(Imagen: Pablo Piovano)
El 30 de marzo de 1982 se palpó que la dictadura militar se cuarteaba.
Con enorme perspicacia, se hubiera podido leer que empezaba a terminar
aunque sin saberse cuánto perduraría. La movilización convocada desde la
CGT Brasil, conducida por Saúl Ubaldini, fue masiva. Desafió una represión
feroz ordenada por la Junta Militar, en varias ciudades.
En la Capital miles de personas, encolumnadas o sueltas, enfrentaron a
fuerzas de seguridad impiadosas: carros de asalto, “cosacos” de Caballería,
camiones Neptuno, perros entrenados, gases lacrimógenos a granel.
La memoria histórica (y la de quien esto escribe, como ciudadano-militante
que estuvo ahí) reflejan que el coraje y la disposición de los manifestantes
contaban con el apoyo de otras personas de a pie. Los vecinos que pispeaban
o balconeaban, los mozos de los bares, el personal de las oficinas del centro
porteño no se dedicaban a fisgonear. Abrían puertas, daban cobijo, asilo o
un vaso de agua a los manifestantes. En voz alta o con cuidado, puteaban a los
milicos y a los canas.
Los ciudadanos más activos y los que no se animaban tanto pintaban la semblanza
de una sociedad civil que, atenuado el imperio del miedo, expresaba su repudio.
Ubaldini se consagraba y proyectaba como líder natural. La CGT oficial,
“la de Azopardo” (participacionista o colaboracionista en su jefatura y en
su mayoría) era desplazada. Un cuadro “de la segunda línea de la CGT”, así
se definió él alguna vez, se consagró en ligas mayores.
La representatividad de Saúl se prolongó y acrecentó en la recuperación
democrática. Peronista raigal, orador emotivo inspirador para parodias de
buena o mala fe, social cristiano intuitivo, fue quizás el dirigente con mayor
convocatoria masiva de la historia del movimiento obrero. Nuevos actores
sociales lo vivaron en especial en los actos durante el gobierno del presidente
Raúl Alfonsín.
Amén de las clásicas asistencias a manifestaciones sindicales, a Ubaldini lo
acompañaba y vitoreaba un nuevo estamento de la clase trabajadora.
Desocupados o subocupados, de pobreza extrema, poco numerosos y nada
visibles en los treinta años que corrieron desde 1945 a 1975, por redondear.
Con falta de saber o simplismo algunos los describieron- rebajaron como
marginales o hasta lumpenes. Eran, en rigor, laburantes en peor condición que
sus compañeros de clase. Ubaldini los congregaba, su palabra los expresaba.
Los representaba, como mejor le iba saliendo.
Fue un precursor en esa faceta, en la consigna “Paz, Pan y Trabajo”, en ciertos
tips del catolicismo social que hoy día reverberan en el discurso del Papa
Francisco.
Hubo un trabajador asesinado por la dictadura en Mendoza ese 30 de marzo:
José Benedicto Ortiz. Cientos o quizás miles de detenidos, Ubaldini entre tantos.
El 2 de abril fueron liberados porque el desembarco en Malvinas pretendía fundar
una nueva etapa y recobrar el favor popular. No fue así, ya se sabe, aunque ese
es no es el eje de esta columna.
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La CTA de los argentinos y la CTA Autónoma eligieron esa fecha para convocar
a otra movida opositora el jueves pasado. Los oradores fueron sus secretarios
generales Hugo Yasky y Pablo Micheli a quienes se sumó el metalúrgico Francisco
“Barba” Gutiérrez, en representación de los sectores cegetistas que adhirieron.
Los rodeó, como ya es regla, una muchedumbre.
Los expositores reclamaron el cambio del programa económico. Y repitieron,
de modo claro y creíble, que no buscan una caída del gobierno ante tempus, una
salida anticipada. La interpelación es democrática por antonomasia: defensa de
intereses generales, expresada en actos pacíficos, transversales, pluralistas.
El Congreso de Trabajadores Argentinos que conformaría luego la Central de
Trabajadores Argentinos (CTA) surgió en plena década del ‘90 cuando el
menemismo neoconservador arrasaba. La CTA se creó con iniciativas precursoras:
afiliación a todos los trabajadores (afiliados o no, empleados o no), integración
con organizaciones sociales y no solo con sindicatos. El diseño se corresponde mejor
con las necesidades de la etapa actual que el proverbial de la Confederación General
del Trabajo. De cualquier forma, con magullones, remiendos y rechazos, el modelo
sindical argentino sobrevive: la CGT es la central más poderosa y gravitante.
Llamó a huelga general el 6 de abril día que, pase lo que pase, será una bisagra
en la etapa macrista.
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Para anticipar el viernes: Todos los gobiernos de la etapa democrática
afrontaron paros generales y sin excepción acudieron a argumentos que se
repetirán el jueves próximo. Los sintetizamos, a riesgo de aburrir a priori: hubo
personas que quisieron trabajar y no pudieron por no disponer de transporte.
Lo que importa es el día siguiente, en el que nada habrá cambiado.
Ninguno de esos razonamientos es acertado ni honesto. Tampoco lo serán las
estimaciones oficiales (o de los medios dominantes) sobre el ausentismo.
Las medidas de fuerza deben ser políticas porque atañen a cambios en los
programas o medidas del gobierno. Impactan siempre en la coyuntura.
Generan nuevos escenarios, alteran las correlaciones de fuerzas.
Ah… el viernes (todo lo indica) se argüirá también que fue un paro “dominguero”.
Que los trabajadores argentinos (intrínsecamente perezosos) aprovecharon para
armarse un fin de semana largo.
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Miles de razones: Sobran motivos para una jornada de protesta. La economía
real está devastada, el consumo popular se constriñe mes a mes, cierran
establecimientos en todo el territorio nacional. La industria en general y la
clase trabajadora (en casi toda su amplitud) son las perdedoras del “modelo”
M.
El gobierno se engaña dibujando números, observando el aumento de la
exportación de arándanos, creyendo en sus embustes. No es el primero en
encerrarse para no ver ni oír pero ha caído con insólita rapidez en tamaño
vicio.
La palabra oficial pierde aceptación sin que sus emisores se percaten. El oficialismo
revela sus límites, su formación cultural, sus lacras. El ministro de Educación,
Esteban Bullrich, escribe sobre Ana Frank aunque pinta básicamente un autorretrato.
Horrible la imagen, Dorian Gray. Es un ignorante cabal, un arrogante que se explaya
sin estudiar, un emergente de las clases altas que subestima al Holocausto.
Al punto de valerse de él para meter un bocadillo sobre la política doméstica,
desde su estrecha mirada. Primitivo y filo ágrafo, no aprobaría ninguna prueba
PISA.
Ni hablemos del presidente del Banco Nación, Javier González Fraga y la enésima
versión de la tilinguería campestre.
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Mandatos y mensajes: La CGT se tomó su tiempo para parar, le toca hacerlo
en un contexto que condiciona a los dirigentes.
La inflación no cesa, el primer trimestre superó la marca esperada por el
oficialismo. Las predicciones sobre crecimiento del PBI se van moderando.
El consultor Miguel Bein pronosticaba un cinco por ciento, con una condición:
que los incrementos salariales fijados por paritarias superaran holgadamente a
la inflación. Con el convenio de Comercio, firmado por el incombustible Armando
Oriente Cavalieri y las pautas que intenta imponer el Gobierno, redujo la estimación
al orden del 3 por ciento. Con un crecimiento vegetativo de la población del 1,5 por
ciento el saldo, distribuido per cápita, es imperceptible.
Otro economista de prosapia radical, Roberto Frenkel, describió como casi
imposibles las profecías oficiales, fundado en una lectura técnica, publicada en
Perfil.com. Sin arrastre estadístico de 2016, razonó, “el aumento del PIB en 2017
(con relación al promedio de 2016) depende exclusivamente de la magnitud de
su tasa de crecimiento a lo largo de 2017. Hasta aquí es sólo aritmética, pero trae
una noticia desagradable. Para que el PIB de 2017 aumente un tres por ciento
debería crecer aproximadamente seis por ciento entre puntas del año, a razón
de 1,5 ciento trimestral, aproximadamente. Sería un proceso vigoroso y perceptible”.
Ni por asomo lo hay, remata.
Con ese cuadro y con el clima social que registra la marea de movilizaciones,
las cúpulas gremiales advierten (deberían advertir) que ceder sería letal para
la representatividad que ponen en juego y para la reentrada en “la política”
que sueñan.
Las multitudes claman por defender sus derechos, por no perder sus conquistas,
por vivir con dignidad, por quedar a cubierto de la malaria y el desempleo.
Son mandatos explícitos que se hicieron cuerpo, cánticos y consignas en las plazas
y las calles. Las palabras de los triunviros cegetistas desde que se fechó la huelga
describen una situación que no deja margen para negociadores flojos o para sanatas
copiadas de los think tanks de la derecha.
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Ida y vuelta al pasado: Regresemos al pasado. El resquebrajamiento de las
dictaduras (aquel 30 de marzo, el Cordobazo en 1969) suelen sorprender a la
sociedad civil. Uno de los objetivos del terrorismo de estado es abolir la esperanza
en el futuro, crear la impresión de que el orden impuesto es eterno. Puede funcionar
algún tiempo, haciendo palanca en la violencia, lo que promueve asombro cuando
implosionan, como el Muro de Berlín.
En un sistema democrático, así fuera imperfecto, el funcionamiento es diferente.
Hay alertas tempranas de todo tipo, se puede pulsar a la opinión pública y a los
sectores productivos todo el tiempo.
Las elecciones condensan las posiciones, las instrumentan. El pueblo expresado
en el padrón se implica, compromete, decide, modifica la integración de los poderes
del Estado. Decide, ejerce poder.
La combinación entre la creciente protesta social y las votaciones por venir son más
sólidas que las encuestas cuya credibilidad se debilita en todo el planeta. Con todo,
surten efectos, entre otros factores porque los decisores les creen, por ahí de más. En
este trance difícil del Gobierno, hasta los sondeos que paga con munificencia le llevan
datos preocupantes. La mirada impresionista intuye que esos datos se quedan cortos.
Habrá que ver.