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Los mineros peruanos lucharon en la hora más oscura

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Imagen: Saúl Cantoral hablando en una asamblea de trabajadores mineros.

JACOBIN

GERARDO RÉNIQUE CAYCHO

En medio de la guerra interna de Perú de los años 80, los sindicalistas eran vistos o como peligrosos subversivos o como víctimas inocentes. La verdad, sin embargo, es que jugaron un papel vital en mantener viva la lucha por la emancipación en una de las horas más oscuras del país.

El libro Entre guerras. Militancia y activismo minero en las décadas 1970 y 1980 reconstruye a través de los testimonios de doce dirigentes y activistas sindicales las épicas batallas de los mineros peruanos. Comienza en los años setenta, época en la cual los mineros defendían su autonomía y derechos frente al gobierno militar, y culmina en los ochenta por el establecimiento de la negociación colectiva de rama como respuesta a las políticas neoliberales y por una salida política a la crisis y cruenta guerra interna.

De esta manera, como señala Gerardo Rénique en el prólogo que sigue, el libro rescata la memoria de las resistencias al neoliberalismo y de un proyecto socialista desde el movimiento obrero y popular. Llena así un vacío en la historia de la clase obrera en el Perú y ofrece un punto de vista diferente a las narrativas que obvian su actuación bajo el conflicto armado interno.      

El texto que sigue es el prólogo, a cargo de Gerardo Rénique, del libro Entre guerras. Militancia y activismo minero en las décadas 1970 y 1980editado por Carlos Portugal Mendoza y Alberto Gálvez Olaechea (Fauno ediciones, 2021).

La noche del 13 de febrero de 1989, exactamente dos meses después de haberse levantado la segunda huelga nacional minera de octubre-diciembre de 1988, y en la víspera de acordarse la convocatoria a una tercera huelga, se hallaron en el Parque Zonal Huiracocha de Canto Grande en Lima los cuerpos acribillados de Saúl Cantoral, secretario general de la Federación Nacional de Trabajadores Mineros Metalúrgicos y Siderúrgicos del Perú (FNTMMSP), y de Consuelo García, promotora de la Central de Mujeres Mineras. Considerando que en dos ocasiones anteriores Saúl Cantoral había sido raptado y amenazado de muerte por sujetos que se identificaron como miembros del Comando Rodrigo Franco (CRF), sus compañeros en la dirigencia sindical minera no dudaron en señalar a este grupo paramilitar como responsable del asesinato de sus líderes. Creado durante el primer gobierno de Alan García (1985-1990) bajo el mando de su ministro del Interior, Agustín Mantilla, el CRF actuaba como escuadrón de la muerte dedicado a la eliminación de presuntos “subversivos”. Catorce años más tarde, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) identificó a los perpetradores como integrantes del CRF. A pesar de haber sido identificados y de existir fehacientes pruebas en su contra, tanto los perpetradores como los autores intelectuales de las ejecuciones de Saúl y Consuelo permanecen hasta este momento impunes, esperando una sentencia judicial que ya demora 32 años.

Bajo el liderazgo de Saúl Cantoral, elegido secretario general de la FNTMMSP en 1987 se fortaleció la unidad de los mineros a través de un pliego nacional único de demandas discutido y elaborado en todos y cada uno de los sindicatos de base de la federación. El pliego único evitaba la dispersión y desigualdad en los beneficios, favoreciendo sobre todo a los trabajadores de las empresas de la pequeña y mediana minería. Por su parte, la activista feminista Consuelo García, a través de programas de apoyo y capacitación política y social a la mujer minera contribuyó a fortalecer los Comités de Amas de Casa los cuales fueron participando crecientemente en los eventos de la federación desde el Congreso de Unificación Minero, Metalúrgico y Siderúrgico de 1984 hasta formar, en 1990, la Central Nacional de la Mujer Minera. La participación de la mujer en la elaboración del Pliego Nacional, su firme y decidida participación en marchas y movilizaciones fueron cruciales para el fortalecimiento de la FNTMMSP durante las críticas tres huelgas nacionales de 1988-1989.

A la vez que la lucha por el Pliego Nacional multiplicó la capacidad de negociación reivindicativa sindical de la FNTMMSP, su plataforma –aprobada en el I Congreso Nacional Unificado de 1987– señalaba su compromiso de luchar por el bienestar de las clases populares, la defensa de las demandas territoriales, los derechos sindicales y democráticos populares, la estatización de empresas monopólicas, el control y regulación estatal de las industrias estratégicas, contra la militarización y por la pacificación, reafirmando así la importancia que históricamente ha mantenido el proletariado minero como pilar del bloque de la constelación de fuerzas político-sociales de la clase trabajadora y los sectores populares. Teniendo como trasfondo una creciente insatisfacción con el gobierno de Alan García, las luchas mineras emergieron como la punta de lanza de la oleada de huelgas y movilizaciones en rechazo del “choque” económico de setiembre de 1988 que duplicó, y en algunos casos, triplicó, los precios de productos básicos, mientras que los salarios se mantuvieron desproporcionadamente más bajos.

Para el empresariado minero el Pliego Único representaba una seria amenaza a las ganancias que históricamente habían logrado a través de la superexplotación de los trabajadores mineros peruanos cuyos salarios bordeaban la octava parte de los salarios y beneficios obtenidos por sus pares en países industrializados. Para el gobierno aprista, la crisis política incitada por el avance de las acciones de Sendero Luminoso SL y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru MRTA, el descontento de la derecha ante su intempestiva nacionalización de los bancos y la olea da de huelgas y movilizaciones en respuesta al choque económico, le facilitó el escenario ideal para lanzar lo que Dardot y Laval, en el contexto de la ofensiva neoliberal, describen como “guerra política” contra los obstáculos que frenan la profundización de la lógica del beneficio. “Guerra política” estatal contra los trabajadores que, al igual que la estrategia senderista, también recurrió al terror, intimidación, violencia ejemplarizadora y aniquilamiento.

La otra guerra

Vistas retrospectivamente, las medidas de García eran parte del esquema a través del cual el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial allanaban el camino a la ofensiva global del gran capital contra la clase trabajadora, la izquierda y los regímenes que, surgidos en la segunda posguerra, se institucionalizaron bajo el principio del “estado de bienestar” en los países desarrollados, y del “desarrollismo” en los países del llamado Sur Global. Ofensiva global capitalista que, iniciada en la Gran Bretaña bajo la conducción de Margaret Thatcher –“la dama de hierro”– se impuso como objetivos iniciales la privatización del amplio sector público británico y la drástica reducción de los derechos sindicales. Por su tenaz oposición a la privatización de las industrias del acero y del carbón Thatcher declaró como “enemigo interno” de la nación al poderoso Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros. La derrota de los trabajadores mineros fue seguida del cierre de minas y plantas siderúrgicas, y más de 190,000 despedidos. 

En el Perú, bajo la batuta de Mario Vargas Llosa –declarado admirador de Thatcher– tecnócratas, empresarios y políticos de derecha impulsaron su propia “revolución neoliberal”. Visión de sociedad que se haría realidad a través de los más de 100 decretos de Fujimori de fines de 1991 que, por su explosiva naturaleza, fueron conocidos popularmente como los “decretos-bomba.” Estos contemplaban la privatización total de la economía y una mayor intensificación de la guerra. Una suerte de neoliberalismo armado, una amalgama del neoliberalismo radical de Milton Friedman y las doctrinas de seguridad nacional concebidas por el Pentágono. Los decretos eliminaban los controles que aún quedaban a la inversión extranjera, concedían poderes casi ilimitados a los militares y a los servicios de inteligencia y aumentaba enormemente el poder de la rama ejecutiva del Estado. Colocando como ejes de la reconfiguración del Estado a los servicios de inteligencia y a las Fuerzas Armadas y, bajo la cobertura del combate al terrorismo, se diseñó una agresiva y perversa estrategia que recurrió a la “guerra sucia” y a las políticas del miedo para también eliminar, amedrentar y atemorizar sindicalistas y líderes populares, así como para desalentar la protesta y movilización popular y ciudadana. En sus intervenciones y discursos públicos Fujimori ubicaba en el mismo campo a “las cúpulas sindicales” y “las huestes de Sendero Luminoso.”

Los asesinatos de Saúl Cantoral y Consuelo García, ocurridos las vísperas de la elección de Fujimori, fueron solo el preámbulo de una campaña de asesinatos selectivos de dirigentes sindicales. En diciembre de 1992, pocos días después que el ministro de Economía Carlos Boloña asegurara a los empresarios asistentes a la CADE que “la cúpula de la CGTP pronto sería destruida,” pistoleros del Grupo Colina acribillaron a Pedro Huilca, secretario ejecutivo de la CGTP. Según la activista de derechos humanos Jo-Marie Burt este asesinato contribuyó a la expansión de una cultura del miedo con la que se buscaba atemorizar y paralizar la actividad sindical. Sobre la FNTMMSP recaería toda la fuerza de los asesinatos selectivos. Según datos de la CVR, entre 1983 y 1993 fueron asesinados 27 sindicalistas mineros. Ocho de estos asesinatos fueron cometidos por efectivos del Ejército, la Policía y del CRF mientras que otros siete por operativos senderistas cuya mal llamada “guerra popular” era un reflejo de la arbitraria y sangrienta “guerra sucia” de las fuerzas estatales. 

Consuelo García.

La violencia política de los 80 y 90 representa un momento sin precedentes en la historia política del país. El uso indiscriminado de las tecnologías de terror estatal (abuso sexual, masacres ocasionales, desapariciones, caravanas de la muerte, hornos crematorios) ensayadas y afinadas en los conflictos del Cono Sur y Centro América hicieron del Perú otro escenario más de las “guerras sucias” que caracterizaron el fin del siglo veinte en América Latina. Por su parte, las tácticas de Sendero también rebasaron las formas establecidas y tradicionales de acción directa de la izquierda revolucionaria. Las acciones de propaganda armada, sabotajes y enfrentamientos armados dieron lugar a ataques y ajusticiamientos de líderes populares, militantes de izquierda, autoridades elegidas, religiosos, miem bros de ONGs y funcionarios estatales. Lejos de contribuir a la expansión de sus filas entre los trabajadores, con la eliminación de sindicalistas considerados “revisionistas vendidos” que “mantenían al proletariado alejado de la guerra popular” –como lo declaró el mismo A. Guzmán–, las campañas de intimidación y aniquilamiento de Sendero fueron más efectivas que las del propio gobierno en contener y eliminar al movimiento obrero –una de las fuerzas centrales en resistencia y oposición al neoliberalismo.

Supresión, olvido y batallas por la memoria

Las secuelas y legado de las dos décadas de conflicto armado, sin embargo, no deben reducirse a las múltiples arbitrariedades, dolor y muerte cometidas por el Estado y las insurgencias armadas, sobre todo la de Sendero Luminoso. Su legado incluye también la solidaridad, dignidad, creatividad y capacidad organizativa con las que trabajadores, campesinos, jóvenes, mujeres, ciudadanas y ciudadanos comunes y corrientes han resistido y luchado, tanto contra las injusticias perpetradas desde el Estado como contra las igualmente violentas y arbitrarias imposiciones de las fuerzas insurgentes. Durante las tres últimas décadas del siglo veinte, la FNTMMSP tuvo participación activa en la formación del Comando Unitario de Lucha (1977), la Unidad Democratica Popular (1978), la Izquierda Unida (1980), y la Asamblea Nacional Popular (1987), las instancias más importantes de coordinación y centralización de la clase obrera, los movimientos populares y la izquierda en la historia del país. Esta destacada presencia y protagonismo de los sindicatos obreros y organizaciones populares en rechazo y resistencia a la violencia de las fuerzas estatales y en defensa de los derechos democráticos e intereses nacionales amenazados por el neoliberalismo, así como a las arbitrarias imposiciones y violencia senderistas, contrasta sin embargo con su invisibilidad –o representación pasiva– en las narrativas oficiales, públicas, periodísticas, artísticas y académicas de mayor aceptación y circulación dando cuenta de la historia política y social que marcaron el fin de siglo peruano.

Al final de los conflictos armados, sobre todo cuando se trata de guerras civiles y coloniales, como lo apunta el escritor vietnamita-estadounidense Viet Than Nguyen, el conflicto se traslada del campo de batalla a “las batallas por la memoria”, a la disputa de qué muertos recordar y cómo hacerlo; las formas de cómo testimoniar la actuación y comportamiento del Estado, de los insurgentes y de los civiles durante la guerra. Tal es también el caso del Perú actual. Las demandas por justicia a los líderes sindicales mineros asesinados, y la recuperación de la memoria y visibilización de las experiencias del sindicalismo minero son también parte de estas batallas.

Pasadas más de dos décadas de la captura de Abimael Guzmán y la derrota de Sendero, los recuentos periodísticos, académicos, artísticos y públicos de la historia y política de las décadas de los ochenta y noventa se mantienen encasillados dentro de los marcos impuestos por dos grandes narrativas dominantes de la guerra interna. La narrativa “negacionista” que, elucubrada en los altos mandos militares y los servicios de inteligencia y adoptada como propia por los sectores más recalcitrantes de la derecha civil, niega que en el Perú se haya dado una guerra y justifica la violencia de la contrainsurgencia como la reacción del Estado ante una igualmente brutal embestida terrorista. La narrativa “condenatoria” generada en las instituciones de defensa de la vida y los derechos humanos concentra su atención en las víctimas y sus derechos amenazados y/o violados tanto por las Fuerzas Armadas como por las fuerzas insurgentes. Si bien interpretativa, conceptual y éticamente antagónicas, estas dos grandes narrativas empero coinciden en desestimar la importancia de clase obrera como agente de transformación y emancipación. Desde la derecha la demonización (“terruqueo”) de los sindicalistas acusándolos como “terroristas infiltrados” –como lo hiciera el empresariado minero durante las huelgas de 1988-1989– los despoja de plano de su rol y relevancia histórica y política como agentes de cambio social. Desde el polo opuesto de la narrativa condenatoria, la consideración de las muertes de sindicalistas como consecuencia del “fuego cruzado’ entre los actores armados, voluntaria o involuntariamente, oculta o, en el mejor de los casos, coloca en un plano secundario los posicionamientos político-organizativos que, como líderes sociales, los hacía blanco intencionado tanto de las Fuerzas Armadas como de Sendero.

Narrativas que tomaron forma durante un excepcional momento histórico, en el cual el derrumbe del socialismo de estado, el endurecimiento autoritario de la democracia liberal y la expansión universal del neoliberalismo como ideología única, señalaban el fin de una época. La caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, considerada como el suceso más emblemático de este fin de época, profundizó la desmoralización e incertidumbre de la izquierda, al mismo tiempo que alimentó el triunfalismo y revanchismo de la derecha. Bajo la cubierta del “fin de las ideologías”, esta agresiva ofensiva ideológica neoliberal, según A. Gilly, se propuso “borrar la idea misma del socialismo de las mentes y sueños de los seres humanos.” Desde esta misma perspectiva el colapso del socialismo de estado fue considerado como el golpe de gracia a la importancia del socialismo como proyecto emancipatorio. En palabras de E. Traverso, “tras haber ingresado al siglo XX como una promesa de liberación, el comunismo salió de él como un símbolo de alineación y represión.”

Retroceso del pensamiento crítico

En el Perú las dificultades que planteó la organización y movilización de ideales –así como de organizaciones populares– en un contexto de guerra, se exacerbaron con los desafíos de mantener una crítica izquierdista coherente, planteados por la masiva propagación de las ideas neoliberales. Los efectos desmoralizantes que, sobre la izquierda y los intelectuales izquierdistas a escala mundial, tuvo la ideología del libre mercado, “el fin de la historia” y el colapso del “socialismo realmente existente,” profundizaron la desilusión causada por la implosión de la IU, el agravamiento de la crisis económica y la creciente espiral de terror y violencia de la guerra interna. En estas circunstancias el pensamiento marxista, las posturas progresistas y el pensamiento crítico anticapitalista, que durante las décadas de los setenta y ochenta ocupara un lugar prominente en la esfera pública, fueron abruptamente dejados de lado en favor del pragmatismo y funcionalismo intelectual que persisten hasta este momento. Más aún, de la misma manera en la que intelectuales europeos lo hicieron –como lo observó el historiador A. Mayer–, en el Perú muchos adoptaron las distópicas modas intelectuales de la era neoliberal para tomar distancia de las utopías igualitarias, la política partidaria y las aspiraciones revolucionarias que antes habían abrazado, dejándolas de lado por considerárselas como “un asunto innecesario y sangriento.”

Viraje intelectual que también dio lugar a la radical reconsideración del rol e importancia de la revolución y del socialismo, así como de todas las otras formas de pensamiento crítico, progresista y radical en general, para la democracia y la política moderna. En su análisis revisionista de la Revolución Francesa el historiador F. Furet, exmiembro del Partido Comunista Francés, la reconsideró como la fuente de origen de lo que calificó como las autoritarias y violentas “conflagraciones purificadoras del siglo veinte”. Otro historiador calificó al socialismo revolucionario como el “apocalismo” que contribuyó a desatar las dos grandes guerras mundiales. “Apocalismo” asociado al “fanatisismo”, que ideólogos de la Guerra Fría atribuyeron a los líderes de las guerras campesinas alemanas del siglo dieciséis –admiradas por Marx como el suceso más radical de la historia de ese país–, consagrándolas como momento fundacional del “autoritarismo” que sería inherente al socialismo revolucionario.

En el Perú, en vez de situar el radicalismo de los sesenta, expresado en las guerrillas y las luchas campesina, en un contexto histórico determinado por las sucesivas frustraciones políticas y en reacción al creciente accionar del Estado para silenciar la disidencia a través de la represión, muchos analistas y académicos, así como el informe de la CVR, sugieren que los orígenes de la violencia de las décadas de los ochenta y noventa, se remontan a un supuesto “culto a la violencia” que, según ellos, definió a la nueva izquierda que emergió durante la década de los sesenta. Al comparar las pasiones revolucionarias y las aspiraciones utópicas del marxismo con el celo e intransigencia atribuidos a las guerras religiosas europeas del siglo dieciséis, por extensión también se condenan todas las posiciones radicales y anticapitalistas como irracionales y siniestras. Más aún, tales posiciones conducen a un inevitable acomodo con el presente neoliberal, no solo como forma económica sino también política, ya que desde esta perspectiva se redefine el papel del Estado: no como un mecanismo de redistribución o sitio de lucha de clases, sino como baluarte contra el radicalismo expresado por Sendero. Asimismo, las recientes afirmaciones de que el radicalismo revolucionario peruano de los años sesenta fue una “construcción mental” entre “grupos marginales” sostenida en un “escenario de confrontación absoluta” no solo afirma la “irracionalidad” del pensamiento izquierdista, sino que también constituye una creativa reescritura de la historia política y social de un país en el que la organización de los sectores populares, y en particular los sindicatos mineros, en interacción con la izquierda socialista, cumplieron un papel central en la formación del repertorio político cultural, las formas de organización, las aspiraciones igualitarias, y las demandas de justicia económica y social que dieron forma a las culturas de resistencia y acción democrática de las últimas décadas. Incluyendo gran parte del repertorio cultural, formas de movilización y demandas de justicia social que caracterizan las actuales luchas en defensa del territorio y medio ambiente en contra de industrias extractivistas, las movilizaciones juveniles por mejores condiciones de trabajo, hasta las grandes manifestaciones en contra del fujimorismo, por citar algunos casos. 

Izquierda y trabajadores mineros

Por su ubicación en el nodo de articulación de la economía peruana al mercado capitalista mundial y de sujeción del país a la dominación imperialista, la organización del proletariado minero ha cumplido un rol estratégico en la formación de las culturas democráticas igualitarias de resistencia de las clases populares. Siendo las empresas estadounidenses las dominantes en el sector, las luchas económicas salariales, por seguridad en el lugar de trabajo, y mejores condiciones de vida, estuvieron imbricadas a la lucha por la defensa de los intereses nacionales. De esta manera, la formación de la conciencia de clase de los trabajadores mineros se dio de la mano de la forja de una conciencia antiimperialista. Por su procedencia, las primeras generaciones de trabajadores mineros representaron también un “puente” con el campesinado, los dos sectores considerados por José Carlos Mariátegui cruciales en la formación de un frente antioligárquico antiimperialista y en la forja de un vasto movimiento socialista. Salvo breves periodos, entre principios del siglo pasado y el periodo que abarca este libro, la organización de los trabajadores mineros se dio en estrecha interacción con los partidos de la izquierda socialista. 

Los contactos iniciales entre Mariátegui y su círculo de intelectuales y obreros socialistas con trabajadores mineros, durante la segunda mitad de la década del veinte, se establecieron a través de la circulación de Amauta y Labor. Mediante conferencias, escuelas de formación obrera y grupos de discusión, sindicalistas y trabajadores mineros se integraron a las redes establecidas por Mariátegui con la perspectiva de crear un partido y movimiento socialista en el país. Desde sus inicios, las discusiones de la temática de la organización gremial de los trabajadores mineros fueron inscritas tanto dentro de la problemática de la expansión capitalista y la dominación imperialista en el país, como en relación a los grandes temas que enfrentaba el proletariado internacional. 

Como todo otro proyecto socialista, desde sus inicios el de Mariátegui, se estructuró simultáneamente como proyecto de clase y como proyecto intelectual. Partidos y organizaciones izquierdistas, en conjunto con la organización de los trabajadores, se legitimaron a sí mismos como los “agentes de lucha” del proyecto socialista. De otro lado, académicos e intelectuales socialistas a través de instituciones culturales y educativas, así como mediante periódicos, revistas y “universidades populares”, se erigieron en sus “agentes de entendimiento”. Sus interpretaciones, análisis y representaciones de la historia y sociedad peruana basados en el marxismo, constituyeron la piedra fundacional de un proyecto pedagógico orientado hacia la educación de la clase trabajadora, los sectores populares y la misma izquierda. Desde este momento fundacional al periodo abordado en “Entre Guerras”, las trayectorias del socialismo y el sindicalismo minero estuvieron íntimamente interrelacionadas. 

Recordar para resistir

Proscritas de las narrativas dominantes, la formación de la cultura e identidad sindical minera y de izquierda se forjaron en la lucha extendida desde principio del siglo pasado hasta el presente, en contra de un Estado excluyente y discriminatorio al servicio de una élite enfeudada a los intereses del capital imperialista. Codificada en las narrativas oficiales como una sucesión de booms económicos (del guano, del caucho, del cobre, del algodón, de los commodities), para trabajadores, mujeres, indígenas y campesinos, los ciclos que marcan la historia del capitalismo en el Perú y la bonanza de las élites, están marcados más bien por ciclos de despojo, tragedias laborales, explotación, desplazamiento, marginalización y violencia. Desde esta óptica, la violencia de la guerra interna y de la imposición del capitalismo salvaje neoliberal de fines del siglo veinte, representan un hito más de una historia marcada no solo por el transcurrir del tiempo sino, sobre todo, por la pérdida de derechos, de tierras, de recursos, de identidades y de dignidad. 

Para los trabajadores mineros la defensa del pliego único y el asesinato de Saúl Cantoral y Consuelo García encapsulan la resistencia de los trabajadores mineros al ciclo del boom de los commodities y expansión de las industrias extractivas que sustentaron el neoliberalismo autoritario de Fujimori. Luchas que, puestas en perspectiva histórica, representan un capítulo más de la historia de los ciclos de movilización/resistencia/represión que, intensificados durante las crisis políticas y económicas detonadas por los cambios de régimen o por las transiciones entre ciclos de acumulación, han dado forma a la dominación capitalista en el país. Una historia –como advierte A. Gilly– “no solo tal como la registran y la cuentan los dominadores, sino ante todo tal como se preserva en las mentes, memoria y las relaciones cotidianas de los subalternos”. Historia en la que se suman y combinan las memorias de las luchas y formas organizativas de las décadas precedentes, de las dos o tres generaciones más recientes de sindicalistas mineros, con lo que S. Rivera denomina como “memoria larga”, la que cada comunidad ha acumulado en los ciclos de siglos de dominación colonial y capitalista. 

Resucitadas o invocadas, en momentos de lucha, sea rememorando a los sindicalistas caídos, tragedias o represiones trascendentales (Tragedia de Morococha, 1928; Masacre de Malpaso, 1930; Masacre de Cobriza, 1971; Paro Nacional y despidos, 1977) y entrelazadas con las memorias de los triunfos y logros alcanzados en la lucha sindical, a la vez de constituir un poderoso incentivo a la movilización, también le dan sentido histórico a la lucha. Fueron estas memorias de las experiencias de organización de la primera mitad del siglo veinte las que inspiraron y sustentaron la formulación de las estrategias y expectativas de los sindicalistas y militantes contribuyentes al libro.

Memorias subalternas y utopía

Fue sobre la base de las experiencias de la primera mitad del siglo veinte –celosamente guardadas en las memorias mineras individuales y colectivas– que los actores de la historia sindical durante las décadas de los setenta y ochenta dieron forma a las expectativas emancipatorias que guiaron el accionar de la FNTMMSP como agente de transformación político-social. Expectativas a su vez modeladas por la esperanzadora atmósfera político-cultural de la época. Momento histórico de movilización obrera y popular en ascenso, durante el cual las posiciones progresistas y de izquierda mantenían una presencia pública importante y de relevancia electoral, y estaba vigente la visión marxista de la historia en la que los acontecimientos del pasado deberían de inscribirse en la conciencia histórica, de proyectarse hacia el futuro. 

Si bien estas memorias del sindicalismo minero recordadas y narradas por sus propios protagonistas en el libro rescatan la agencia histórica y política-social del proletariado minero durante la transición neoliberal, estas también rompen los fuegos de las batallas por librarse contra la amnesia neoliberal que, con la desaparición de sindicalistas e izquierdistas de las narrativas históricas dominantes, pretenden naturalizar su ideología del “fin de la historia y de las ideologías” y que no es posible un futuro que no sea el del capitalismo. Aunque la crisis sanitaria y económica en curso hace evidente el fracaso del neoliberalismo, también plantea un desafío para quienes creemos que sí es posible un futuro más allá del capitalismo. 

Estrechamente asociada a los proyectos socialistas, la desaparición de la memoria de los trabajadores, que siguió un curso paralelo al de la reducción de su relevancia política, consecuencia de la victoriosa ofensiva antisindical neoliberal, ha significado un duro golpe a su existencia como base social de la izquierda y como sostén de la cultura socialista. Sin embargo, a diferencia de la memoria histórica dominante, las memorias históricas de los trabajadores y las mujeres mineras, así como las de los oprimidos y subalternos en general, por su génesis en las resistencias a la explotación capitalista, a la opresión colonial-oligárquica, a la humillación racial, étnica y de género, y a la defensa de territorios y el medio ambiente, constituyen también –en el sentido del pensamiento de A. Gramsci como el de Mariátegui– formulaciones intelectuales de horizontes políticos más amplios que los del estado-nación criollo y de la modernidad neoliberal. Horizontes que, en el hirviente Perú al advenimiento del bicentenario, hacen posible que –como señaló A. Flores Galindo– el socialismo “como proyecto y realización siga teniendo futuro, si somos capaces de volverlo a pensar, de imaginar otros contenidos”. Palabras que nos remiten al proyecto fundacional mariateguista forjado en su encuentro y solidaridad con los trabajadores mineros y concebido como una confluencia de las tradiciones de resistencia obreras y campesinas y en el encuentro entre el socialismo y las tradiciones comunitarias indígenas y campesinas. 

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