Este relato es una mini historia personal, verídica, y forma parte de la novela «Con los ojos de mi padre». Publicarla ahora en formato de artículo nuevamente no tiene otro propósito que evitar el olvido y nutrir la invaluable memoria. ¿Y tú, qué hacías y dónde estabas ese día? ¿O aún no habías nacido?
Arturo Alejandro Muñoz
A las seis de la mañana de ese día, las rutas y avenidas que permitían el ingreso a Santiago estaban en manos de patrullas militares. Aparecieron por vez primera a la vista del público las ametralladoras «punto treinta», emplazadas sobre trípodes metálicos, con sus cintos de balas gigantes colgando al suelo cual lenguas de vacunos asfixiados.
Mi amigo Oscar Valdés, periodista radicado en Valparaíso, me contaría después que durante la medianoche se observó el regreso de la Escuadra que había zarpado en la tarde del 09 de septiembre para unirse a los ejercicios de la UNITAS, que se realizarían mar afuera con buques norteamericanos.
Él se encontraba bebiendo una copa (que siempre era más de una) junto a otros colegas porteños frente a la Plaza Prat, cuando se enteraron del retorno de los barcos chilenos. El olfato profesional les indicó que algo significativo estaba ocurriendo, por lo que se dirigieron con presta voluntad a ese lugar, dispuestos a «cazar» una noticia importante que, por cierto, sería primicia en las primeras transmisiones de sus respectivos medios.
Ellos fueron la noticia. No bien se aproximaron a las dependencias navales fueron detenidos, golpeados y encerrados en un galpón después de haber sido despojados de sus identificaciones y de sus ropas.
El «Golpe» había comenzado.
En Santiago, a las siete de la mañana, aproximadamente, aviones de la Fuerza Aérea sobrevolaron el valle del Maipo y lanzaron sus «rockets» contra las antenas de distintas radioemisoras, silenciándolas y causando alarma en la población.
A las ocho en punto, como de costumbre, salí de mi casa para dirigirme a pie a mi lugar de trabajo, el Ministerio de Tierras y Colonización que se ubicaba frente al Edificio Diego Portales, en la Alameda. Caminé desaprensivamente por la avenida Portugal, pues no había escuchado la radio ni tenía información sobre los últimos acontecimientos.
Al pasar frente a la Posta Central noté movimiento inusual de vehículos de Carabineros, pero supuse que se trataba de algún nuevo atentado en calles capitalinas, algo demasiado repetitivo como para darle mayor importancia.
Dos obreros de la construcción, con cascos amarillos en sus cabezas, observaban el mismo acontecimiento y parecían prepararse para dejar la obra, ya que se mostraban nerviosos y con cierta prisa.
– ¿Y usted, gancho, pa’onde va? –me espetó uno de ellos.
– A mi pega, poh –respondí entre extrañado y divertido.
– «Más mejor» que se devuelva a su casa, jefe. La «custión» parece que está pesada.
– ¿Qué está pasando? –pregunté, aún calmado.
– Chis…¿qué está pasando? Los milicos salieron a la calle y las radios están en cadena nacional. Dicen que empezó el golpe de estado.
Apuré el paso y llegué al Ministerio. Prácticamente no había nadie. El portero me franqueó la entrada y me encontré en el interior con cinco personas, cuál de ellas menos informada.
Encendimos una radio y escuchamos el Bando Número Uno que en ese instante los militares repetían para que el país se enterara que había llegado «el día de la liberación nacional».
Frente a nuestros ojos, los Carabineros que custodiaban el edificio de la UNCTAD (el «Diego Portales» y hoy ‘Gabriela Mistral’) habían desaparecido y por la Alameda no transitaba un maldito autobús.
Decidimos salir del Ministerio para dirigirnos a la Plaza Bulnes. Queríamos ser testigos de lo que suponíamos sería una nueva intentona golpista menor y fracasada, como la que sucedió el día 29 de junio con el «tanquetazo» que desarticulara el general Prats.
Al llegar al lugar nos insertamos en el grupo de quinientas personas que miraban hacia el Palacio de La Moneda, dando las espaldas al Ministerio de Defensa cuyas puertas se encontraban cerradas, al igual que en la Casa de Gobierno donde podía olerse el ambiente de inquietud que debería estar desarrollándose en su interior.
Allende estaba allí. Los miembros del GAP, su guardia particular («Grupo de Amigos Personales»), también.
Dos aviones «Hawker Hunter» pasaron sobre nuestras cabezas en vuelos rasantes, estremeciendo el aire y atemorizando a los curiosos. Desde algún lugar cercano alguien disparó al cielo una ráfaga de tiros. El grupo se deshizo en cientos de pies corriendo a ningún lado.
Desde la avenida Bulnes surgieron los primeros vehículos militares con sus armas apuntando al frente y los soldados vestidos con equipos de guerra. En sus brazos izquierdos llevaban brazaletes coloridos, y en sus rostros se reflejaba la tensión del momento.
Un oficial descendió desde su jeep e hizo uso de un megáfono. Se dirigía a nosotros.
– ¡¡Los civiles tienen un minuto para despejar la Plaza!! ¡¡Un minuto….que ha comenzado a correr!!
Hubo un murmullo general, pero nadie hizo movimientos para alejarse de allí. Por el contrario, un pequeño grupo de muchachones insultó al uniformado y se mofaron de él, tomándose los genitales con ambas manos.
– ¡¡Se cumplió el minuto!! –vociferó el oficial, bajando el brazo derecho.
Una ráfaga de disparos siguió a esa acción. Yo quedé tieso, pegado al suelo, con la boca abierta y sin atinar a nada. Uno de los muchachones, a quince metros de mi posición, fue golpeado por una bala en medio del estómago y cayó al pavimento después de haber girado sobre sus propios pies. Los disparos continuaron. Reaccioné y volví mis pasos hacia el oriente, corriendo como desalado, con mi cuerpo raspando los muros del Ministerio de Defensa, buscando la protección de las cornisas. Sentí gritos e interjecciones a mis espaldas. Corrí, corrí, corrí….sin detenerme a mirar lo que estaba ocurriendo, pues el sonido terrible de los fusiles me perseguía. Temí realmente por mi vida.
Llegué nuevamente hasta mi oficina, distante a nueve cuadras de Plaza Bulnes, e ingresé al edificio del Ministerio de Tierras y Colonización, acezando de temor y cansancio. De mis primeros cinco acompañantes, sólo dos continuaban junto a mí. El resto, seguramente, había optado por retirarse a sus hogares.
Pocos minutos después, algunos carros del ejército rodearon el Edificio Diego Portales y se apostaron frente a nuestras ventanas, mirando hacia la posición en que nos hallábamos. El miedo se instaló en mis testículos. Brasil volvía a mis retinas.
Hubo disparos a granel desde los edificios circundantes y los uniformados respondieron con nutrida artillería liviana. Nuevos elementos militares hicieron su irrupción y en pocos minutos la Alameda simulaba ser el patio interior de un regimiento preparando la Parada Militar. Camiones blindados, jeeps, tanques, obuses, ametralladoras…..ese era el nuevo paisaje de la céntrica avenida.
Había que salir de allí antes que comenzara a producirse el ataque e invasión a todos los edificios del lugar. Propuse usar un mantel blanco como bandera y dejar el Ministerio. Mi idea fue aprobada, pero debería ser yo quien iniciara la caravana con el mantel en la mano.
Quince o veinte militares comandados por un teniente se aproximaron a nuestro edificio. Les explicamos que éramos funcionarios del Ministerio y que deseábamos retirarnos a nuestros hogares. Mostramos nuestras identificaciones. El oficial autorizó la salida y cada uno de nosotros se perdió del sitio con la presteza que las piernas permitieron.
De nuevo, la avenida Portugal y la Posta Central. Una vez más, el camino de regreso a casa. Con rápida y acelerada decisión, corriendo entre vehículos particulares que tocaban sus bocinas en señal de alegría. Algunos conductores portaban banderas chilenas y hacían con los dedos la «V» de la victoria. A la distancia, el tableteo de ametralladoras cortaba el ambiente. Estaba produciéndose un tiroteo en La Moneda.
Diez metros antes de llegar a la reja del antejardín de mi casa, un automóvil negro detuvo mi paso con fuertes bocinazos. Eran Goyo y Néstor, dos amigos universitarios, miembros de las Juventudes Socialistas. Venían con rostros desencajados. Gloria, la polola de Néstor (y hermana de Goyo), compañera mía de curso en la Escuela de Servicio Social de la Universidad de Chile, había salido muy temprano de su casa y no tenían idea dónde podía encontrarse en ese momento.
– En el campamento «Nueva La Habana» –les respondí con seguridad- Allí tenía que encontrarse hoy con su grupo de seminario de título.
El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, y tres veces también. Les acompañé hasta el sector de Macul para guiarlos en el ingreso al campamento poblacional que era territorio del MIR. Lo hice con el credo en la boca, pues estaba seguro que nos toparíamos con patrullas militares y, quizás, con más de un enfrentamiento a tiros ya que conocía de cerca la disposición de los miristas, quienes durante cinco años habían estado preconizando la lucha armada como principal referente político.
Fue todo extraño. Raro y preocupante. Había enorme agitación dentro del campamento, pues muchas mujeres y niños deambulaban nerviosamente de un lado a otro, llevando sacos de arena y «miguelitos» –esos enormes clavos entrecruzados que se doblaban con alicates, dejando las puntas en posición casi vertical para destrozar neumáticos- que se esparcían por todos los callejones para detener una posible invasión militar.
Encontramos a Gloria en la mediagua que servía como «centro de informaciones», confundida entre muchos varones que cubrían sus rostros con pañoletas rojinegras. Pude divisar algunos revólveres y pistolas. Más que preocupado, apuré la salida a bocinazos. Gloria subió al automóvil reclamando por nuestra cobardía. Ya lo dije; las mujeres son definitivamente más decididas que nosotros los hombres.
Al abandonar el campamento y girar de nuevo por Macul hacia el norte, topamos de cara con una larga hilera de camiones militares que se dirigían al «Nueva La Habana». Nos habíamos librado de la batalla por escasos minutos. Semanas después, Gloria agradecería públicamente mis bocinazos.
Descendí del coche en Irarrázaval con Vicuña Mackenna y caminé las tres cuadras hasta mi calle Argomedo, soportando el hiriente festejo de automovilistas que surcaban la avenida a gran velocidad, haciendo sonar sus bocinas y gritando improperios contra el desfalleciente gobierno socialista.
Pese a mis herejías, Dios acompañaba mis pasos, pues no bien entré a mi casa se produjo un intenso tiroteo en todo el barrio. La balacera duró más de quince minutos y terminó sólo cuando en los cielos aparecieron helicópteros del ejército disparando gruesas municiones contra las casas vecinas. Un significativo contingente militar cercó el barrio e inició el primer allanamiento que presenciaría en largos diecisiete años de dictadura. No alcanzaron a revisar mi hogar, donde mi madre quemaba en la chimenea toda mi amada biblioteca y algunas fotografías en las que acompañaba al Presidente Allende durante una visita que el mandatario hizo al Ministerio de Tierras y Colonización.
A mediodía, La Moneda fue atacada con «rocketazos» desde el aire, donde los «Hawker Hunter» de la FACH, que habían levantado vuelo desde Concepción, demostraron el enojo y la certera disposición que les animaba contra el gobierno del doctor Allende. Este, solo y rodeado por fuerzas hostiles, se suicidó con la misma metralleta que le había regalado Fidel Castro durante la visita que el mandatario cubano hizo al país a fines del año 1971.
El toque de queda fue impuesto a sangre y fuego a partir de las 14:00 horas, aproximadamente. Las calles se vaciaron. El silencio humano se transformó en dolor de almas y de oídos, dando paso al retumbar de disparos y al terror que inundaba nuestras vidas.
La televisión –en manos militares- mostró la primera conferencia de prensa de los golpistas. Pinochet, Merino, Leigh y Mendoza, los cuatro generales, hablaron al país con dureza y prometieron limpiar el territorio nacional de terroristas e insurgentes. Gustavo Leigh Guzmán, general de la Fuerza Aérea, fue más lejos, anunciando que lucharían contra el marxismo hasta las últimas consecuencias. Mi madre rompió en llanto.
La noche fue terrible. Las casas estaban con sus luces apagadas, por temor a ser baleados desde la calle por patrullas militares que disparaban a cualquier ventana iluminada ante el temor de ser atacadas por franco tiradores. Yo creo que en Santiago nadie pudo conciliar el sueño. Algunos amigos llamaban telefónicamente para comentar –quimérica ilusión de mentes desesperadas- que el ex general Carlos Prats marchaba hacia la capital desde Concepción, con un fuerte contingente militar, para enfrentarse a los cuatro golpistas. «Hay naves soviéticas y cubanas frente a Talcahuano», me confidenció una compañera de universidad.
¿Naves cubanas? La embajada de Cuba estaba en ese instante rodeada por más de doscientos elementos militares y parecía que, de un momento a otro, se llevaría a efecto la toma de la legación diplomática.
En cuanto a las mentadas «naves soviéticas» estas huían mar afuera, perseguidas por buques de la Armada nacional. Uno de esos barcos intentó oponer resistencia. Recibió varios impactos de artillería disparada desde una misilera y declinando el combate, optó por «apretar cachete» hacia aguas internacionales.
Sara de Witt, compañera de carrera en la universidad, me gritó a través del teléfono.
– Sal de tu casa, rápido. Están apresando a todos los alumnos de la carrera y los llevan al Estadio Nacional. Van a proceder a juicios sumarios para después fusilarlos en el Velódromo.
Al día siguiente, la televisión mostró los centenares de detenidos que la Junta Militar había concentrado en el Estadio Nacional. Una voz «en off» relataba las comodidades que tales reos políticos tenían en aquel lugar.
Recordé la historia. Algo similar aseguraban las SS de Hitler a la Cruz Roja Internacional al producirse la visita de los voluntarios a Auschwitz, Treblinka y Dachau.
Ese fue mi primer día en la larga existencia de la dictadura militar.