Samuel Farber *
NewPolitics, 28-6-2021
Traducción de Enrique García – Sin Permiso
Los políticos profesionales son un fenómeno histórico relativamente reciente y sus mentiras son en gran medida una respuesta a imperativos sociales estructurales que no existían en las sociedades pre-capitalistas. Seguramente la democracia capitalista liberal no inventó las mentiras políticas. El capitalismo tampoco inventó la explotación y la opresión. Sin embargo, como en el caso de la explotación y la opresión, las mentiras políticas adquirieron un nuevo contenido y forma bajo el capitalismo democrático liberal.
Se espera que los políticos profesionales mientan; esa ha sido la norma aceptada en el universo de la política estadounidense. Los presidentes, tanto republicanos como demócratas, han mentido de forma natural. El presidente demócrata Lyndon Baines Johnson mintió sobre un supuesto incidente en el Golfo de Tonkin para justificar un aumento dramático de las tropas estadounidenses en Vietnam. El presidente republicano George W. Bush mintió para justificar el ataque militar y la destrucción de Irak.
Sin embargo, fue solo con Donald Trump cuando la mentira política comenzó a ser cuestionada y se convirtió en un problema en sí misma. Esto se debió a la desvergonzada y descarada tergiversación de los hechos por parte de Trump, que llevó la mentira política a niveles previamente impensables, desde su supuesto talento personal como un inversor capitalista de gran éxito, hasta grandes mentiras mucho más trascendentes al estilo de Goebbels, como sus declaraciones repetidas y totalmente sin fundamento de que un fraude masivo impidió su victoria en las elecciones presidenciales de 2020, una afirmación que se ha convertido en la piedra angular de la organización de un movimiento trumpiano después de la derrota de Trump, y una falsa excusa para limitar los derechos de voto en todo Estados Unidos.
Es posible que Donald J. Trump no sea realmente, o tal vez aún no se haya convertido, en un político profesional. Sin embargo, su propensión crónica a mentir es una réplica a modo de caricatura de la antigua tendencia de los políticos profesionales en las democracias capitalistas a mentir como una característica «normal» de su práctica política cotidiana. Por políticos profesionales me refiero a personas que están totalmente dedicadas a la política como profesión toda la vida. John F. Kennedy, por ejemplo, fue un político profesional que, según Richard Reeves en su President Kennedy: Profile of Power, se definió explícitamente a sí mismo como tal, tanto que en una ocasión se identificó explícitamente con su enemigo político declarado, el mariscal Tito, el jefe de la Yugoslavia comunista, como un colega en la práctica de la profesión que eligió. Mentir era algo implícito de la práctica política de Kennedy: como le dijo a Walter Heller, el presidente del Consejo de Asesores Económicos durante su presidencia, las palabras siempre se podían explicar. En el ámbito internacional, esa explicación estaba respaldada por la conciencia de Kennedy de que Estados Unidos era uno de los actores más poderosos del escenario mundial, lo que le permitió sentir que no necesitaba cumplir los compromisos que había hecho en nombre de Estados Unidos. La violación de esos compromisos podía justificarse como meras palabras dirigidas, por ejemplo, al enemigo comunista, como herramientas oportunas para las relaciones que deben mantenerse, especialmente con pueblos y países que no habitaban el mismo universo político y moral que los Estados Unidos capitalistas democráticos y sus aliados.
Los políticos profesionales y sus mentiras: su base estructural
En términos históricos, el desarrollo de los profesionales de la política es un fenómeno relativamente reciente: Surgió sólo en el siglo XIX, con el desarrollo de la política de masas, en especial cuando la clase trabajadora y la movilización y lucha popular impuso la extensión del sufragio a los varones adultos en los principales países capitalistas, y más tarde a las mujeres adultas en la primera mitad del siglo XX (con la atroz excepción, en el caso de Estados Unidos, de las mujeres y los hombres negros). Los políticos profesionales que gradualmente llegaron a dominar la política en las democracias capitalistas fueron, en su mayor parte, quienes -como Max Weber identificó hace un siglo en su Política como vocación-, vivían «de la política» en lugar de «para la política». Weber definió dos tipos diferentes de políticos en su tiempo: los notables ricos e independientes que podían permitirse vivir «para la política», y los políticos que vivían «de la política», que no eran ricos por otras vías y que se volcaban en la política como una ocupación a tiempo completo y una carrera de por vida de la que obtener sus principales ingresos. El modelo de Weber tendría que modificarse, al menos en el caso de Estados Unidos, porque un número sustancial de abogados, la mayoría de ellos prósperos, y millonarios como los Kennedy y los Bush, se convirtieron en políticos profesionales. Aun así, el hecho es que, independientemente de su origen económico y social, la mayoría de los políticos contemporáneos en los Estados Unidos, como en todas las democracias capitalistas, han hecho de la política una profesión, en lugar de una actividad ocasional como en el caso de los notables de Weber. Eso incluye también a políticos profesionales provenientes de los partidos socialdemócratas y comunistas de clase trabajadora, cuyas carreras comenzaron dentro del aparato organizativo de esos partidos (y sindicatos) antes de que “saltaran” a los órganos legislativos y administrativos municipales, regionales y nacionales democrático capitalistas.
La mentira de estos políticos profesionales está directamente asociada con el aumento de la competencia por los votos y el apoyo financiero que surge con el advenimiento de la política de masas. En el capitalismo moderno, las implacables presiones de la competencia y la acumulación de capital están integradas en el funcionamiento cotidiano del propio sistema. Esto hace que la acumulación y expansión del capital sea obligatoria y una característica cotidiana del funcionamiento de los capitalistas, más que una opción. O compiten, acumulan capital y obtienen ganancias o se hunden. Algo similar ocurre en el mundo de los políticos y partidos modernos en los países capitalistas democráticos: no pueden escapar de las presiones de la competencia electoral y la expansión política —los partidos buscan obtener más cargos electos— incorporadas al sistema como fuerzas motrices ineludibles más allá de la voluntad de cualquier político profesional individual. En cualquier caso si quieren seguir siendo jugadores importantes en el juego político. El nivel de competencia electoral se ha intensificado con la expansión histórica de la alfabetización y, lo que es más importante, con el desarrollo de medios de comunicación cada vez más poderosos, que no solo juegan un papel fundamental a la hora de persuadir al electorado, sino más aún en manipularlo, creando así un universo político suma cero con sus propias reglas de juego, que están muy lejos de la necesidad de honrar la verdad.
En las sociedades pre-capitalistas europeas, la política era el ámbito exclusivo de las élites políticas, muchos de cuyos miembros heredaban por derecho sus cargos políticos. Excepto en el caso de las poderosas y amplias revueltas de esclavos, las revueltas campesinas y los disturbios urbanos, las masas estaban excluidas como tales de la política y no jugaban un papel directo en la arena política. El príncipe de Niccolò Machiavelli ilustra agudamente esas realidades de la política pre-capitalista, en la que las masas estaban siempre en un segundo plano y eran una consideración mayormente irrelevante en la estrategia política del Príncipe, incluso cuando se trataba, como queda claro hacia el final del libro, de lograr la unificación de Italia, el tema subyacente en el tratado de Maquiavelo. Es cierto que en el contexto de esa unificación, Maquiavelo sí menciona la gratitud de las masas con la que se encontrarían los libertadores de Italia como un factor a considerar por el Príncipe, y en otras partes del texto advierte al Príncipe de la importancia de mantener satisfecho al “pueblo” y evitar su odio y desprecio para asegurar su lealtad y evitar que caiga en manos de un conspirador hostil. Pero en general, la «gente» es una preocupación secundaria: son las acciones de los gobernantes y las relaciones entre las élites políticas las que dan forma a la dinámica del juego político. La intriga, la hipocresía, la mentira, son fundamentales para el juego político del gobernante del Renacimiento, pero no surgen del sistema extremadamente competitivo de política de masas que caracteriza a las democracias modernas capitalistas.
En el sistema competitivo de la política de masas, la mentira política es principalmente un producto de características institucionales que son específicas de las democracias capitalistas. La principal de ellas es la separación entre las esferas económica y política. Los titulares de cargos electos en los cuerpos legislativo y ejecutivo, y sus cargos designados en agencias como la Junta de la Reserva Federal, tienen solo un grado limitado de influencia sobre la conducción de la economía a través de políticas monetarias, fiscales y de gasto público. No dominan esa economía; no controlan la dinámica del sistema capitalista basado en la competencia, la acumulación y la tasa de ganancia, las fuerzas que dan forma a las economías capitalistas. Los políticos profesionales son conscientes de esa realidad, saben que su poder sobre la economía es limitado, pero rara vez reconocen públicamente esos límites (a menos que sean radicales y socialistas que desafían al sistema), ya que se ven presionados a prometer lo que saben que no pueden cumplir para ganar en el juego electoral. Del mismo modo, también criticarán a sus oponentes por problemas económicos de los que generalmente solo son responsables hasta cierto punto: JFK y otros políticos demócratas se referían a la recesión de 1957 como la “recesión de Eisenhower”, por ejemplo. O se atribuirán el mérito de las recuperaciones económicas de las que pueden haber sido responsables solo hasta cierto punto.
Las falsas promesas económicas inducidas por la competencia política han surgido no solo en el contexto de los problemas macroeconómicos, siendo las recesiones y recuperaciones nacionales el principal ejemplo, sino también en el contexto de problemas regionales y locales. Un ejemplo muy ilustrativo involucra las regiones históricamente mineras de carbón en Virginia Occidental. Lo que una vez fue un estado predominantemente demócrata con un sindicato de mineros muy militante y poderoso se convirtió en un estado fuertemente republicano y conservador debido, en buena medida, al declive masivo y la desaparición de la minería del carbón, resultado, en su mayor parte, de poderosos fuerzas económicas como las ventajas competitivas y el predominio del gas en los últimos años. Atribuyendo falsamente el cierre de las minas a las malvadas maquinaciones de ecologistas y demócratas liberales, el expresidente Donald Trump prometió demagógica y falsamente reabrirlas, asegurando así el voto de Virginia Occidental para los republicanos en las elecciones de 2016 y 2020. Por su parte, la Administración Biden y los demócratas han ofrecido propuestas parciales superficiales que los líderes sindicales han descrito como «una mera manipulación circunstancial del problema real»(Politico, 18 de abril de 2021). Para abordar adecuadamente el problema real del desempleo y la pobreza en la región, sería necesario adoptar medidas, como la preservación de por vida de los salarios históricos de los mineros, acompañada de un programa integral de formación para nuevos empleos ambientalmente sanos creados por los gobiernos estatal y federal, que violarían los principios de la economía de «libre» mercado capitalista, algo que no pueden permitirse hacer dados los estrechos vínculos del Partido Demócrata con el capital, incluso de su ala liberal. Así es como los políticos demócratas han reforzado la efectividad de las mentiras demagógicas contadas por personas como Donald Trump con promesas que saben que no resolverán los problemas de Virginia Occidental incluso si se implementaran. De hecho, a menudo parecen preferir perder el estado electoralmente que el apoyo financiero y electoral mucho más poderoso del capital.
La competencia política induce a la mentira económica todos los días incluso en los temas más locales. Hace unos cinco años, uno de los pocos supermercados económicos que quedaban en mi vecindario en la ciudad de Nueva York cerró debido a un fuerte aumento en el alquiler —característico de lo que está sucediendo en el área— que no podía pagar. En una manifestación celebrada frente a ese supermercado para protestar por el cierre anunciado, destacados funcionarios liberales y progresistas de la ciudad de Nueva York se dirigieron a la multitud prometiendo llevar a cabo gestiones para evitar el cierre del supermercado. Quedó claro que ninguna de las medidas que mencionaron, como por ejemplo llamar a los dueños del edificio que albergaba el supermercado para convencerlos de bajar o retrasar el aumento de alquiler, tenía posibilidades de éxito. Los cargos electos que hablaban allí lo sabían, pero sin embargo siguieron proclamando sus promesas falsas e irrelevantes. Ninguno de ellos mencionó propuestas que realmente pudieran suponer una diferencia, si no inmediatamente, si al menos en el futuro como, por ejemplo, establecer un control de los alquileres comerciales. La mención de tal propuesta habría roto políticamente el muro que separa la economía de la esfera política, limitando así el poder económico del mercado y la industria inmobiliaria, uno de los grupos de presión más poderosos políticamente en la ciudad y en el estado. Para estos políticos profesionales, romper ese muro habría significado poner en peligro o incluso destruir su carrera política.
El hecho de que la representación política se organice en su mayor parte geográficamente es otra característica estructural de la democracia capitalista que refuerza la presión para mentir. Este tipo de representación tiende a incluir clases y otras formas de heterogeneidad social, particularmente cuando se trata de áreas geográficas considerables. Uno de los padres fundadores de EEUU, James Madison, favorecia las unidades políticas geográficamente grandes argumentando que contendrían un gran número de facciones que tendrían más probabilidades de equilibrarse políticamente que en el caso de las repúblicas pequeñas donde, siguiendo su lógica, sería más probable que una facción emergiera dominante. Sea como fuere, la heterogeneidad social del electorado de los políticos profesionales los presiona estructuralmente para moderar sus pronunciamientos y mentir diciendo cosas diferentes a los diferentes electores de sus distritos geográficos para pedir su apoyo en las urnas. Las descaradas mentiras y declaraciones escandalosas de Trump se basaron en el reverso exacto de esa misma moneda: tenían como objetivo en concentrar y apelar exclusivamente a su base, evitando así la dilución de su política reaccionaria. Por eso fue el primer presidente de la historia reciente que nunca obtuvo un índice de aprobación del cincuenta por ciento en las encuestas de opinión pública. Al mismo tiempo, esa fue una de las principales razones por las que su base creyó en él y no abandonó su apoyo. La política de Trump representa una ruptura que refleja una crisis en la democracia capitalista liberal precisamente por razones como estas.
La heterogeneidad política no solo incluye diferencias de clase, género y otros factores sociales. También incluye diferentes niveles de conciencia política y compromiso, incluso dentro de una sola clase y grupo social. La teoría democrática clásica asume una ciudadanía informada y políticamente activa, que, como sabemos, contrasta marcadamente con las realidades sobre el terreno de las democracias capitalistas donde la ignorancia política, la apatía y el cinismo son de hecho alentados por la vida cotidiana. Por eso, en las democracias capitalistas estables, solo un número relativamente pequeño de personas se politiza en lo que son contextos sociales profundamente despolitizados.
Es este nivel heterogéneo de conciencia y compromiso política entre el electorado el que se convierte en el caldo de cultivo de las mentiras sobre sus propios curriculum fabricadas por los políticos profesionales, sus partidarios y los medios de comunicación para construir su carrera. Un ejemplo es el mito construido en torno al presidente John F. Kennedy y su fiscal general y su hermano Robert, como apóstoles de los derechos civiles, solo superados por el propio Martin Luther King Jr. De hecho, sin embargo, ambos Kennedy eran, en el mejor de los casos, indiferentes al movimiento de derechos civiles en el comienzo de sus carreras políticas y lo siguieron siendo durante un tiempo considerable. En la primera parte de su presidencia, John Kennedy nombró jueces abiertamente racistas para los tribunales federales en el sur. E incluso cuando el movimiento por los derechos civiles creció en número y militancia, la administración Kennedy trató de manipularlo a través de las presiones y promesas hechas por RFK en su vigoroso pero infructuoso cabildeo del SNCC (Comité Coordinador Estudiantil No Violento) para detener sus protestas militantes a cambio de su promesa de que ciertas fundaciones financiarían sus campañas para el registro de votantes. Solo el estallido nacional de las protestas de la población negra, particularmente en el verano de 1963, obligó a los Kennedy a cambiar de rumbo y prometer algunas medidas significativas contra la segregación racial. Eso fue a lo que se aferraron los Kennedy para canonizarse a sí mismos como partidarios significativos del movimiento, con el apoyo de los medios de comunicación y las organizaciones liberales. Esta mentira sobre su curriculum, que continúa viva hasta el día de hoy, no solo fue comprada al por mayor por algunos liberales blancos, sino también por familias negras (aunque ciertamente no por la gran mayoría de los militantes negros por los derechos civiles) que colocaban fotografías de JFK justo al lado de las de Martin Luther King en sus hogares, como si ambos hubieran tenido el mismo compromiso con los derechos civiles. Algo parecido ocurrió con muchos judíos estadounidenses que idolatraron a Franklin D. Roosevelt, a pesar de que no hizo nada para rescatar y ofrecer asilo a las víctimas judías del nazismo.
Cuando Lyndon Baines Johnson (LBJ) se convirtió en presidente después del asesinato de JFK en noviembre de 1963 se elaboró una mentira similar sobre su pasado. Durante la presidencia de LBJ, la revuelta negra aumentó a medida que las insurrecciones urbanas comenzaron a extenderse después de la explosión de Harlem en 1964 (que fue seguida de insurrecciones urbanas en Los Ángeles, Detroit, Newark y Cleveland entre otras ciudades). El gran conflicto causado por la explosión de militancia masiva que acompañó al movimiento de derechos civiles fue lo que acabó obligando a LBJ a apoyar una reforma legislativa a favor de los derechos civiles y el derecho al voto verdaderamente significativa en 1964 y 1965. De hecho, esta tremenda presión no solo la sintió el presidente Johnson sino también Everett Dirksen, líder de la minoría republicana en el Senado, que accedió a sumarse a los senadores demócratas del norte y del oeste para para superar el obstruccionismo de los demócratas del sur que bloqueaba el proyecto de ley de derechos civiles de 1964.
Una vez más, los liberales blancos y muchos negros asumieron la mentira de que LBJ era partidario de la igualdad negra que propagaban los medios de comunicación e incluso algunas organizaciones negras. Lo que no se dijo fue que pocos años antes de convertirse en presidente, siendo líder de la mayoría demócrata en el Senado de 1957 a 1961, LBJ había saboteado la causa de los derechos civiles. Para Robert A. Caro, en su Lyndon Johnson: Master of the Senate, la característica principal de la actividad política de LBJ durante esos años fueron sus denodados esfuerzos para convertirse en presidente de los Estados Unidos cultivando el apoyo tanto del bloque de senadores demócratas del sur que estaban fuertemente comprometidos con la defensa de Jim Crow y el racismo, como de los liberales del norte, que trataban de aprobar la legislación en defensa de los derechos civiles a pesar de los repetidos obstáculos y el filibusterismo de sus contrapartes del sur. El LBJ que emerge del relato de Caro es un camaleón político dispuesto a mentir y decir lo que los senadores de ambos lados querían escuchar mientras manipulaba despiadadamente la situación para aumentar su poder político personal. Aunque en los años sesenta se presentase a sí mismo como el hombre responsable de la legislación de los derechos civiles, el hecho es que apenas unos años antes había desempeñado un papel esencial a la hora de diluir el proyecto de ley de derechos civiles de 1957 para que fuera aceptable a los senadores racistas demócratas del sur. Una vez más, la fuerza explosiva y disruptiva del movimiento negro fue lo que años más tarde obligó a LBJ, al Partido Demócrata e incluso a la minoría republicana en el Senado a aprobar la Ley de Derechos Civiles de 1964.
¿Quién miente a quién y con qué propósito?
Sería un error deducir de la discusión anterior que mentir en política es un problema en sí mismo. Para ser precisos, lo que importa es quién miente, a quién y con qué propósito.
En este contexto, el acuerdo que JFK alcanzó con Nikita Khrushchev para poner fin a la crisis del bloqueo a Cuba de octubre de 1962, que amenazaba con desencadenar una guerra nuclear entre Estados Unidos y la URSS, es muy ilustrativo. Una parte central del acuerdo que persuadió a la Unión Soviética a retirar sus misiles de Cuba fue la promesa del gobierno de Estados Unidos de retirar sus misiles de Turquía, que para la URSS representaba una gran amenaza dada su proximidad geográfica. Ambas partes negociadoras acordaron mantener en secreto esta parte del acuerdo, que en este contexto era otra forma de mentir sobre el contenido del acuerdo. ¿Pero de quién querían mantenerlo en secreto? Ciertamente no de la contraparte comunista del acuerdo, tanto en sus elementos públicos como secretos. El objetivo principal del secreto era, de hecho, el pueblo estadounidense, que en unos días tenía que votar en las elecciones de mitad de legislatura de noviembre de 1962. Revelar la concesión hecha por Estados Unidos a la URSS habría socavado la imagen de líder duro e intransigente del presidente Kennedy con la posible pérdida de apoyo para los candidatos demócratas que concurrían a las próximas elecciones. Así, JFK, con la complicidad de los líderes de la URSS, mintió deliberadamente al público estadounidense manipulándolo efectivamente con fines electorales, en lugar de enfrentar directamente el tema políticamente, explicando y persuadiendo al pueblo estadounidense de las razones de la «concesión» a los soviéticos sobre los misiles en Turquía. Eso es lo que hacía importante esta mentira tanto política como éticamente: la manipulación de los votantes estadounidenses, y también de la opinión mundial, ocultando parte de la verdad.
De hecho, hay situaciones en las que mentir o no decir la verdad son imperativos éticos y políticos para personas con convicciones democráticas. Como negarse a cooperar y, si es necesario, mentir al FBI y otras agencias de inteligencia gubernamentales sobre las actividades de quienes se limitan a ejercer su derecho democrático a la oposición política y la disidencia, o de personas como los musulmanes en los EEUU cuando ejercen su derecho a la libertad religiosa. Esto es aún más cierto en el caso de aquellas personas que viven bajo una dictadura, especialmente en sistemas políticos como el fascismo, el estalinismo y la variedad de regímenes políticos antidemocráticos que este último generó en países como China, Cuba y Vietnam. Sin embargo, en esos países y sistemas, las mentiras de los líderes profesionales del partido son una respuesta a imperativos estructurales que difieren significativamente de los de los países capitalistas democráticos liberales.
La mentira política sistémica en las democracias capitalistas, que es el tema de este artículo, solo ayuda a mantener el statu quo político y a consolidar la ideología dominante fomentando la impotencia y la creencia generalizada de que no hay alternativa. Contribuye al cinismo popular y la apatía que a menudo se extiende desde la sospecha justificada de los políticos profesionales capitalistas hasta los políticos que están tratando de promover una agenda política radical. El cinismo y la apatía populares a menudo no logra distinguir entre diferentes tipos de mensajes políticos y sus mensajeros.
La mentira política sistemática constituye un serio obstáculo para alcanzar el mayor conocimiento objetivo y veraz posible de las relaciones políticas y económicas en la sociedad. La competencia capitalista y la división del trabajo conducen a una visión extremadamente fragmentada de la realidad social que oscurece esas relaciones. Esto es particularmente cierto en relación a la tendencia perenne de culpar a los grupos minoritarios raciales y étnicos, así como a los inmigrantes, en lugar de al impacto sistémico del capitalismo por los muchos problemas a que se enfrentan los trabajadores. Georg Lukacs argumentó en su clásico libro Historia y conciencia de clase, que «dado que la burguesía tiene la ventaja intelectual, organizativa y de cualquier otra índole, la superioridad del proletariado debe residir exclusivamente en su capacidad de ver la sociedad desde el centro, como un todo coherente» (69), lo que le lleva a concluir que el destino de la revolución dependerá de que la clase trabajadora sea capaz de lograr un conocimiento de la sociedad que ponga al descubierto su naturaleza. Para Lukacs, esta comprensión no se basa en un proceso de educación académica aislada y cosificada, sino en un proceso de lucha activa que conduzca a una fusión de teoría y práctica.
Inevitablemente, habrá sectores más avanzados entre la clase obrera y sus aliados populares que tendrán una comprensión más completa de la realidad social y política, y la mejor estrategia y táctica posible para enfrentarse a ella. Sin embargo, la brecha entre los sectores más y menos conscientes de la clase trabajadora puede reducir la participación y el control de toda la clase trabajadora y amenazar la posibilidad de una transición democrática posrevolucionaria, un tema que los revolucionarios pueden no haber considerado suficientemente. Por eso es fundamental exigir la máxima transparencia de las políticas y acciones de la dirección política revolucionaria, y la total libertad de discusión y toma de decisiones en todos los asuntos públicos indispensables para el control democrático desde abajo.
* Samuel Farber nació en Marianao, Cuba. Profesor emérito de Ciencia Política en el Brooklyn College, New York. Entre otros muchos libros, recientemente ha publicado The Politics of Che Guevara (Haymarket Books, 2016) y una nueva edición del fundamental libro Before Stalinism. The Rise and Fall of Soviet Democracy (Verso, 1990, 2018).