. No sería mala idea repetir el gesto del pasado, es decir, recuperar un punto de vista continental para pensar nuestros problemas locales, algo que, por cierto, las oligarquías regionales nunca han perdido de vista (y por eso mismo, actúan articuladamente y con conciencia histórica).

¿Qué significa recuperar ese punto de vista americano para pensar nuestros problemas locales? En primer lugar, implica un profundo cuestionamiento al ethos multiculturalista/identitario que organiza nuestros debates contemporáneos en la región. Y por ethos multiculturalista/identitario me refiero a ese punto de vista que, como sentido común de época, delimita una relación con el lenguaje y una percepción de la realidad social profundamente antidemocrática.

En este ethos, el mundo social se atomiza y disgrega como la suma de existencias individuales, de modo que toda la responsabilidad de las injusticias sociales recaería en cada una de ellas. Al descomponerse la percepción igualitaria del lazo social se van deshaciendo los significantes democráticos con los que articulamos las exigencias de justicia en un mundo desigual. Es por eso que, mediante la retórica individualizada que separa al mundo entre la víctima y el agresor (abusadores y abusados), las violencias, despojos e injusticias estructurales comienzan a ser narradas en un registro oligárquico-corporativo de la ofensa, el castigo y la reparación personal. La estructura de la ofensa no es otra cosa que la reactivación de esa vieja pasión de la conquista del honor en un mundo de amos y vasallos. Si el agravio sufrido nos coloca en el lugar del vasallo, la reparación solo podrá venir mediante una inversión de los polos, a saber: humillar al que me ha humillado para recuperar el estatuto psíquico del amo.

Lo que queda sin problematizar es esa misma forma de estructuración del lazo social: la naturalización de la desigualdad individual como único mecanismo de reparación. Es del hilo de esta paradoja señorial, para decirlo con Zavaleta Mercado, arraigada en nuestras sociedades gamonales, que el neoliberalismo tira para, por un lado, deshacer la trama de las luchas colectivas y democráticas y, por otro, para construir los nuevos nudos afectivos del neoliberalismo autoritario. Una consigna clara sería desconfiar de la estructura de la ofensa porque hay que sospechar del tipo de reparación antidemocrática que nos ofrece.

Hay que desconfiar de las prácticas punitivistas porque reducen la injusticia a un individuo particular —como falsa encarnación de una colectividad vulnerada— y dejan intocadas las relaciones sociales de opresión y despojo que estructuran las violencias contemporáneas. Pero, por sobre todo, hay que desconfiar del tipo de subjetividad que propician estas formas del activismo alentadas desde la mecánica comodificada de las redes sociales. Llevamos un buen tiempo observando cómo, desde el interior del activismo que se hace con la lógica del influencer, van permeando formas neoliberales de subjetivación que terminan por desmembrar los significantes democráticos y colectivos con los que históricamente se ha estructurado la comprensión misma de la realidad y de sus horizontes emancipatorios.

Por eso resulta urgente, en primer lugar, problematizar este núcleo subjetivo que, a pesar de sus apelaciones a la ética y a la comunidad, dan lugar a simulacros del lazo social profundamente antidemocráticos, justo en el corazón de los activismos contemporáneos.  Y, en segundo lugar, pensarnos más como americanos y menos como una identidad particularista enfrascada en un exclusivo devenir minoritario.

Es momento de hacernos cargo de una verdad incómoda: hace mucho tiempo que las luchas por la identidad se enredaron con el plus de goce capitalista. Hace un buen tiempo que los poderes corporativos encontraron la forma de convertir el vínculo entre identidad y emancipación en un sistema para «reempaquetar» la mercancía. Por eso las grandes corporaciones mediáticas, el mercado editorial o los sistemas de becas en las universidades de élite mundiales están tan interesadas en explotar las identidades indígenas, negras, de las diversidades sexuales o del feminismo. Han entendido que las reivindicaciones de una lucha colectiva se podían explotar como una mercancía identitaria encarnada en un tipo de sujetos que a veces parecen diseñados directamente por el algoritmo.

¿Cuál es la gran diferencia o el giro epocal que estamos empezando a descubrir? Que antes estas luchas construían un sujeto colectivo para hacer posible una emancipación para las mayorías. Ahora la lógica se ha invertido, y este tipo de reivindicación se convierte en un mecanismo de salvación individual con expresiones muy concretas: una beca para hacer un doctorado, un premio en el mundo literario o un film en una plataforma como Netflix. Así, el sujeto que encarna a la colectividad históricamente vulnerada aparece como un ejemplo de éxito, resiliencia y de que, en definitiva, el sistema de reparaciones ya se ha puesto en marcha. La reparación histórica como campaña de relaciones públicas.

Este chantaje que nos ofrece el neoliberalismo esconde algo triste y trágico de nuestra época: las clases dominantes explotan estos significantes de izquierda para sus usos privados y las mayorías empobrecidas y precarizadas luchan entre sí para ver si pueden ser seleccionadas y salvadas en este nuevo y deprimente club de la izquierda boutique global.

Quienes descubrimos las paradojas de estas prácticas (o el corazón oligárquico que late en el interior de estas modas «anticapitalistas») y conectamos con las diferentes memorias emancipadoras, tenemos la responsabilidad ético-política, pero también histórica, de no ceder a estos chantajes del neoliberalismo autoritario y de preguntarnos qué memorias se han comenzado a reactivar como contrapesos de toda esta nueva operación de suplantación y despojo.

Porque este drama histórico al que estamos asistiendo está siendo contrarrestado (aunque no suficientemente pensado) por una serie de luchas y experiencias de gobiernos populares que aspiran a la construcción de la unidad del campo popular. Es decir, formas de negociación que, sin renunciar a la heterogeneidad de lo social, asumen la necesidad de articular entre sí las diferentes luchas colectivas (indígenas, feministas, negras, LGTBIQ+, ambientalistas, etc.), vincularlas con las instituciones republicanas y aspirar a un horizonte común que, sin agotarse en el mero reconocimiento de las identidades, evoque una imaginación universalista y situada. Otra consigna, otra vía de trabajo podría ser reclamar una nueva conciencia americana que apunte más a la construcción de una correlación de fuerzas colectivas que a la fijación de identidades específicas, a la configuración de un nuevo horizonte de la imaginación social que a la reparación punitivista de una ofensa.

Cambiar el relato

Pues bien, contemos entonces lo que acaba de suceder en Chile desde esta conciencia americana, es decir, desde esta aspiración universalista y situada. Cambiemos el relato. Lo primero que podríamos tener presente es que el 40% de los chilenos votó a conciencia por una constitución declaradamente feminista, ambientalista, a favor de las diversidades sexuales y con un claro deseo de revertir el supuesto «éxito» del laboratorio neoliberal en Chile. Ese porcentaje supera al número de personas que votaron por Gabriel Boric para la presidencia en la segunda vuelta. Es decir, 4 860 266 personas votaron por un nuevo pacto social que asumía todas las consignas que se encuentran a la vanguardia de las nuevas luchas contra el capitalismo financiero y el patriarcado milenario.

¿De verdad creíamos que iba a ser tan fácil obtener una mayoría? En diferentes conversaciones públicas y privadas vengo planteando la siguente pregunta: ¿en qué lugar del mundo se hubiera aprobado una constitución como la que le ofreció la convención al pueblo chileno? La pregunta resulta tanto más pertinente si prestamos atención a la irrupción de las fuerzas fascistas y reaccionarias a nivel mundial que se evidencia, por ejemplo, en los grandes retrocesos de la Corte Suprema de los Estados Unidos en temas de derechos civiles o el viejo instinto imperial que ha despertado la guerra en Ucrania en todos los actores involucrados, un conflicto que parece va a prolongrase más de lo esperado y que seguramente hará mucho más daño —como suele pasar— a los sectores más vulnerables de toda Europa.

Es en este escenario mundial tan adverso en el que América Latina sigue construyendo, a contrapelo de las fuerzas de la reacción que parecen dominar nuestra época, utopías de futuro. Y esta vez, como suele suceder con toda utopía, hemos tenido la ingenuidad de confiar en que habría un pueblo que anhelara naturalmente su realización sin habernos tomado siquiera la molestia de traducir esa utopía a un lenguaje común.

Es en esa dirección que me pregunto si el texto de la nueva constitución no terminó priorizando, en su misma redacción, una vocación más vinculada con los imaginarios particularistas e identitarios, capaces de interpelar a quienes ya se reconocen en esas lógicas de las luchas, esto es, las organizaciones sociales y los colectivos afines a esas demandas por la identidad, las clases medias y medias-altas ilustradas, familiarizadas con las discusiones de la agenda del progresismo global, fuerzas políticas y ciudadanías movilizadas por un cambio democrático para Chile.

Sin embargo, es un hecho que a las mayorías sociales del pueblo chileno esa constitución no las interpeló y podría decirse que fue recibida como letra muerta: una mera abstracción asociada a una cadena mediático-corporativa de temores y prejuicios atávicos. Tampoco conviene olvidar que algo muy parecido había sucedido en Colombia con la derrota del Referéndum por la Paz en 2016: una desconexión afectiva entre el pueblo y el referéndum; una operación mediática y despiadada por parte de la derecha regional (incluso se reciclaron varios de esos recursos publicitarios para impulsar el rechazo en Chile). En ese entonces, algunos —como ahora diagnostican con el referéndum en Chile— se apresuraron a calificar a las mayorías colombianas como de derechas, ignorantes, estúpidas. Al fin y al cabo, ¿cómo podía ser que un país prefiriera la guerra a la paz?

Del mismo modo muchos se preguntan hoy ¿cómo puede ser que el pueblo chileno prefiriera la vieja constitución de Pinochet a una hermosa carta constitucional diseñada con un espíritu woke? Quizá nos estamos haciendo las preguntas equivocadas. Y es que, así como en su momento el rechazo del referéndum por la paz no debió identificarse como una predilección irracional del pueblo colombiano por la guerra, de la misma manera es un error identificar el rechazo a la nueva constitución como una nostalgia por Pinochet o como una muestra más del conservadurismo esencial del que Chile sería incapaz de salir. Porque la realidad suele ser mucho más sorprendente de lo que los analistas políticos de turno llegan a vislumbrar. No por nada ese mismo pueblo que rechazó la paz en Colombia en 2016 es el mismo que hace pocos meses eligió, por primera vez en su historia republicana, a un gobierno de izquierda liderado por un exguerrillero del M-19, cuya fórmula vicepresidencial era una reconocida lideresa negra.

Insistir, persistir, resistir y nunca desistir

En ese sentido, traducir el triunfo del Rechazo como un repliegue hacia una política conservadora de los consensos con el gran capital sería uno de los peores errores históricos que podría cometer el gobierno actual de Chile. Como quizá lo fue haber creído que el estallido social de 2019-2020 era una autopista despejada para la liberación total y la implantación de un régimen de felicidad. Es, por el contrario, en el intersticio de estas dos tesis apresuradas donde se abre todo el juego de la política. Por eso es tan importante apelar a esa misma memoria americana para saber interpretar y traducir esas desconexiones afectivas entre los gobiernos populares y sus pueblos. Pero, por sobre todas las cosas, para reconectar con esa vieja forma de la audacia americana que consiste, por un lado, en no soltarle la mano al pueblo y, por otro, evitar el chantaje (conservador) de las narrativas de la derrota.

A fin de cuentas, el secreto de todo proceso emancipador consiste en insistir, persistir, resistir y nunca desistir. Porque como no se cansó de repetirnos Simón Rodríguez a las generaciones venideras, «o inventamos o erramos».

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