Inicio Cultura y Arte Ígor Stravinsky (1882-1971) El gran compositor del siglo XX

Ígor Stravinsky (1882-1971) El gran compositor del siglo XX

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El 6 de abril se cumplieron 50 años de la muerte del ruso Ígor Stravinsky. Fue el artífice de una obra extensa, variadísima, realizada con excepcional pericia, caracterizada por una peculiar vitalidad, por el amor al cuerpo, la danza y la materia sonora, con una poética singular y una confluencia única de gustos e ingredientes. Fue uno de los más grandes compositores de todos los tiempos.

Guilherme de Alencar Pinto

Brecha, 23-4-2021  

Si la música erudita significara algún rédito para la condición de influencer, podría crearse alguna movida para cancelar a Ígor Stravinsky. Si bien es cierto que, pese a haber nacido en una familia aristocrática, tuvo el valor adolescente de renegar de la religión y simpatizar con el liberalismo político, cuando la revolución bolchevique lo despojó de todos sus bienes y lo privó de sus rentas, se volvió un feroz anticomunista. Esa postura lo llevó, en el correr de la década del 20, a la nostalgia del zarismo, a un regreso a la fe ortodoxa y a profesar sin tapujos su antisemitismo. Se adhirió al fascismo y quedó muy feliz porque se le concedió una charla a solas con el mismísimo Benito Mussolini. Cuando, en 1938, las autoridades nazis incluyeron su música en una nómina de «música degenerada», por ser modernista y porque lo calificaron de judío, se sintió apenado por el error e hizo llegar a la oficina de Asuntos Exteriores de Alemania una carta en la que insistía sobre su condición de ario. La misiva iba acompañada por un árbol genealógico que demostraba sus raíces en la aristocracia polaca, y en ella agregaba: «Detesto todo tipo de comunismo, marxismo, el execrable monstruo soviético, y también todo liberalismo, democratismo, ateísmo, etcétera». Con ello logró la plena rehabilitación por el régimen alemán, al menos por un breve plazo. Lo patético es que, pocos meses después, los nazis lo prohibieron de todos modos, porque prevaleció la aversión del régimen a la música degenerada (modernista). De cualquier manera, a esa altura Stravinsky ya se había mudado, prudentemente, a Estados Unidos. En otro terreno menos grave, fue flor de mentiroso y mistificador, y montones de veces tergiversó su propia historia en función de alimentar su prestigio y su posición como «el gran compositor del siglo XX». En buena medida lo logró (¡y acá estamos, homenajeándolo!).

A su favor, en todo caso, se puede decir que supo recapacitar. En Estados Unidos volvió a abrazar el liberalismo, condenó el nazifascismo, aceptó un encargo del Estado de Israel para componer Abraham and Isaac (1963) y tuvo el gesto generoso de donar los manuscritos de esa obra a la Biblioteca de Jerusalén. Por suerte, nadie está proponiendo la idea tonta de cancelar a Stravinsky y, ya que se trata de uno de los compositores más difundidos de la música erudita del siglo XX, podemos apreciar los frutos de sus 70 años de actividad creativa y genial, que incluyen fases muy distintas y vinculables a signos ideológicos y a estéticas muy contrastables unas con las otras.

La formación

Ígor Fiódorovich Stravinsky nació en 1882 en Oranienbaum, cerca de San Petersburgo. Fue el más importante y legítimo heredero de las grandes luminarias de la música erudita rusa del siglo XIX. Su padre, Fiódor Stravinsky, fue un bajo operístico respetadísimo que llegó a cantar acompañado al piano por Modest Músorgsky e interpretó roles en los estrenos de las óperas de Piotr Chaykovsky, Aleksandr Borodín y Nikolái Rimsky-Kórsakov. Gracias a su condición de terrateniente, era muy adinerado y su enorme biblioteca personal incluía una notable colección de partituras. Ígor no tenía memoria de haber aprendido a leer música en un momento concreto y algunos de sus primeros recuerdos ya lo encontraban enfundado entre las partituras de la colección paterna, aun antes de alfabetizarse. A los 20 años se convirtió en discípulo de Rimsky-Kórsakov (1844-1908), con quien estudió composición, orquestación y se perfeccionó en materias teóricas. Al inicio fue uno de los protegidos del maestro, pero a este se le enfrió bastante el entusiasmo por su discípulo cuando empezó a manifestar admiración por los compositores impresionistas franceses Claude Debussy y Maurice Ravel, a quienes él detestaba. Una vez que Rimsky-Kórsakov prácticamente comenzó a comandar la vida musical de San Petersburgo, las perspectivas de expansión de la carrera de Stravinsky se vieron algo acotadas. Hasta que…

Consagración

No hubo en la música erudita una carrera musical establecida en forma tan veloz y contundente como la de Stravinsky. Hasta 1909 era un talentoso estudiante avanzado en San Petersburgo. En 1910 era un excelente compositor que jugaba con los grandes del momento en la escena parisina. En 1911 era muy famoso: la gran novelería del momento. Y en 1913 entró a la historia con una reputación a prueba de balas, siendo algo así como el Pelé o el Maradona de la música erudita del siglo XX. No siempre pasa, pero en su caso se conjugaron la suerte y el talento. El empresario Serguéi Diáguilev (1872-1929) venía realizando, desde 1906, una serie de presentaciones de arte ruso en París. Sus Conciertos históricos rusos (1907) contribuyeron a poner de moda en Occidente a compositores como Músorgsky y Borodín (ya fallecidos), junto con Rimsky-Kórsakov, y lanzaron como estrellas al pianista Serguéi Rajmáninov y al bajo Fiódor Chaliapin, lo que propició una fuerte moda de música rusa. En 1909 armó los Ballets Russes, presentando en París algunas luminarias del Balé Imperial Ruso, como las jóvenes estrellas de la danza Vaslav Nijinsky y Tamara Karsávina. Esos espectáculos globales incluían coreografías, composiciones musicales, argumentos, vestuarios y escenografías muy originales. Las temporadas de los Ballets Russes fueron, por algunos años, uno de los eventos cruciales de la agenda cultural parisina.

Para la temporada de 1910, Diáguilev había planificado un ballet original sobre el asunto ruso folclórico del pájaro de fuego. Acudió a todos los compositores relevantes que pensó que podían agarrar viaje con el proyecto, como Aleksandr Cherepnín, Anatoli Liádov y Nikolái Sokolov, pero sucesivamente le fallaron. Qué más hacer: estaba el muchacho ese, Stravinsky, que, al menos, había demostrado que sabía orquestar muy bien. Nadie esperaba lo que iba a pasar. El pájaro de fuego no podría haber sido más perfecto para los propósitos de Stravinsky y para el público del París de la belle époque. La seductora combinación de rusismo y modernidad, aparte de lucir totalmente a tiro con lo que había de más avanzado en el medio (recordemos que Stravinsky había absorbido plenamente a los impresionistas), estaba potenciada con un increíble y gozoso festival de colores sonoros tímbricos y armónicos exquisitamente realizados; una enorme variedad de climas, que incluían melodías contenidamente tiernas asociadas a las princesas; ritmos bárbaros y ritmos lúgubres asociados al brujo Kashchey; aparte de los revoloteos del pájaro y un final solemne y glorioso, que ponía los pelos de punta. Había, además, un especialísimo sentido del tiempo, digno de un Beethoven en lo que refiere al timing de los crecimientos emotivos, de las esperas, y al manejo, siempre vital, de los engaños rítmicos, que producen sorpresa al traicionar nuestras expectativas, pero tienen su gracia intrínseca, suenan orgánicos y no se reducen a una mera deformidad. Los oídos atentos podían distinguir algunos procedimientos innovadores: las armonías basadas en la «escalera de terceras», la desincronización entre melodía y armonía en el finale.

El pájaro de fuego fue estructurado de una manera tradicional para un ballet, es decir, en números danzados alternados con momentos de pantomima, con la música unificada por algunos leitmotivs. De hecho, buena parte de la música fue compuesta con Stravinsky improvisando al piano mientras el coreógrafo Mijail Fokin le mostraba, bailando, su planteo de la coreografía. Sin embargo, ya establecido, Stravinsky pudo comandar plenamente su siguiente proyecto para los Ballets Russes, estrenado en 1911. El concepto de Petrushka fue desarrollado junto con Diáguilev y Alexandre Benois: en una feria popular rusa un titiritero deslumbra al público con la expresividad de sus marionetas. El titiritero tiene poderes mágicos e infunde vida a los muñecos. La contrapartida de ello es que las marionetas tienen sentimientos, se arma un triángulo amoroso entre el pierrot del título, la bailarina y el moro, y todo termina en tragedia. Fue con esta obra que Vaslav Nijinsky se convirtió en un mito. Años después, un testigo británico comentó, comparando su desempeño en el rol con el de otros bailarines: «Él sugería un muñeco que a veces imitaba a un ser humano, mientras que todos los demás intérpretes transmitían un bailarín que imitaba a un muñeco».

Buena parte del carácter ruso de Petrushka se basaba en melodías folclóricas. Esto, de por sí, no implicaba ninguna novedad: hacía más de un siglo que distintos compositores recurrían a melodías folclóricas para otorgar color local a ciertas obras. Pero Stravinsky las usó como una de las bases de su modernidad. El empleo del folclore no era sólo tradición, autenticidad y exotismo, sino también la clave misma para generar nuevas ideas: nuevas relaciones entre las notas, el tratamiento modular de las melodías, nuevas métricas, nuevas maneras de estructurar, una nueva sensibilidad a las repeticiones. Posteriormente, cuando el compositor quiso venderse al mundo como un aristócrata facho occidentalizado, buscó ocultar o disminuir ese aspecto folclorista, que fue bastante profundo. Así, quien terminó quedándose con la reputación de principal folclorista-modernista fue su coetáneo húngaro Béla Bartók (1881-1945), pero lo cierto es que Stravinsky había sido más precoz y una importante influencia para Bartók. Si bien Stravinsky no fue un etnomusicólogo –como sí lo fue Bartók–, algunas veces recogió melodías en su residencia rural y, además, siguió muy de cerca los trabajos de Ievguiénia Liniova, una de las pioneras (si no la pionera) en el trabajo etnomusicológico con criterio científico. Esa irrupción de una alternativa de la modernidad que está construida a partir de datos que vienen de la población periférica de un país periférico (el campesinado ruso) es importantísima en un contexto –el de la música erudita– cuya propia definición implica un proceso globalizador cuyo epicentro está en Europa Occidental.

Algunos pasajes de Petrushka están concebidos como si fueran acordes distintos que suenan en forma simultánea, y en algunos puntos la relación entre esos acordes es sumamente disonante. A partir de esta obra, las nociones de poliacorde y politonalidad se instalaron con firmeza en el mundo musical. La rítmica era sumamente compleja, quizá de lo más complejo que se hubiera hecho hasta el momento. Los elementos se enganchan como si estuvieran cortados con tijera y pegados unos con otros, como si formaran parte de un collage. A veces ese cortar y pegar es imperfecto y, entonces, por un lapso, parecen correr dos músicas distintas en simultáneo, hasta que la primera de ellas desaparece. Las intervenciones de piano sólo sugerían una manera totalmente nueva de abordar el instrumento, enfatizando su carácter de percusión. Era muy fácil encontrar analogías entre esos procesos y la plástica cubista, y también con el jovencísimo arte cinematográfico.

Hay más. Toda la cultura de estudios folclóricos del siglo XIX estuvo vinculada a la noción del paisano, el hombre del campo como representante esencial del espíritu de la nación, no mediatizado por el cosmopolitismo burgués del hombre urbano. El mundo digno ocurría entre esos dos polos: el campesino puro y el burgués cultivado y cosmopolita. El propio Bartók participó de esa noción, muy difundida hasta muy avanzado el siglo XX. Al embreñarse por los rincones más recónditos del interior de Hungría, Bartók buscaba la «verdadera» música húngara, a diferencia de aquella, «falsa», que había servido de referencia para Franz Liszt y que, en realidad, derivaba de los conjuntos gitanos y no era el «verdadero» folclore. En Petrushka, Stravinsky incorporó, además de los elementos folclóricos, elementos tanto de la música característica del proletariado urbano como de la música de la pequeña burguesía: eso que actualmente llamamos música popular. Ahí aparecen un valsecito, música de organillo, una marchita con trompeta, como inserciones pegadas a una obra que, en términos generales, luce totalmente distinta de esas intervenciones. Son como objets trouvés insertados en la composición. Esos elementos banales de la cotidianidad musical también se pueden vincular al procedimiento cubista de pegar en los cuadros pedazos de diario o imitaciones de letreros y propagandas.

Con el éxito descomunal de Petrushka, Stravinsky pasó a ser parte del jet set artístico-intelectual parisino. Era amigo de Debussy, Ravel, Erik Satie, Pablo Picasso y Jean Cocteau. Así, pudo embarcarse en un proyecto aún más osado. Su tercera producción para los Ballets Russes fue La consagración de la primavera (1913), unánimemente considerada su obra máxima. Fue algo totalmente nuevo en el mundo del ballet, ya que no contaba una historia, sino que representaba un ritual. Ubicada en territorio ruso en tiempos precristianos, describe una ceremonia de fertilidad basada en estudios etnológicos, pero con elementos inventados. Hay invocaciones y luego se selecciona a una virgen para el sacrificio humano que ocurre al final. La coreografía original fue del propio Nizhinsky y resultó todo un hito: nadie vestía ropas pegadas al cuerpo, nadie bailaba en puntas de pie, nadie debía expresar emociones con el rostro. Se evitaba cualquier movimiento lánguido o expresivo; en cambio, todo se resumía a unos contados gestos estilizados, angulosos, y todo eso sobre unos paneles pintados en un estilo que recordaba al de Paul Cézanne o al de Marc Chagall.

La música de La consagración… iba más lejos que la de Petrushka en cuanto a modernidad y en el uso de fuentes folclóricas. En muchas ocasiones parecía no haber criterio alguno para determinar un centro tonal, las disonancias eran más extremas y más insistentes. El nivel avasallador de ruidaje estaba posibilitado por un contingente enorme de instrumentos de percusión en el contexto de una orquesta gigantesca. La música sonaba muy rítmica, pero, además, el ritmo era empleado de una forma estructural que no tenía precedentes. En uno de los episodios se delineaba un «tema» tan sólo con el patrón de acentos de unos acordes graves repetidos, y ese patrón de ritmo era, en sí mismo, objeto de un desarrollo temático (es decir, se trabajaba temáticamente un patrón puramente rítmico, sin configuración melódica). Todo era tan peculiar que la sensación no era tanto la de una evolución como la de encontrarse frente a algo radicalmente nuevo: se había inaugurado un nuevo período en la historia de la música.

El estreno de La consagración… fue uno de los escándalos más recordados que haya habido en un espectáculo musical. A las risas de sorna, las protestas horrorizadas y los abucheos pronto se sumaron los gritos de los defensores de la obra, al punto de tapar el sonido de la orquesta. Los distintos relatos de esa velada refieren a paraguazos, improperios y objetos tirados por la gente a la orquesta y los bailarines. No fue el único escándalo ocurrido en una sala de concierto a inicios del siglo XX: la estética se veía entonces como un patrón de medida de los rumbos de la sociedad. Muchos espectadores tomaban la alteración de sus costumbres como una afrenta, una ofensa, una amenaza al orden social; otros pretendían precisamente eso y se regocijaban con épater le bourgeois (espantar a los burgueses).

Con la corriente

La Primera Guerra Mundial agarró a Stravinsky fuera de Rusia. Se refugió mayormente en Suiza. Estaba allí cuando, en 1917, ocurrió la revolución bolchevique. Su «fase rusa» se prolongó hasta 1922, siempre en el exilio. En ella profundizó los caminos planteados con los Ballets Russes, en los que exploraba el modernismo con base folclorista y con la eventual intrusión de elementos de la música popular (coqueteos con el ragtime y el jazz). Tuvo una obsesión cada vez mayor con lo mecánico, lo maquinal, lo no expresivo, y tendió a trabajar con agrupaciones menos convencionales de instrumentos y más chicas. La obra más notoria de esa etapa es el más extraño de sus ballets, La boda, esencialmente compuesto en 1917, pero finalizado en 1922. Al igual que La consagración…, se trataba de la representación de un ritual, el de una boda campesina. La música era cantada, con lo que cada personaje tenía una existencia escénica bifurcada: una encarnación que bailaba y una voz que, alevosamente, provenía de los costados. La formación instrumental era estrafalaria: cuatro pianos de cola y un largo contingente de percusión que debían estar sobre el escenario, entreverados con los bailarines.

Una vez que el Ejército Rojo ganó la guerra civil rusa y quedó claro que el régimen bolchevique duraría un buen rato, Stravinsky empezó a hacerse la cabeza de que ya no regresaría a su país natal, en el que, además, su música se prohibió por modernista y por proceder de un compositor explícitamente opositor. Pragmático, decidió que no quería pasar el resto de su vida como un expatriado y se dedicó a vender la imagen de un compositor occidental más, fuertemente vinculado a las tradiciones de la música erudita europea. Tendió a recurrir a formaciones instrumentales estereotipadas y a formas establecidas (sinfonías, conciertos, sonatas). Muchas de sus músicas contenían glosas de referentes de distintas épocas de la historia: el medieval Guillaume de Machaut, el manierista Carlo Gesualdo, el barroco Johann Sebastian Bach, el clásico Wolfgang Amadeus Mozart, el posromántico ruso Chaykovsky. Algunas de sus obras trataron temáticas de la Grecia antigua y tuvieron textos en latín. Esta etapa de su trabajo tendió a ser calificada de neoclásica. Eso resultó muy divertido para sus seguidores y fue objeto de burla de sus detractores. Arnold Schoenberg, su principal rival en cuanto líder de la modernidad musical, publicó una pieza satírica con texto propio en la que hablaba del «pequeño Modernsky» jugando con su tamborcito y usando una peluca dieciochesca.

Otros aspectos de la actitud clásica fueron la objetividad y el profesionalismo. Empezó a abrazar la idea de que la música no expresa sentimientos, sino que es un objeto agradable engendrado por un artesano. En calidad de tal, trabajaba por encargo, no en función de una inspiración. Su prestigio inigualable tenía su rédito en plata. Comentó que pretendía ganar cada moneda que le había sido negada a Mozart, ya que el gran compositor de Salzburgo había muerto en la pobreza. Entonces, nadaba según la corriente. Una vez que se estableció en Estados Unidos, en 1939, su música volvió a cambiar, adaptándose a un público superficial y provinciano. La ligereza de su Sinfonía en do (1940) tiene que ver con que fue encargada por una mecenas estadounidense. Y si su siguiente sinfonía, Sinfonía en tres movimientos (1945), regresó al aire bárbaro de la etapa rusa fue porque en 1940 Walt Disney había incluido La consagración… en su película Fantasía y el público yanqui esperaba eso. Pero luego, a inicios de la década del 50, el impulso de las vanguardias radicales de la posguerra fue tan fuerte que uno ya no podía jugar en las primeras filas del arte haciendo de pequeño Modernsky. Ya fallecido Schoenberg (1951), Stravinsky tomó a su exrival como un nuevo modelo. Junto con las influencias de Anton Webern y Pierre Boulez, Schoenberg fue el guía de su etapa final, en la que, en forma muy paulatina, el compositor septuagenario se fue metiendo con los procedimientos seriales, y su música volvió a ambientarse, si no en la vanguardia, al menos en la contemporaneidad, manteniendo su vigencia.

Se forró de plata. Vivió en una mansión en Hollywood. Celebró sus 80 años en una cena con el presidente John Kennedy. En 1962 fue invitado a visitar Rusia por primera vez desde 1914 y fue recibido por el premier Nikita Jrushchov. Siguió componiendo hasta los 84, mientras le dio la salud. Falleció en 1971, en Nueva York.

Legado

La fase rusa de Stravinsky no dejó a nadie indiferente y ejerció una influencia incluso entre sus mayores, que lo habían influido a él: Debussy, Ravel, Satie. Prácticamente todo compositor de aquella época que no seguía la carretera principal de la música alemana lo tomó como referencia, incluidos dos de sus más célebres coetáneos europeos (Bartók y Varèse) y varios estadounidenses (Ives, Copland) y latinoamericanos (Villa-Lobos, Chávez, Revueltas, Fabini). Sus coqueteos irreverentes con la música popular y la politonalidad fueron fundamentales para el Grupo de los Seis (una generación de compositores franceses). Ese aspecto rítmico, popular y folclórico implicó un puente muy atractivo para músicos populares, tanto del jazz (Ellington, Kenton, Brubeck) como de otros géneros (Piazzolla, Viglietti). La dureza disonante, la austeridad, el orden, el maquinismo futurista y el dominio emocional de la etapa neoclásica, empujados por la ideología profesada por el compositor, atrajeron a muchos compositores en la Italia fascista (Casella, Pizzetti) y, por esa vía, son características que llegaron a la música para cine (sobre todo, en Fusco y Rota). Además, Stravinsky fue, quizá, el primer compositor que sugirió la prescindencia radical de un estilo, ese criterio que luego se vería en la música popular de la época roquera (sobre todo, en The Beatles). Cuando las vanguardias de la década del 50 parecían llegar a un callejón sin salida, los minimalistas estadounidenses (Reich, Glass, Riley) y quizá alguno de los europeos (Andriessen) recurrieron a Stravinsky como una vía de salida basada en la recuperación de un ritmo activo, de configuraciones melódicas simples y de algunos procesos de transformación gradual con una alta tasa de repetitividad.

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