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En homenaje a Óscar Castro:»Tengo un talismán infalible, un secreto metido en mi sangre, un caballo para todas mis batallas: el entusiasmo»

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En homenaje a Óscar Castro publicamos su discurso al recibir la condecoración de la Legión de Honor otorgada por el gobierno francés.


Alo Santiago, ici Paris. No estoy llamando por teléfono. Así se llamaba el libro de francés que utilizábamos en el Instituto Nacional y que yo leía frenéticamente la noche anterior a una prueba para pasar raspando el ramo que impartía Monsieur Osvaldo Arenas, el querido “Chancho” Arenas, sin saber que esa frase “Alo Santiago ici Paris” se iba a convertir en una obsesión recurrente durante más de 40 años de mi vida.

El “Chancho” Arenas era un profesor entrañable, de esos que uno debería llevarse para la casa para no olvidar el país de la infancia que tanta falta nos hace. Tan entrañable que era capaz de citarte a su casa a las seis de la mañana para prepararte para que te fuera bien en el ramo de francés. Tan entrañable que una vez detuvo la clase para hacer una revelación impactante: “Niños, yo sé que ustedes me tienen un sobrenombre”. Nos miramos entre culpas y risas contenidas que se hicieron incontenibles cuando el “Chancho” Arenas dijo: “Yo sé que me dicen “el gordito”. Habia uno más malo que decía: «¿Cómo lo supo señor, cómo lo supo?»

El Chancho Arenas, mi casa de Avenida Inglaterra, el sabor de las naranjas, la risa de los amigos forman parte de esas cosas a las que uno siempre regresa.

Mi vida ha sido siempre partir y regresar. He partido y regresado tantas veces, que ya no sé cuál es el punto de partida y cuál el de regreso. Pero de lo que sí estoy seguro es que de tantas idas y regresos yo pertenezco a ambos lugares y, a la vez, ambos lugares me pertenecen en cuerpo y alma, hasta los huesos.

La primera vez salí de Colín, que en la ficción de mi relato y de mis obras de teatro se llama Maquegua, un pueblo vecino con nombre y actitud teatral, en tanto que el Colín de mi infancia era conocido con un apelativo harto menos glamoroso: el pueblo de los burros.

Me despedí de mi madre que en medio de esta nebulosa de idas y regresos es lo único que permanece inalterable desde el principio.

Ese sabor de la leche materna, el del primer beso y la primera decepción, el primer hijo y la primera vez sobre un escenario, son demasiado importantes para olvidarlos aunque tu patria te haya negado tres veces, te haya expulsado y te haya puesto una L infamante en tu pasaporte, una L que hoy me llena de orgullo por todo lo que eso significa. La letra L que me impedía regresar de por vida a la única patria que yo había conocido, el lugar donde nací, donde soñé y donde perdí a mi mama para siempre.

Todo eso no se olvida aunque tu patria adoptiva haya restañado tus heridas, te haya abierto sus puertas, te haya abierto las maletas y te haya dado alas para volar cada vez más alto.

Y menos se olvida cuando la mamá que te dio la vida, detenida hace casi 50 años, permanece desaparecida.

Por eso voy y vuelvo, parto y me quedo, hablo dos idiomas y ninguno y soy de aquí y soy de allá.

Es un viaje constante, una ida que nunca se va y un eterno regreso en el sentido de las manecillas del reloj y viceversa.

No ha sido un viaje fácil y prefiero ahorrarme los detalles. Pero para pasar cada prueba, para alcanzar cada logro y para persistir en cada sueño tengo un talismán infalible, un secreto metido en mi sangre, un caballo para todas mis batallas: el entusiasmo.

¿Saben que significa entusiasmo? Viene del griego “entusiasmos” que quiere decir tener todos los dioses del universo al interior del cuerpo. ¿Qué tal? Yo hasta ahora no tenía idea que tenía todos los dioses del universo en mí, pero para ser tan ignorante no me ha salido tan mal.

Por entusiasmo fui capaz de hablar sin rodeos con el rector de la Universidad Católica, Don Fernando Castillo, que nos pasó la sala de Lastarria 90 cuando todavía no cumplíamos 20 años, ahí nace el teatro Aleph. Por entusiasmo hicimos teatro sin saber hacerlo y nos ganamos los premios de la crítica con nuestras primeras obras de teatro. Por entusiasmo obligamos a Pepe Duvauchelle a dirigir nuestra primera obra, hicimos de Héctor Noguera nuestro mentor y nuestro amigo, aprendimos de nuestro maestro Eugenio Dittborn y salimos de farra con Grotowsky en una noche de Córdoba.

Por entusiasmo fui capaz no solo de soportar la prisión injusta sino también de soñar y hacer soñar a miles de compañeros detenidos en los campos de concentración. Por entusiasmo llegué sin nada a París y rearmé mi grupo, hice teatro en español donde nadie me entendía y llegué a construir mi propia sala. Por entusiasmo, trabajé con Marcel Marceau, con Arianne Mnouchkine, con Peter Brook, con Pierre Barouh, Pierre Richard, Adel Hakim, con Claude Lelouch, con Mikis Theodorakis, con Danielle Mitterand, con Gabriel García Márquez y tantos otros maestros que me regalaron su talento y su amistad.

Por puro entusiasmo he hecho teatro donde sea, cuando sea, como sea, con lo que sea y con quien sea. Y por eso el Aleph no hace distingo entre teatro profesional y amateur, entre avezados y principiantes, porque todos son parte fundamental de un solo espectáculo.

Por entusiasmo hacemos teatro popular y por entusiasmo inventamos el teatro des gentes y oficios, en el cual personas que nunca han hecho teatro se convierten tras unos días intensos llenos de entusiasmo en protagonista de la obra de sus vidas.

Y fíjense que gracias al entusiasmo, he recibido distinciones y reconocimientos sorprendentes e inesperados. Y todo por mi oficio, que ejerzo desde muy temprano por una razón quizás demasiado simple: no sé hacer otra cosa y por eso mismo todos los días de mí vida no he hecho nada que no sea teatro. Es mi gran pasión, mi compañía, mi familia y mi refugio. Es mi manera de estar en el mundo y créanme que no hay nada más alucinante que te premien por hacer precisamente lo que más te gusta hacer en la vida.

Gracias al teatro recibí una distinción que me acompañará hasta el día en que me muera, cuando estando prisionero en el campo de concentración fui nombrado por mis compañeros como el Alcalde de la República Independiente de Ritoque, proclamado como único territorio libre de Chile porque el resto de los chilenos eran rehenes de la dictadura. Con un frac desilachado, una chistera desfondada y una desteñida banda tricolor al pecho fui el depositario de las penas, las alegrías y las esperanzas de miles de prisioneros que resistimos con las armas de la cultura el intento de destruirnos el alma.

Fui, después de Luis Corvalán, uno de los últimos prisioneros que abandonó los campos de concentración para recibir la acogida humanitaria de la Francia, la misma que el “Chancho” Arenas nos había inculcado en el corazón. Aún recuerdo el abrazo de bienvenida que me dio en el campo de concentración, anunciándome la noticia que Francia me recibía y que salía bajo la protección del gobierno, Roland Husson, el formidable y valiente agregado cultural de la embajada de Francia, que salvó vidas y rescató prisioneros y a quien nunca olvidaremos.

Partí entonces sin más equipaje que los pedazos de país que me quedaban y una maleta llena de entusiasmo. Sí, el mismo entusiasmo que me llevó a formar el teatro Aleph sin haber pisado jamás un escenario, el mismo que me hizo llevar al teatro a los lugares donde vivía el pueblo, el mismo que me permitió ser feliz tras las alambradas de los campos de concentración.

Cuando llegue a Paris fueron los comediantes del teatro du Soleil de Ariane Mnouchkine que me estaban esperando y me pasaron un pequeño departamento y ahí yo podía ver la torre de Eiffel. Entonces la quise sacar una foto para mandarla para Chile, pero no podía salir la foto entera por la ventana que era muy chica. Entonces la tome en la punta, el medio y las patas y después las pegue y me dije este es el secreto del exilio: saber pegar los pedazos.

Después, la Francia se encargó de dármelo todo. Cuando escribía para recomponer los pedazos, que es lo que te queda en el exilio, me nombraron sin siquiera imaginarlo miembro del PEN Club de Paris. Imagínense, el tercer chileno junto a Pablo Neruda y Vicente Huidobro y el primer indio picunche en formar parte del Olimpo de las letras francesas.

Después, el día menos pensado, me nombraron Caballero de las Artes y de las letras de la República Francesa, una distinción para los grandes de la cultura y yo, tranquilo el perro, con mi teatro instalado en Ivry sur Seine, la comuna comunista que me recibió con mi familia cuando llegamos sin nada desde Chile.

Uno de los reconocimientos que más quiero es el que me otorgó la ciudad de Corbarieu, que desde hace 15 años realiza en el mes de julio el Festival Mediodía de Aleph, del cual yo soy presidente honorario y que reúne teatro, música y pintura latinoamericana. Y el festival incluye actividades deportivas cuya máxima expresión es el Campeonato de Petanca, juego nacional de Francia, que lleva por nombre Challenge Óscar Castro. ¿Se dan cuenta lo que significa para mí, que nunca en la vida he sabido jugar a la petanca?

Y en el Parque de la ciudad donde se realiza el festival, está plantada una araucaria que viajó desde Chile y que lleva el nombre de Julieta, en recuerdo de mi mama.

Me acuerdo que cuando era niño, nosotros jugábamos a que nos gustaría ser si naciéramos de nuevo, uno decía yo quisiera ser un león, otro decía yo quisiera ser caballo… Fíjate que yo no sabía que mi mama quería ser araucaria. Ahora estoy contento porque la veo siempre cuando voy a este lugar.

Cuando uno ha recibido tanto, debiera estar curtido para todo. Pero créanme cuando les digo que el 14 de julio, día nacional de Francia, cuando estábamos en Grecia a los pies del Pelión, el monte donde descansaban los dioses, recibí una noticia tan increíble que no encontré nada mejor que entrar caminado con ropa hasta hundirme en el Mar Egeo como Alfonsina y El Mar, esa hermosa canción que siempre me recuerda a mi mamá.

En el Diario Oficial de Francia, el Presidente de la República me había nombrado Caballero de la Legión de Honor, la máxima distinción del estado francés que se me otorgó por 50 años de servicios como dramaturgo, director, actor y director de un teatro. Como ciudadano francés, yo debía recibir la condecoración en Francia, de manos de un legionario reconocido. Pero yo quería a través de esa distinción, unir mis dos caminos de ida y de regreso. Quería que el regalo de la Francia fuera también un regalo para Chile. Y una vez más, mi madre adoptiva, mi Francia eternelle hizo la vista gorda y dijo sí.

Contra todo protocolo, y gracias a su excelencia, el embajador de Francia en Chile, se me permitió recibir la Legión de Honor a 11.000 kilómetros de distancia, los mismos que ha debido recorrer el diputado Jean Claude Lefort para estar con nosotros esta noche. Hoy están aquí la patria en que nací y de la que nunca pude irme y la patria que me recibió y que nunca dejaré.

Ahora todo está listo y dispuesto, comme il faut, pero ojo, esta condecoración no marca el fin de 50 años de vida artística sino que es el comienzo de los próximos 50 años que cumpliré en Francia, en Chile con Gabriela Olguin, directora del teatro Aleph Chile y con una cantidad hermosa de gente con entusiasmo hemos levantado otra vez el teatro Aleph Chile en la comuna de la Cisterna. Todo eso es solo entusiasmo, solo entusiasmo…

17 de enero de 2019

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