Pepe Gutiérrez-Álvarez, España.
SIETE DÍAS DE ENERO fue sin duda la última película de Bardem es de visión obligatoria para cualquiera que no viva en el país de la indiferencia. Se ajusta minuto a minuto a los hechos siguiendo una investigación exhaustiva del periodista Gregorio Morán, responsable del guión junto con un Bardem que recuperaba el pulso perdido. Ambos ofrecen un thriller duro y compacto sin concesiones.
A pesar de su larga duración, la película mantiene el ritmo siguiendo las pautas del mejor cine político o mejor dicho, de denuncia. Su revisión no permite comprobar que “Siete días de enero” (España, 1978) no envejece. Al contrario, que ha ganado. Se nota que Bardem, conocía bien su oficio. Sobresale tanto la sencillez a la que le obligaron la parquedad de medios como la estética documental colaboran a crear un ambiente de plena autenticidad, los escenarios son los escenarios de los hechos, ninguna imagen es decorativa y ningún plano está de más.
Todo encaja en una planificación en el que la indignación y la contención se equilibran, hay un buen equipo técnico, los actores se ajustan a los personajes –inolvidable José Manuel Cervino-, si bien se nota la falta de presupuesto. Igualmente hay que destacar el uso de la luz natural, que excluye cualquier atisbo de juego retórico. La película fue sin duda un acto militante, lo declaró sin tapujo su propio autor cuando declaró en el Mundo Obrero , de enero 2002: “ Hice la película porque consideré –y considero– que era mi deber como ciudadano, como cineasta y como comunista.” Bardem redondea la tremenda evocación con las imágenes finales del entierro de los abogados – anegadas en música de funerales – donde se produjeron grandes concentraciones. Supone un momento humano y emocionante, el recuerdo para unas personas que no merecían sin duda ese destino y que fueron victimas de un acto de terror digno de “la noche de San Valentín”.
La película deja constancia del tipo de sicarios que frecuentaba una extrema derecha que se sabía protegida –el ministro del interior era Martín Villa-, de ahí que en ocasiones que encañonaba con sus pistolas a la gente, no tuvieran empacho en declarar: “Sí os mato, a mí no me pasará nada”.
La película fue un acto de denuncia airado que llegó en un momento en el que los pactos comenzaban a funcionar. Algunos de los cines en los que se estrenó fueron asediados por bandas ultraderechistas. Desde la prensa conservadora en la que no faltaron comentarios del tipo “a ver cuando Bardem hace una película sobre Paracuellos”, Otros fueron más sutiles o sea “centristas”. Argumentaron que la izquierda se sentía exonerada por los “ideales”, pero que no era tan tajante cuando los atentados provenían de la extrema izquierda, espacio en el que se juntaban a los oscuros y maleables grapos y a una ETA enloquecida, que tan buenos servicios han hecho al discurso bipartidista. Otros los trataron de resultar tan propagandístico como lo podía ser Boinas verdes, la contribución del peor John Wayne al “esfuerzo militar” norteamericano en el Vietnam.
Tampoco faltaron quienes la acusaron de esquemática y maniquea… Situados desde este último ángulo se podría invalidar todo el cine de denuncia, comenzando por el liberal de Hollywood tipo John Frankenheimer. Los que decían esto no se detenían en ningún análisis. Para hacerlo tendrían que desmentir los he4chos: las víctimas estaban comprometidos con la lucha de los trabajadores por sus mejores y su dignidad, algo que se suele ignorar cuando se ignora lo que era la condición obrera; lo hacían al tiempo que luchaban por las libertades, convencidos de que la democracia permitiría avanzar “por las buenas” en un avance social que, en teoría, nadie cuestionaba; lo hacía voluntariamente a pesar de los riesgos que –como se pudo ver-, corrían. Del otro lado se podría haber trabajado más como se forjan tipos así en un régimen que era delincuente y perverso desde el principio al final.
Tampoco faltaron los que ponderaron altamente el film. El novelista Jesús Fernández Santos por ejemplo, llegó a decir que era la mejor de su autor, aunque personalmente pienso que no llega a los niveles de Calle mayor (1956) o de Nunca pasa nada (1963), la mejor, una joya. Lo que está claro es que el tema fue tratado con rigor y eficacia cuando los hechos estaban todavía calientes y que el film cumplió plenamente sus objetivos. Para matizar más se tendría que haber rodado una serie de pequeñas películas…De haber sido así, podría haber habido un episodio sobre el “gran miedo” que causó la noticia de la masacre, entonces, como sucedió cuando el atentado contra Carrero o en la noche del 23-F, muchos militantes se buscaron otros domicilios.
Otro episodio podría haberse centrado en la “suerte” –nunca mejor dicho- de los asesinos, una parte que nos revelaría el grado de putrefacción alcanzado por el régimen franquista. Otro podría habernos informado como fue que un crimen de esta magnitud no dio lugar a una huelga general que habría parado el país de un extremo a otro, y porque todo se contuvo en un duelo silencioso que demostró la capacidad del aparato del PCE en controlar sus bases sin discusión.
Otro quizás podría haber reunido en un viaje a personajes que justificaron este paso hacía atrás con otros que estuvimos en radical desacuerdo. Estos podrían admitir que, como había sucedido muchas otras veces, las luchas requieren una contención. Lo que no fue de recibo es que bajo el argumento –de los dirigentes- de que “no se podía ir más allá”, se operara una desconstrucción total de los movimientos sociales que desde la base luchaban por los derechos sociales y democráticos. Mucha de la gente que “se la jugó” entonces en la clandestinidad se sintió utilizada.