Jacobin
RICHARD SEYMOUR
TRADUCCIÓN: VALENTÍN HUARTE
imagen: Winston Churchill, de 21 años, con el uniforme del regimiento 4º de los Húsares de la Reina, 1895.
Churchill no fue ningún héroe: fue un vil racista fanático de la violencia que trabajó apasionadamente a favor del imperialismo.
En las protestas que se desarrollaron en 2000 durante el Día del Trabajador en Inglaterra, nada exasperó más a los sectores dominantes británicos ⸺la prensa, los políticos, los tribunales de la opinión respetable⸺ que la vandalización de la estatua de Winston Churchill en Parliament Square. Los manifestantes pintaron los contornos de la boca de Churchill con un aerosol color rojo sangre, y con uno verde brillante le pintaron una cresta al estilo Mohawk. Transformaron al estoico padre de la nación en el Joker y esto era inadmisible. La iconoclasia está muy bien e incluso debe ser alentada, ¡pero no cuando se aplica a un verdadero ícono!
Es difícil transmitir el valor simbólico y afectivo que tiene este hombre para la clase dominante británica y para una parte considerable de los ciudadanos (aunque entre estos últimos su figura parece estar en decadencia). Aquellos cuya conciencia nacional está moldeada por el folclore tradicional de la Segunda Guerra Mundial, que exceptuando el triunfo en la Copa del Mundo de 1966, fue probablemente el último momento de «grandeza» de Inglaterra, conocen a Churchill como a ese hombre que hizo más que cualquier otro para derrotar al nazismo. Al frente de un gobierno de coalición durante la guerra, exhortó al país, al que concebía como una nación que había sido mal gobernada y traicionada, a apostar y ganar. Salvó al Estado británico y lo condujo a través de una de sus peores crisis. Durante su vida, Churchill fue el último líder británico realmente amado; desde entonces, nadie estuvo ni cerca de lograr algo así.
Durante los años 1980, cuando yo iba a la escuela en el norte de Irlanda, la joya esmeralda del Imperio, este hombre todavía despertaba sentimientos enérgicos. Nuestro profesor de Historia, rojo y sindicalista, cuando nos hablaba de la Segunda Guerra Mundial, relataba con orgullo una historia apócrifa en la que Hitler, luego de escuchar que Churchill estaba al frente de la campaña bélica, se preguntaba anonadado: «¿Qué haremos ahora?». Y nosotros, los estudiantes, con los ojos distantes y brillosos, pensábamos en la escena con satisfacción. ¿Qué harán ahora? Recibir una patada en el culo, eso es lo que harán. No jodan con el mejor.
Churchill es, además de un mito nacional, una pequeña industria artesanal de baratijas y la fuente de una nostalgia un poco ridícula e interminable. Hay libros que celebran su excelente ingenio, tazas adornadas con su rostro, trapos de cocina que citan al gran hombre y una interminable fila de historiadores oficiales ⸺cuando se trata de Churchill, casi no hay otro tipo de historiador⸺ que recapitulan su gloria. ¿Salió una película sobre su vida con Gary Oldman? La apilemos en el montón, junto a la última película con Brian Cox y la anterior, con Brendan Glesson, y la otra, más vieja, con Albert Finney, y aquella incluso anterior, con Michael Gambon. Esta industria funciona casi como una dependencia estatal dedicada a ensalzar a nuestra «joya nacional» con buenas actuaciones y es probable que se genere otro mini-boom, dado que los sentimientos que circulan en torno al Brexit parecen alimentar el retorno cultural del Imperio.
Sea como sea, por mi parte dejé de percibir el brillo hace tiempo y disfruto de la obra de los manifestantes en Parliament Square. ¿Qué salió mal?
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La industria cultural no siempre fue un mal lugar para conocer a Churchill. El actor Richard Burton, mientras se preparaba para su interpretación de Churchill en un drama televisivo, escribió unas frases célebres para el New York Times:
Mientras estudiaba […] Me di cuenta nuevamente de que odio a Churchill y a todos los de su especie. Los odio con virulencia. Recorren los pasillos interminables del poder desde tiempos inmemoriales […] ¿Quién en su sano juicio diría, luego de escuchar las atrocidades cometidas por los japoneses contra los prisioneros de guerra británicos, neozelandeses y australianos, «Debemos eliminarlos a todos y a cada uno, hombres, mujeres y niños. No habrá ninguna izquierda japonesa en la faz de la Tierra»? Estos antojos de venganza simplistas me generan un asombro espantoso y me repugna esa fiereza despiadada y obtusa.
Debido a esta iconoclasia, Burton fue tachado de la lista para cualquier trabajo futuro en la BBC. Se lo acusó de haber «actuado de manera poco profesional» y evidentemente se consideró que había cometido un acto de traición. Sin embargo, su cuestionamiento tocó algo de la figura de Churchill que suele herir la sensibilidad británica, a tal punto que se opta por no hablar del tema: el entusiasmo que le generaban las masacres imperiales. Se mire donde se mire, a Churchill le chorrea sangre por la boca. Era un fanático de la violencia.
Churchill descendía de la gran aristocracia: hijo del canciller lord Randolph Churchill, siempre fue un niño destinado a ocupar un alto cargo en el gobierno, sin importar lo que hiciera. Debe notarse que el joven Churchill no era un reaccionario declarado. Miembro del Partido Conservador, se consideraba a sí mismo un liberal no reconocido, sus actitudes ⸺secular, a favor del libre mercado, a favor de la democracia y a favor de algunas leves concesiones a la clase trabajadora⸺ reflejaban la ideología de un liberalismo whig que ya en aquel entonces estaba en decadencia. (La única excepción en su orientación era que rechazaba la idea de que Irlanda tuviese un gobierno autónomo).
Pero ser un liberal en aquel tiempo no era de ninguna manera incompatible con el imperialismo, el racismo, el antisemitismo, el apoyo de la eugenesia y el desdén patriarcal hacia las sufragistas. Tal como sugiere Candice Millard en Hero of the Empire, que narra la historia de sus hazañas en las guerras bóeres, Churchill fue un político criado y formado por el Imperio británico. Llegó a la adultez con una aguda percepción de sus propias posibilidades de convertirse en una figura importante y era reputado por ensalzar el coraje frente a la muerte. El Imperio británico les había ofrecido a millones de personas, dispuestas a recorrer medio mundo para gobernar a pueblos de los que no tenía ningún conocimiento, la posibilidad de realizar sus aventuras. En un imperio que envolvía a alrededor de 450 millones de personas en un abrazo mortífero, empezaban a surgir revueltas y luchas en el sur de África, en Egipto y en Irlanda. Millard escribe:
A Churchill esos conflictos tan lejanos le brindaron una oportunidad irresistible para cultivar la gloria personal y hacer progresar su carrera. Cuando ingresó al ejército británico y se convirtió finalmente en un soldado con posibilidades reales de morir en combate, su entusiasmo por la guerra no flaqueó. Por el contrario, le escribió a su madre que no veía las horas de combatir, «no tanto a pesar de, sino más bien a causa de los riesgos que corro.
Churchill tuvo éxito y demostró ser un hombre a la medida de esos estándares imperiales. Luchó en la India y en Sudán. Ayudó a los españoles a reprimir a quienes luchaban por la libertad en Cuba y, luego de una breve carrera parlamentaria en Sudáfrica, luchó en la segunda guerra de los bóeres. Esta experiencia preparó a Churchill para buscar soluciones similares a los problemas nacionales. Cuando se unió al gobierno liberal de 1906, defendió agresivamente la aplicación de medidas autoritarias para contener la desobediencia social. La promoción de Churchill al cargo de ministro del Interior cuatro años después, llegó en un momento de agitación social en el Reino Unido. Las luchas irlandesas por el gobierno autónomo, las sufragistas, las huelgas… Churchill se opuso violentamente a todas.
En la hagiografía de Churchill se pone mucho énfasis en refutar la idea de fue él quien ordenó a las tropas atacar a los mineros que estaban en huelga en Gales del Sur (motivo por el cual la comunidad local lo odia hasta el día de hoy). Lo que sucedió en realidad es que Churchill envió escuadrones de la policía desde Londres y mantuvo una tropa de reserva en Cardiff por si la policía no lograba cumplir su misión. Nunca hubo ninguna duda de que Churchill estaba del lado de los patrones y estaba preparado para desplegar toda la fuerza del Estado británico a favor de ellos. Durante un enfrentamiento con unos anarquistas letones armados en Stepney, tomó la inusual medida de asumir el mando de la policía mientras duró el asedio y finalmente optó por matar al enemigo incendiando la casa en la que estaban atrapados y dejándolos arder hasta la muerte.
Sin embargo, este cargo duró poco tiempo. Churchill fue designado en una posición militar de alto rango ⸺primer lord del Almirantazgo⸺ que le otorgó el control de la Marina Real británica. Tecnófilo, impulsó la modernización, el combate aéreo y luego los tanques. Pero nada en su experiencia vital lo preparó para la gloria de la Primera Guerra Mundial: «¡Dios!», exclamó en 1915. «Esto, esto esto es la verdadera Historia. Todo lo que hacemos y decimos es emocionante. ¡Pensar que será leído por miles de generaciones! Ese es el motivo por el cual no abandonaría esta deliciosa y gloriosa guerra por nada del mundo».
El fanatismo de Churchill tal vez haya sido la causa del desastre militar de Galípoli de 1915. En una campaña para reclamar el control sobre el estrecho de los Dardanelos y sacar a Turquía de la guerra, estuvo al mando de una operación que envió fuerzas británicas, francesas, neozelandesas y australianas ⸺la mayoría compuestas por voluntarios poco entrenados⸺ a sitiar la península de Galípoli. Todo culminó en el aplastamiento de esas unidades y la degradación del cargo de Churchill, que dejó el gobierno y se unió al ejército para comandar un batallón.
Tal vez si sus credenciales de clase hubiesen sido menos encomiables, este fracaso le hubiese puesto fin a su carrera. En cambio, volvió al parlamento en 1916 y otra vez logró un rápido ascenso: ministro de Armamento y Municiones, secretario de guerra y luego secretario de las Fuerzas Aéreas. Era un feroz defensor de intervenir para sofocar la Revolución Rusa y escribió con furia sobre el peligro que representaban los «judíos internacionales» (comunistas) y su «confederación siniestra», frente a los que invocaba al mucho más aceptable «judío nacional» (sionismo). Estas opiniones son interpretadas de forma desconcertante por algunos hagiógrafos, por ejemplo Martin Gilbert, como una prueba de su filosemitismo.
Además de su dicotomía «buen judío-mal judío», profundamente antisemita, los motivos del respaldo colonial que Chuchill brindó al sionismo quedaron claros cuando se dirigió a la Comisión Real Palestina a propósito del tema de la autodeterminación palestina. Recurriendo al bestiario para construir sus imágenes, comparó el autogobierno con el perro que sostiene su propia correa, un derecho que no estaba dispuesto a reconocer. «No admito», continuó, «que se haya hecho un gran daño a los Indios Rojos de América, o a los negros de Australia […] por el hecho de que una raza más fuerte, una raza más elevada […] haya reclamado su lugar».
Como estratega imperial, Churchill recomendó combatir la insurgencia en el Mandato británico de Mesopotamia utilizando gas venenoso. En efecto, había sido un pionero en el uso de estas armas contra los bolcheviques en Rusia. Es importante reconocer que, al igual que su defensa del combate aéreo, tendía a justificar todo esto como alternativas tecnológicas más humanas a los brutales métodos antiguos. «Estoy enérgicamente a favor de usar gas venenoso contra las tribus incivilizadas», escribió, antes de explicar: «El efecto moral debería bastar para permitirnos reducir la cantidad de víctimas mortales al mínimo».
Cuando alguien en el gobierno indio puso algún reparo frente al «uso del gas contra los nativos», consideró que sus objeciones eran irracionales. «El gas es un arma más clemente que un proyectil explosivo y fuerza al enemigo a aceptar una decisión con menos víctimas mortales que cualquier otra acción de guerra». Tal como nos recuerda el historiador Sven Lindqvist, esta lógica apuntaló algunas de las innovaciones más bárbaras de la guerra. Hasta el uso de armas nucleares en Hiroshima y Nagasaki se justificó en parte como un medio para salvar vidas.
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Churchill, tory liberal, tal vez debería haberse alarmado por el ascenso del fascismo en Europa. Pero era un optimista inmoderado. Creía que Mussolini era un buen gobernante para Italia y que el fascismo era un bastión útil en la lucha contra el comunismo. Su nacionalismo, su militarismo y su defensa del orden social y de la tradición tiñeron su interpretación de este movimiento emergente.
«Con el fascismo en tanto tal […] no tenía discrepancias», escribe el historiador Paul Addison. «En febrero de 1933 elogió a Mussolini […] diciendo que era el estadista más grande de todos». Paul Mason agrega que Churchill le agradeció a Mussolini por haberle «rendido un servicio al mundo» en su guerra contra el comunismo, los sindicatos y la izquierda. De visita en Italia en 1927, declaró: «Si fuera italiano, estoy seguro de que lo hubiese apoyado incondicionalmente desde el comienzo hasta el final en su lucha triunfal contra los apetitos y las pasiones bestiales del leninismo». Luego volvió a escribir sobre sus relaciones «íntimas y cordiales» con Mussolini y dijo que «en el conflicto entre el fascismo y el bolchevismo, no quedan dudas acerca de dónde están mis simpatías y mis convicciones».
En 1935, Churchill expresó su «admiración» por Hitler y «el coraje, la perseverancia y la fuerza vital que le permitieron […] superar todos los […] obstáculos que bloqueaban su camino». Addison explica que, a pesar de que Churchill no estaba de acuerdo con la persecución nazi de los judíos, eran «las ambiciones externas de los nazis, no sus políticas internas, lo que más le preocupaba».
Pero, ¿cuáles ambiciones externas eran problemáticas y cuáles no? La invasión italiana de Etiopia no perturbaba a Churchill en lo más mínimo. Sucedía muy lejos, en una zona concebida como legítima para la conquista colonial. En cuanto al Tercer Reich, debe decirse que muchas de sus concepciones estratégicas y territoriales se inspiraban en el Imperio británico. De hecho, su objeto fetiche más preciado, la «raza aria», había sido inventada por los británicos, por sus filólogos y arqueólogos mientras trabajaban en el Sudeste Asiático. Hitler quería adoptar los motivos del imperio y aplicárselos a Europa.
Era probable que esto llevara a una guerra de aniquilación contra el «bolchevismo judío», y es difícil creer que Churchill o cualquier miembro de la clase dominante británica hubiera tenido algún reparo. Pero expandirse a lo largo y ancho del continente europeo era otra cosa. En otras palabras, el fascismo solo se convirtió en un problema cuando Churchill reconoció en él una amenaza al Imperio británico y al orden europeo de Estados nación al cual estaba integrado. Solo entonces, y solo en este sentido, el fascismo se volvió peor que el comunismo.
Churchill se convirtió en un destacado defensor del rearme y en un enemigo de la mayoría de los sectores políticos y militares dominantes de Gran Bretaña, que querían posicionarse del lado de Hitler en la guerra contra Rusia. Sin embargo, siguió pensando que los nazis podían quedar aislados y que era posible forjar la unidad con los fascismos de Italia y de España. Por eso siguió elogiando a Mussolini y le negó cualquier apoyo a la España republicana. Durante la guerra civil española, que en muchos sentidos fue un preludio de la Primera Guerra Mundial, consideraba que la república era un «frente comunista» y que los fascistas a los que respaldaba Hitler constituían un «movimiento antirrojo» justificado. Está claro que Churchill no podría haber objetado a Franco cuando bombardeó y lanzó gas venenoso sobre sus enemigos, devolviéndole a España los métodos de represión perfeccionados en Marruecos, dado que eran técnicas que él mismo consideraba humanas y dignas.
Finalmente, la agresión de Hitler forzó a la clase dominante británica a abandonar la posición de la mayoría que quería colaborar con el Tercer Reich («apaciguamiento»). La invasión de Polonia convenció al gobierno de Neville Chamberlain de tomar las armas y convirtió nuevamente a Churchill en primer lord del Almirantazgo. Pero el compromiso poco entusiasta del gobierno con la guerra se prolongó rápidamente en una crisis que culminó con su colapso y con la formación de un nuevo gobierno de coalición liderado por Churchill.
Aun luego de su designación, Churchill todavía buscaba una alianza con los regímenes fascistas menos ambiciosos. La historiadora Joanna Bourke recoge una exhortación desesperada a Mussolini de mayo de 1940:
¿Es demasiado tarde para evitar que fluya un río de sangre entre el pueblo británico y el italiano? […] Por sobre todas las otras exigencias que nos llegan a través de los siglos, destaca el grito que dice que los herederos de la civilización cristiana y latina no deben entrar en contiendas mortales los unos con los otros. Prestándole oídos, te lo suplico con todo mi honor y respeto, antes de que se imponga sobre nosotros la señal del terror.
Ese mismo años, le escribió a Franco en un tono similar:
Los intereses y la política británica se fundan en la independencia y en la unidad de España y esperamos que pronto puedan tomar su legítimo lugar como potencia mediterránea y como miembro destacado de la familia de Europa y de la cristiandad.
A pesar de que sus esfuerzos fueron vanos en Italia, Churchill logró formar una alianza con Franco que prolongó la vida de su régimen.
Por supuesto, tal como se dijo muchas veces, la Segunda Guerra Mundial no fue solo una guerra. Ernest Mandel argumentó que se desarrollaron al menos cinco guerras en simultáneo: junto a la guerra entre las potencias imperialistas, se desplegaron también las guerras populares anticoloniales del sur de Asia y de África, la autodefensa rusa, la lucha de China contra el imperialismo japonés y la guerra popular antifascista. Hubo luchas populares contra el fascismo en Grecia, en España, en Yugoslavia, en Polonia y en Francia, y fueron los milicianos de China, Vietnam, India e Indonesia los que resistieron al imperialismo japonés. Incluso en Gran Bretaña hubo movimientos que alcanzaron niveles considerables de radicalización después de 1940 y que intentaron transformar la campaña bélica en una guerra antifascista popular.
Sin embargo, para Churchill se trataba solo de una guerra imperialista y la desarrolló con esa orientación. Los británicos fueron los primeros en bombardear poblaciones civiles durante el conflicto. Lo hicieron en los suburbios de Berlín. Churchill declaró que Gran Bretaña no sería capaz de derrotar al Tercer Reich con un ejército continental masivo, sino que «debía destrozar al régimen nazi a través de los ataques destructivos y del extermino que eran capaces de generar sus enormes bombarderos». La gran mayoría de las bombas fueron lanzadas sobre las áreas residenciales y no sobre la infraestructura estratégica. De acuerdo con el director de Inteligencia Aérea, citado por el historiador Richard Overy, los bombarderos apuntaron contra «los barrios, los hogares, la alimentación, el suministro de calor y de energía, es decir, contra la vida familiar de esa sección de la población que, en cualquier país, es la que menos capacidad tiene de desplazarse y la más vulnerable a un ataque aéreo: la clase trabajadora». Esto culminó tristemente con el bombardeo de Dresde.
La táctica de incinerar civiles apostaba, de manera absurda, a la idea de que esto desmoralizaría a la población y desgastaría a la resistencia, una idea cuya naturaleza errónea deberían haber develado a los ojos del Imperio británico las guerras coloniales. Una guerra antifascista podría haber movilizado a la población civil que resistía al fascismo y hubiese acelerado el colapso del régimen. Pero para Churchill, esto era simplemente impensable. Este era el hombre que se había unido a la caballería de Omdurmán para vengar al coronel Gordon y cuya carrera militar estuvo siempre marcada por la ardorosa pasión del peligro y la muerte. Este era el hombre que había luchado para reprimir a los insurrectos a lo largo y ancho del mundo, el hombre que creía que era correcto lanzar gases venenosos y bombardear a los «nativos» en cualquier lugar en el que rechazaran los mandatos británicos. La guerra total era la conclusión lógica.
Luego de la guerra, cuando los Aliados discutían si utilizar la dependencia que Franco tenía del petróleo para convencerlo de que moderara un poco su gobierno, Churchill disintió furiosamente, argumentando que esto era «poco menos que sembrar una revolución en España. Empezamos con el petróleo, pronto terminaremos en la sangre». Los comunistas, dijo, se volverían «los dueños de España» y la «infección» se esparcirá «rápidamente a través de Italia y Francia». Una vez derrotada la agresión nazi, el comunismo volvía a ser el enemigo principal, tal como dijo al proclamar la Guerra Fría en su discurso de marzo de 1946 sobre la «cortina de hierro».
Churchill salió muy deteriorado de la guerra. Fue muy popular mientras duró y siguió siendo ampliamente respetado por la decisión de luchar y por la energía implacable que puso en el combate. Pero empezaba a sentirse la exigencia de una gran reforma social y eso implicó una victoria para el laborismo.
A comienzos de 1951, disfrutó de un mandato más como primer ministro durante el cual mantuvo casi todas las reformas implementadas por el laborismo y ⸺esto un acuerdo práctico entre ambos partidos⸺ desplegó una guerra brutal e intransigente contra la Revuelta del Mau Mau en Kenia y contra los rebeldes malayos. Durante la Emergencia malaya, Churchill demostró de nuevo que era un modernizador: Gran Bretaña fue el primer Estado que utilizó el Agente Naranja y otros herbicidas similares, y adoptó con alegría la misma política de bombardeo en alfombra que los Estados Unidos utilizaron en Vietnam. Luego, gravemente enfermo, se retiró.
Churchill pasó una buena parte de su vida repeliendo las amenazas «nativas» contra el Imperio británico y ayudó a este último a salvarse del Tercer Reich. Las personas que él consideraba aptas para gobernar fueron derrocadas en la mayoría de los casos por las mismas movilizaciones que suscitó la lucha contra Hitler.
Tiene sentido que el Estado británico idolatre Churchill. La historia de este hombre es su propia historia. Pero, ¿quién, conociendo esta historia, puede sumarse a la reverencia?